Un optimista, según G.K. Chesterton, es aquel individuo que te mira a los ojos, mientras que la cofradía de los pesimistas está formada por los devotos del realismo que, para dirigirse a ti, contemplan tus pies con el fin de saber si el suelo que compartes con ellos es una superficie estable. Cuesta horrores mirar de frente a nadie cuando, pandemia mediante, los intercambios personales, y también los industriales, se han convertido en un factor de riesgo. Las mascarillas nos han convertido a todos en cuatreros. No way, como dicen los británicos, que este fin de semana confinaron el Sureste de la Gran Bretaña –Londres incluido– para pasar unas navidades que nos traen como regalo envenenado una variante del coronavirus que, según parece, es potencialmente más contagiosa que la que conocemos hasta el momento.
El año más aciago de nuestra historia reciente termina con un sinfín de calamidades y espantos, pero no está escrito –y si lo estuviera habría que desmentirlo– que 2021 vaya a ser mejor. Aquí no rige necesariamente esa ley piadosa que establece que tocar fondo significa necesariamente mejorar. Hay simas que no acaban nunca. Parecemos estar atrapados en el interior de una de ellas. Todos los gobiernos, y especialmente el nuestro, intentan construir un relato de esperanza amparándose en la vacuna, pero hemos visto a los afortunados que la han recibido en Inglaterra desmayarse después de su administración y oímos advertencias médicas para los alérgicos –casi la mitad de la humanidad, según las proyecciones de la OMS– que aconsejan abstenerse. El antídoto puede llegar a ser peor que la enfermedad.
No tendremos certeza de lo que nos espera a la vuelta del calendario hasta que sepamos exactamente cómo evoluciona la famosa curva de contagios. En España, de momento, van otra vez en ascenso: la tercera ola, prevista para el primer trimestre de enero, se ha adelantado. O mejor dicho: la desescalada de inicios de diciembre nos devuelve al verano, cuando sembramos inocentemente la desgracia de este extraño otoño. En realidad, no hemos vivido tres oleadas de la pandemia. Nunca salimos de la primera, aunque la percepción de la situación sea, como en su día dijo Josep Pla, ondulante, igual que la vida. Que la coyuntura empeore, aquí y en países como Alemania, que parecía tener controlada la situación, evidencia que el optimismo puede llegar a ser mortal. El hartazgo social es el sentimiento predominante, pero confiarse no es una opción. Es un riesgo mortal.
En estos meses hemos descubierto una vida distinta: podemos vivir con menos cosas y hasta con esperanzas minúsculas, pero ambas decisiones tienen costes psicológicos y económicos. Las depresiones y los casos de ansiedad crecen a medida que cada intento por volver a hacer una vida normal fracasa. Nos empeñamos en ir contra el viento. No es extraño que la tempestad nos sacuda: el mar no va a hacer caso de nuestros deseos porque es una fiera salvaje. Embestir contra la costa siempre ha sido su destino. El nuestro consiste en aceptarlo.
Con independencia de la evolución sanitaria, en 2021 vamos a poder vislumbrar la envergadura exacta del destrozo económico provocado por esta enfermedad planetaria. Hasta ahora sólo hemos visto la punta del iceberg. Los ERTE se extinguirán, igual que los dinosaurios sobre la faz de la Tierra, o se convertirán en despidos, dejando tras sí una estela inmensa de parados. También cumplen su vencimiento los créditos concedidos durante los meses iniciales de la crisis para salvar empresas. Muchas, casi todas, no podrán devolverlos.
En paralelo a la tragedia social provocada por la pandemia aparecerá su factura económica: el exceso de endeudamiento en el que hemos incurrido tiene plazo fijo y un acreedor –Europa– que nos ha concedido una mera moratoria y no liberará los fondos prometidos si no ven voluntad cierta de aplicar una agenda seria de reformas. El Gobierno no sólo no ha aflojado la presión fiscal, sino que eleva las cotizaciones sociales y prepara un plan de recortes en las pensiones que va a provocar un agrio enfrentamiento entre los partidos que lo componen. La legislatura no está salvada –aunque se diga que está encarrilada– porque conforme tengamos que regresar a la senda de la disciplina presupuestaria van a tener que aplicarse recortes.
Moncloa no ha resuelto el frente –siempre tormentoso– de la financiación autonómica y sabe que cada movimiento en favor de sus socios de gobierno –los independentistas catalanes y vascos– se traducirá en tensiones territoriales con el resto de autonomías. La hecatombe económica va a tener una traducción social pavorosa: empleos perdidos, desalojos y más pobreza. ¿De qué sirve subir el salario mínimo si los trabajadores con contrato van a perder su empleo? ¿Cómo es posible que se incremente el sueldo de los funcionarios cuando el resto de la sociedad, que es la que financia a las administraciones, contempla muda la devastación de negocios y empresas? No va a ser fácil cuadrar este círculo sin sacrificios equilibrados.
El problema es que el reparto de calamidades está siendo injusto. No parece que en el seno del Gobierno exista una idea exacta del abismo que tenemos bajo nuestros pies. Los socialistas creen que podrán campear lo que queda de la legislatura con el reparto de las ayudas europeas y el distanciamiento (táctico) de sus socios parlamentarios. Podemos trabaja en su agenda republicana –impidiendo el consenso que requiere una situación de emergencia nacional– y cultiva la demagogia que implica defender un Estado social que es imposible de financiar haciendo concesiones en favor de los independentistas. Casado no despega –a medida que pasa el tiempo tiene más competidores en el PP–, Vox no desciende y Cs no sabe hacia qué puerto dirigir su maltrecha embarcación. Cada raya que la monarquía traza para protegerse de su pasado está escrita en el agua. España no sufre únicamente la tercera ola de la pandemia. Padece una permanente tempestad.