En el primer semestre de este glorioso 2020, un año lleno de muerte y ruina, el gasto público en España creció más de un 21% mientras los ingresos regulares se hundieron un 15%. No hace falta ser matemático para darse cuenta de que, en caso de no corregir de inmediato esta tendencia, caminamos (todos) hacia un rescate en toda regla. Sin eufemismos. La deuda del Estado ha crecido un 7,3% en cuatro meses: hasta 88.000 millones de euros, teóricamente destinados a paliar el impacto de la gran pandemia. Las obligaciones públicas superan con creces la capacidad de generar riqueza de la economía española. Todo nuestro patrimonio termina en un pozo negro.
Las estimaciones oficiales del Banco de España señalan que pronto nuestra deuda global alcanzará sin esfuerzo el 120% del PIB. En apenas un año el déficit de la Seguridad Social, encargada de pagar las pensiones con las cotizaciones, ha escalado un 41%, poniendo en serio peligro la supervivencia financiera de nuestro principal sistema de asistencia social. Los partidos políticos negocian dentro del Pacto de Toledo una reforma del sistema que, asombrosamente, parece decidida a mantener los seculares privilegios de los funcionarios, que podrán seguir jubilándose a los 60 años sin pérdida salarial, a costa del resto de la población, que antes o después, de una manera u otra, sufrirán sin duda una merma en sus derechos. Bien directamente o a través de un incremento de la edad oficial de retiro.
Caminamos a toda velocidad hacia al abismo –llámenle default, si gustan– y, sin embargo, nuestros próceres, principales responsables de la calamitosa situación de las arcas públicas, celebran que Europa haya aceptado la suspensión del Pacto de Estabilidad. “Tendremos más dinero para gastar”, ha afirmado con una sonrisa inquietante el socialista Abel Caballero, alcalde de Vigo y presidente de la FEMP. Al mismo tiempo, los presidentes de Galicia y Andalucía, ambos del PP, defendían este fin de semana en La Toja el excepcional funcionamiento de las autonomías contra el coronavirus, como si ambos no tuvieran muertos a cientos en sus virreinatos.
Decididamente, nos hemos vuelto locos. Tan desestabilizador para el futuro de España es el independentismo (catalán y vasco) como la alegría con la que el resto de políticos de todo el arco parlamentario predican las virtudes de la falta de contención en un momento en el que los cimientos del país crujen. La suspensión de la regla de gasto, decidida por Hacienda hace unos días, dará carta libre a las administraciones públicas para gastar más con la coartada del coronavirus. Las primeras señales son pavorosas: las autonomías, en buena medida, usarán el levantamiento del tope de endeudamiento, y probablemente parte del dinero extraordinario que reciban por la pandemia, para gastos corrientes, que ni de lejos son gastos sociales.
En Andalucía, Moreno Bonilla, que lleva meses reclamando dinero a Moncloa y dice que las fianzas regionales están en una situación crítica, acaba de destinar once millones de euros del fondo Covid a evitar (de nuevo) la quiebra de Canal Sur. Entre contratar médicos –la atención primaria en el Sur, igual que en otras muchas partes España, está colapsada y no atiende a los enfermos– o invertir en propaganda política, el PP no tiene dudas: fichar a Bertín Osborne y a Mariló Montero es más importante que curar a los enfermos. La suspensión del pacto de estabilidad es temporal: no se extenderá más allá de 2021. La UE ha abierto la mano momentáneamente pero no tardará mucho en cerrarla. Entonces, dentro de sólo quince meses, empezarán los llantos amargos: se impondrá una nueva reforma laboral –que abaratará aún más el despido– y se tocarán (a la baja, por supuesto) las pensiones. Lo que no se abordarán nunca serán las necesarias reformas del sector público, que se come el león de las cuentas del Reino.
Este es el panorama que nos espera a medio plazo, por mucho que a corto vayan ustedes a ver a socialdemócratas (que no son tales), a neoliberales (que no creen en la libertad) y a los grandes populistas (cuya ideología no defiende la igualdad, precisamente) celebrar que, ante la crisis, nadie en su sano juicio debería escandalizarse de que suba el gasto público, aunque estos recursos no salven a una sanidad destruida ni blinden las políticas de la dependencia. La ministra de Hacienda, que si tuviera dignidad debería haber dimitido tras su derrota parlamentaria frente a los ayuntamientos, prepara un pack fiscal para subirnos los tributos: ascenso del IVA en los productos básicos de alimentación, servicios culturales, hostelería y sanidad y educación privada. No es descartable una reforma de los tramos del IRPF ni un incremento de la cotización de los autónomos. Todo es posible.
El Estado español, ineficaz e incapaz de salvar la vida de los ciudadanos, siempre necesita más recursos (de los españoles) para dejarlos en la estacada. Si aún así no alcanza su objetivo, pas de problème: será Europa la que dentro de un año ordene dónde, a quién y cómo hay que recortar para volver a equilibrar las cuentas. Nadie recordará entonces dos enseñanzas. Primera: no se debe gastar más de lo que se ingresa si no quieres pasar hambre. Y segunda: una deuda, sea buena o mala, se paga de una forma u otra. Generalmente con la sangre, el sudor y las lágrimas de los de siempre: los que menos tienen.