Es habitual utilizar el término fascista como insulto o descrédito de un interlocutor que mantiene ideas y actitudes consideradas no democráticas, dentro del paradigma del liberalismo político predominante y aceptado legalmente. Se emplea de manera generalizada, pero si preguntáramos a quien lo pronuncia qué entiende cómo tal nos daría una serie de respuestas variadas y genéricas. Se asocia con posiciones de xenofobia ante los inmigrantes, a los que se acusa del aumento de la delincuencia, con la negación del multiculturalismo, ser contrario al matrimonio gay o al aborto, posicionarse contra los partidos políticos que discuten aspectos del sistema constitucional vigente, y contra los partidos nacionalistas que critican un patriotismo radical uniforme. Se le identifica, asimismo, con la reclamación de una política dura y firme de orden público contra todo tipo de delincuencia, sin atender a las garantías procesales, a un endurecimiento de las penas del Código Penal, incluso a replantear para determinados delitos la pena de muerte. Se vincula a la descalificación de la política como una manera de debatir inútilmente sin adoptar decisiones que son las adecuadas en su criterio, a los políticos elegidos por mirar tan solo su interés personal, e igualmente a la propuesta de un ejecutivo fuerte que imponga, sin ningún recato ni consideración, normas estrictas de comportamiento. Suele instar, si las cosas derivan hacia una protesta social generalizada, a la formación de un gobierno “fuerte” sin contemplaciones, a rechazar cualquier tipo de cultura que ponga en dudas los valores que considera inalterables o interpretaciones históricas que no coincidan con su visión del pasado. Algunos se atreven incluso a discutir que los partidos sean la mejor manera de articular la estructura política del Estado como cauce de las distintas alternativas a los problemas sociales o económicos.
El término fascista se aplica también, con distintos grados, a quienes resalten, con mayor o menor vigor, ideas o actitudes defendidas por determinadas personas o grupos que no coincidan con sus parámetros de comportamientos políticos. Se ha utilizado en referencia a Donald Trump, Obama, Bush, Chaves, entre otros. También las rivalidades entre ucranianos y rusos, o entre palestinos e israelitas han sido calificadas de fascistas por ambos lados. En ocasiones se les atribuye a partidos considerados de extrema derecha, unido a su vez al término populista, en sus diversas formas, como una variante o extensión del fascismo. El tema, no obstante, es más complejo que los estereotipos empleados si atendemos al análisis de Federico Finchelstein en su libro Del fascismo al populismo en la historia (Taurus, 2019) cuando alega que no puede reducirse a estudiarlo como un fenómeno del pasado, o en algún caso del presente, limitado solo a determinados países. Hoy día su dimensión es universal y cruza “fronteras y océanos”, de tal forma que el populismo es tan argentino como norteamericano. No es que sean exactamente lo mismo porque presentan trayectorias y formas diferenciadas, especialmente después de la derrota del fascismo en 1945, pero tienen raíces genéticas comunes. Los populismos actuales, por ejemplo, realizan sus propuestas dentro de unas elecciones democráticas, pero siguen aludiendo genéricamente “al pueblo” como principal sujeto político, abstracto y único, donde el líder aparece como el representante y la voz de este, por más que disponga solo de una parte mayoritaria de los votos emitidos. Y aquellos que no participen de sus interpretaciones son considerados traidores a los intereses populares y a la democracia.
Esto no es solo un asunto de determinadas políticas, sino que se extiende a partidos y movimientos calificados de izquierdas o derechas. De ahí que existiría, en su derivación lingüística, un fascismo de izquierdas cuando de manera simétrica y contraria se aplica el estereotipo de fascista como insulto. No se pueden emitir determinadas opiniones que socaven los valores estimados como irreversibles o críticas de personajes que estén dentro del ámbito correcto del progresismo vigente, y por tanto se censuran libros que lo hagan (sería difícil, como lo ha hecho una editorial alemana reconocida, editar una versión comentada del Mein Kampf, pero mas fácil una del Manifiesto Comunista sin comentar). Tampoco admitir biografías que contengan comportamientos del pasado no permitidos y penalizados en la actualidad, sin separar la calidad de sus obras, entrelazándolas con sus acciones y retrotrayéndolas a un tiempo histórico diferente. No es solo que se destaquen conductas hoy reprobables, que puede ser legítimo, sino que son excluidos del parnaso de actividades en el que han destacado. Sabemos, por ejemplo, que Erza Pound era partidario de Mussolini, lo mismo que D'Annunzio, pero eso no impide que sean grandes poetas. Reconstruir la historia en todas sus dimensiones no significa ni escamotearla ni endulzarla, pero los juicios morales que emitamos sobre personajes o hechos no deben ir más allá del parámetro subjetivo de nuestros valores, y no anular su existencia, como hacía Stalin eliminando de los libros, enciclopedias y artículos las fotografías o el nombre de Trotsky.
Hoy es difícil concebir modelos ideales, a la manera de Max Weber, para delimitar con claridad la conceptualización de los términos que utilizamos en los análisis de los temas humanísticos, y especialmente de los políticos. Los estudios sobre populismo o fascismo son tan variados en el mundo académico que han generado debates interminables, como bien señala Roger Griffin en su libro Fascismo (Alianza, 2019) ¿Quién, en cualquiera de los partidos actuales, no encontraría elementos de cariz populista en sus discursos, propuestas, publicidad o exaltaciones del líder? Las dificultades del lenguaje para explicitar conceptos es un tema que ha preocupado a filósofos como Ludwig Wittgenstein.