Los grandes historiadores, expertos en los hechos del pasado y profetas involuntarios del porvenir, han ido construyendo a lo largo del tiempo el relato del pretérito como si fuera un inmenso mosaico compuesto por la suma –no siempre armónica– de distintas teselas. Cada una de ellas tiene un significado autónomo, ya sea episódico o metafórico. Pero, en su conjunto, estos mismos fragmentos independientes conforman un mural que, igual que un lienzo de grandes dimensiones, nos permite entender la totalidad simultánea de la realidad sin perder de vista la óptica de lo concreto.
Es entonces cuando descubrimos que no es la Historia la que construye a los hombres. Sucede lo opuesto. Son los seres humanos –ciertos, prosaicos, sanguíneos– quienes escriben sus vidas, su tiempo y, al final, esculpen la línea de la Historia Universal, tan cargada de infamias. Las tragedias que nos anteceden, embriones de las que están por llegar, que serán distintas pero no dejarán de ser análogas a aquellas que han sufrido otros antes, suelen tener una explicación compleja, pero su génesis puede ser extraordinariamente simple.
Un error diminuto, incluso bienintencionado, convertido en un dogma compartido, es como material radiactivo. Enquistado, nos conduce al precipicio. El destino tiene una extraña forma de vengarse de nosotros: mediante contradicciones que convierten a las víctimas de ayer en los verdugos de hoy. Y viceversa. Es la enseñanza de la Revolución Rusa, que por primera vez instauró en la Tierra de forma consciente, inmisericorde y sistemática, a sangre y fuego, un régimen comunista que, a pesar de sus inmensas pretensiones, no duró ni un siglo.
Cartel de propaganda de la Revolución Rusa dobde Lenin y Stalin se equiparan a Marx y Engels
Su historia ha producido, además de espantos y espejismos, una abundantísima bibliografía de excelentes libros que detallan los perfiles de esta utopía milenarista que no tardaría mucho en convertirse en un infierno terrestre. Sobre todo, para sus devotos. Su crónica general, sin embargo, tiende a moverse entre la épica –esa forma hermosa de contar mentiras– y la desacralización, que es la operación inversa; dos extremos metodológicamente útiles pero que no siempre reflejan con claridad el inmenso paisaje de grises que es la vida real.
Por eso es de agradecer que alguien con la preparación y el rigor de un historiador se atreva a escribir esta vieja/nueva historia como un novelista clásico del XIX. Con ambición. Con documentación. Dedicándole infinitas horas durante años a la escritura. Como si se escribiera por primera vez la Biblia. Eso es exactamente lo que ha hecho el historiador Yuri Slezkine en La casa eterna (Acantilado), un libro de no ficción –por decirlo en términos editoriales– que sobrecoge como las grandes novelas de la mejor literatura rusa.
Reunión familiar de los residentes e la Casa de Gobierno / ACANTILADO
No exageramos: estamos ante una obra maestra. Seca, deslumbrante, rotunda. Infalible. Llena de significados y en cuyas páginas se entreveran la vida cotidiana, la literatura, la saga de las religiones apocalípticas, la tradición de los antiguos relatos míticos y el realismo sin misericordia. El fulgor que desprende el libro de Slezkine no se debe a la erudición de su autor –profesor de historia rusa y director del Instituto de Estudios Eslavos de la Universidad de California–, que es profunda y luminosa. Si éste fuera el único mérito a la hora de valorar su narración bastaría para situarla como uno de los libros esenciales sobre la materia.
Lenin, en un cartel de estética soviética
La casa eterna es además otra cosa. Una canción de cuna y terror donde cada una de las voces del coro –los personajes (reales), los documentos (íntimos y oficiales), los testimonios, las fotos amarillentas, las experiencias contadas en primera persona, los recuerdos familiares, las memorias, los silencios– se van incorporando al conjunto hasta formar un pavoroso muro de sonido. Leerla es como escuchar La Varsoviana 1905, la canción revolucionaria polaca escrita en 1883, que comienza como un susurro y va, paulatinamente, convirtiéndose en un vendaval. Pero, en lugar del espíritu redentor con el que se cantaba este himno en la Rusia de los años previos a la Revolución, sus notas provocan ahora una nostalgia agria: detrás de su sentimentalidad comunal palpitan las notas disonantes de la tragedia que devoró a millones de personas, incluyendo a sus hijos, apóstoles y héroes. Una ópera terrible.
