La propaganda política, eso que algunos llaman el relato, se parece mucho a los castillos de arena que los niños construyen en la playa. Con una ingeniería más bien pedestre, y armados con cubos y palas, estos candidatos a agrimensores levantan, junto a la orilla, una orgullosa fortaleza llena de almenas que simbolizan sus infantiles aspiraciones de dominio. El ritmo de las mareas les permite mantener el espejismo imperial un rato largo, pero, más pronto que tarde, una ola horada, sin esfuerzo, el monumento efímero que unos segundos antes prometía protección y cobijo permanentes. El mar destroza así los efímeros sueños infantiles.
Algo similar ha ocurrido con el escudo social que el Gobierno central prometió crear para proteger a los más débiles ante las inclemencias del coronavirus. El Marqués de Iglesias lo presentó con pompa y boato, antes de irse de vacaciones, como la respuesta política desde la izquierda frente a la calamidad. Los ingenuos, entusiasmados, pidieron ración doble antes de comprobar si realmente había comida sobre la mesa. El tiempo, inmisericorde, ha hecho el resto: las esperanzas menguan y, como escribió Gil de Biedma, “la verdad desagradable asoma”: la despensa está vacía y el escudo mítico se ha agrietado antes de la batalla.
La política funciona igual que la gravedad: se rige por una fuerza que tira de nosotros hacia el (sub)suelo. El ingreso mínimo vital ha resultado ser un fiasco; parte de las ayudas de los ERTE todavía no han sido entregadas a muchas familias que llevan meses viviendo del aire. Mientras tanto, la maquinaria recaudadora del Estado (incluyendo a las autonomías y a los ayuntamientos) no ha dejado ni un solo recibo sin cobrar durante este tiempo, con independencia de los destrozos causados por la tempestad. Para pagar, el Gobierno tarda lustros; para recaudar, un instante. ¿Injusto? Probablemente, pero esto es lo que hay.
La duración de la crisis, de la que hasta ahora sólo hemos visto la parte que sobresale del agua, igual que el iceberg que hundió al Titanic, ha hecho que nuestros próceres hayan transitado del melodrama colectivo –donde nunca hay culpables, sólo víctimas llorosas– a la insensibilidad en apenas unos meses, los que han hecho que crezcan los gastos y se reduzcan los ingresos. La desconexión de la Moncloa con la realidad entra así en su segunda fase lunar; la primera se cumplió al dar por cerrada la pandemia tras el acuerdo (virtual) con Bruselas, del que no tenemos un euro pero al que aguarda una infinita lista de sectores, autonomías y empresas que reclaman una parte de un león que es más bien gato. España es ahora un ejército de pedigüeños que exigen su soldada. ¿Qué pasó con los tercios imperiales de Flandes?
La reapertura del teatro político, ajeno a la devastación económica que anuncia un verano sin suficiente turismo, nos aproxima a la cruda realidad: van a subir los tributos y veremos recortes sustanciales en los servicios públicos. Por supuesto, no lo llamarán ni incremento de impuestos ni hundimiento (definitivo) de la sanidad pública. El diccionario de eufemismos tiene soluciones ante estos dilemas: “lucha contra el fraude fiscal” y “optimización del recursos” serán las expresiones que usarán para camuflar el escabeche. Será en vano.
Les llamen como le llamen, las vísperas son de misa de difuntos: recorte en los salarios públicos, subida de las cuotas de cotización de los autónomos, pérdida de parte del seguro de desempleo para los afectados por ERTE a partir de octubre, rebajas (a medio plazo) de las pensiones, quizás copagos, algunos puntos de subida en el IVA, fiscalidad ecológica, el penúltimo atraco a los fumadores (de tabaco) y la infinita galería de conceptos ficticios de la que dispone cualquier gobierno para meterte la mano en el bolsillo. Un caudal de injusticias sucesivas promovidas por aquellos que iban a protegernos frente a la tempestad.
En España hemos pasado de la incertidumbre al darwinismo sin ensayos ni entrenamiento. En los últimos meses cualquier autónomo o empresario ha podido experimentar cómo es descender al infierno: primero le prohibieron trabajar, después le prometieron una ayuda que todavía no ha cobrado; más tarde tuvo que cerrar su negocio y despedir a sus trabajadores, cayó en el desempleo (sin prestación social) y, al sentirse enfermo e ir a un centro de salud, se encuentra con que no sólo no le atienden, sino que le ordenan que se vaya a su casa (antes del impago hipotecario). El escudo social, estimados amigos, era un cuento chino.