Ésta es la historia que realmente cuenta Slezkine. Y la cuenta como nadie. Esta fábula (real) comienza en 1870, cuando Rusia vive la fascinación por la religión proletaria, esa ideología de las sectas apocalípticas finiseculares de las que ya escribiera Dostoyevski en Los endemoniados. “La impaciencia de la década de 1870 es la que engendró la Revolución. Y la Revolución engendró todo lo que vino después”, escribe el historiador ruso. Su libro viaja a esta placenta intelectual, adolescente, casi naïf, donde se engendraría todo el horror posterior y las purgas que terminarían devorando a sus mártires. Desde el primero hasta el último. Esta mirada sobre la gran tragedia rusa –que no deja de ser una variante del cuadro de Goya que representa a Saturno devorando a sus hijos– es la que muestra en Quemados por el sol el director de cine Nikita Mijalkov– aunque desde la perspectiva de una familia concreta.
Slezkine, tras un ingente trabajo en archivos y sobre el terreno, en Rusia, donde ha recogido testimonios, demuestra que ese quebranto grotesco –el carnaval de las víctimas que se convierten en verdugos– fue en realidad un hecho generacional y común entre los jóvenes estudiantes que, siguiendo el ejemplo de las primitivas sectas cristianas, se transformaron en los terribles teólogos de la Gran Sodoma del capitalismo, pereciendo en el lance. Rusia –esto ya lo escribió Marx– no era un país industrializado, sino campesino, cuando los bolcheviques decidieron que su catecismo –liberar a los oprimidos del mundo– justificaba cualquier medio. Lo desazonador de la Revolución Rusa es que se formula como una tragedia teórica y abstracta y que, sin embargo, terminaría siendo carnal, porque que destrozó la vida de quienes la sufrieron y de aquellos que la promovieron. Sus gritos todavía resuenan.
Los antiguos camaradas, que en este libro son retratados cuando eran efebos y adolescentes, contaminados por ingenuos sueños de redención, literatura mal entendida y teorías marxistas, monjes del sacrificio y la soledad, terminaron exterminándose entre sí, sin haber vivido la vida, inmolados en la pira del poder más inhumano, para el que el individuo no contaba porque lo único importante era un Pueblo –las mayúsculas aquí son pertinentes– que no existía. Un Pueblo que estaba siendo exterminado con el pretexto de su salvación. Slezkine, que conoció este mundo hasta 1982, cuando abandonó la URSS, evita el moralismo: documenta, expone, narra y muestra. Disecciona casos y tragedias como un cirujano. Sin que le tiemble el pulso y dejando al lector la catarsis. Su novela se extiende así durante 1.628 páginas –tres libros completos– que no dan tregua. En ellas vemos el decurso de una historia terrible y colosal, ejemplarmente documentada y violentamente expresionista.
Imagen de la Casa de Gobierno vista desde el Kremlin / ACANTILADO
La Revolución Rusa está contada a través de la historia del edificio –La Casa de Gobierno, situada en una ciénaga del Río Moscova, frente al Kremlin, obra del arquitecto Borís Iofán para albergar al Comité Ejecutivo Central del PCUS y al Consejo de Comisarios del Pueblo– que acogió desde 1931 a los notables de la élite revolucionaria y a parte de la intelligentsia soviética, desde escritores realistas a torturadores del Gulag. Es el espacio literario descrito en las novelas del escritor Yuri Trífonov. El monasterio de personajes como Mijaíl Koltsov (autor del Diario de la guerra de España), Anna Lárina-Bujarina (viuda de Bujarin), Karl Radek o Filipp Goloschokin, el encargado de ejecutar a la familia del zar en 1918.
El libro, hecho con materiales de la vida doméstica, obsesionado con los detalles, provoca la misma sensación que un poema: emociona y hace llorar. Nos ayuda a comprender la escasísima distancia que separa a una causa noble de un exterminio. Lo cerca del matadero que está el cielo. La casa eterna es un monumento. La catedral de una devastación que, igual que un incendio, comienza con una humilde chispa. En este caso, la confusión entre la Verdad y la Fe. Una historia que no es de ayer, ni de hoy, ni de mañana. Que es de siempre.
Slezkine plantea su relato como la historia de un símbolo de la gran mentira soviética. Pero enseguida nos conduce a otra parte. “Ésta es una obra histórica. Cualquier parecido con personajes ficticios, vivos o muertos, es pura coincidencia”, escribe en el preámbulo. Lo que sigue es la mejor investigación que hemos leído del sustrato cultural del bolchevismo que, tras el golpe de Estado de Lenin, alumbró –oscureciendo la vida de sus protagonistas– un experimento totalitario colosal. Lo que ha escrito Slezkine es la descripción del proceso intelectual mediante el cual quienes se intitulan santos se convierten en demonios. Un relato coral, inmersivo y soberbio sobre una categoría universal: el fanatismo político y sus consecuencias. Un mal actual. La vieja melodía del populismo que anticipase –en dos versos– Heine: “Construyamos el cielo en la tierra, amigos míos, / en vez de esperar a después”.