El mundo de la ciencia exige pensar y repensar, lo cual implica no sólo disponer de una base y un método, sino desarrollar tanto audacia como cautela. En contra de este quehacer actúan la pereza mental, la rigidez y la presión social que aísla, marca y acosa. Por pereza se cae en frases hechas que no son de recibo, con rigidez se cierra el paso a captar la realidad, a replantear lo establecido y mejorarlo. Por último, la presión intolerante y la falta de respeto de quienes controlan una sociedad impone el comportamiento de rebaño y castiga la discrepancia que incomoda a los amos.
Avances como la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, las geometrías no euclidianas o los números imaginarios o imposibles, no habrían podido darse en un entorno social intensamente hostil a la innovación. En el siglo XIX, el alemán Gauss -ya consagrado como genial príncipe de las matemáticas- expresó por carta su temor a los beocios (bárbaros) si hacía público lo que sabía que era cierto y novedoso en geometría. Evidentemente este miedo suyo era significativo no sé si de cobardía, pero sí de opresión y es totalmente indeseable.
Para la libertad y plenitud de todos los ciudadanos, hay que potenciar una dosis de espíritu científico que consista en: el hábito de argumentar y escuchar (también cuando se les contraría), distinguir hechos de opiniones, tener conciencia de lo verdadero y afán de rigor. El ejercicio de flexibilidad e imaginación hace soportables la incertidumbre y la duda, y nos ayuda a no zozobrar ante la radical inseguridad que es la vida humana.
Lo que acabo de postular conviene no para elevar la ciencia a los altares, por supuesto, sino para valorar la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos y fomentar sus mejores capacidades. Juan de Mairena, alter ego de Antonio Machado, afirmó que “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser un hombre”. Así lo creo también, pero hay que alimentarle con anhelos de superación y con deseos de desarrollar lo mejor de sí, evitando que se desperdicie. Por esto hay que promover el gusto por cooperar y compartir, no el pueril competir según la antisocial ley de la jungla.
En la misión de progreso propia de la ciencia, los engreídos restan. John Stuart Mill se refirió en sus Consideraciones sobre el Gobierno representativo al poder controlador de los redichos pedantes, jamás despegados de la rutina normativa, e introdujo un término que no ha tenido especial éxito: “una burocracia tiende a ser una pedantocracia”; esto es, no atiende a razones. Como todos podemos experimentar, en la actualidad tenemos acceso a ilimitadas cantidades de información; nunca antes la interconexión entre los humanos había sido tan potente y generalizada.
Hoy día, las grandes empresas llegan a compartir datos, venden a través de distintas plataformas e integran esfuerzos. En las sociedades democráticas, sociales y liberales, los bienes y logros circulan sin restricción. A veces hay errores en las expectativas del mercado, como el de los expertos que en 2007 consideraban que el iPhone sería un fracaso. El escritor sueco Johan Norberg se ha preguntado por qué los países del área soviética no produjeron ni adoptaron ampliamente el ordenador personal. Su respuesta es que las todopoderosas autoridades decidieron que no tenía sentido tenerlos en casa. En Abierto (Deusto), Norberg ha propuesto una historia del progreso humano donde valora que la condición de ser romano llegase a ser una identidad cultural y política dejando atrás su etnia primitiva. Y destaca que, si estamos abiertos a otras perspectivas e ideas, serán mayores las posibilidades de encontrar un nuevo conjunto de habilidades o de soluciones ingeniosas que mejoren nuestras vidas.
Sin embargo, gente con poder político y económico exalta y organiza el tribalismo, una ideología burda y corrosiva que asegura el regreso a la caverna y que, de forma sistemática, practica la beligerancia del recelo egoísta (cuando no del odio) así como la demagogia (argumentaciones engañosas con que se pretende ser irrefutable); al atizar la indignación por ser maltratados por los de afuera ese sistema empequeñece y envilece a una sociedad. Trump ha dicho que nadie construye muros mejor que él: “créanme, y los construiré a muy bajo costo”, prometía así mantener a raya a los trabajadores extranjeros ilegales, vinculándolos al tráfico de drogas y a delitos violentos. Discursos y proyectos como éste disparan la hostilidad hacia los foráneos, inyectando en los crédulos sensaciones de grave amenaza a su modo de vida y a que su cultura autóctona se extinga por la aparición de extraños en casa, etiquetados como ‘inferiores’, agresivos o desharrapados; “cada uno tiene lo que se merece” es el patrón de una despiadada y estúpida creencia.
La necesidad de gente nueva en una sociedad no se reduce a la garantía de asegurar las jubilaciones, sino al interés de incorporar sin miedo, sin asco y sin impostada superioridad, a personas de diferentes orígenes. Es decisivo, asimismo, que éstas no se enquisten en guetos; los barrios cerrados entorpecen en gran manera la interculturalidad (la cual, a diferencia de la multiculturalidad, no impone un único modo de ser que venga dictado según la procedencia). Hay que poder responder por uno mismo de lo que se hace y se deja de hacer.
En la película No eres mi enemigo (‘The Best of Enemies’), de Robin Bissell, se describe una historia real ocurrida en la pequeña ciudad de Durham (Carolina del Norte), en 1971. Para dirimir las protestas tanto por no dotar de viviendas dignas a la población negra como por el rechazo a la integración en las escuelas, a cargo de activistas del supremacismo blanco, se organizaron unas interesantes y eficaces charrettes (asambleas comunitarias) dirigidas por un mediador oficial. Es de destacar que el terreno abonado para que cale el mensaje segregacionista se halla en el culto irracional de lo indiscutible, porque sí; cobertura de un nosotros excluyente, monolítico, despersonalizado. El escritor neoyorquino James Baldwin, de cuyo nacimiento se cumple ahora un siglo, señaló en La próxima vez el fuego (Capitán Swing) que blancos y negros se habían visto obligados a creer que los negros eran inferiores a los blancos. La dignidad humana por los suelos.
A los jóvenes que entraban en el Ku Kux Klan se les decía que se unían al “imperio invisible de los clanes unidos de América” y que trabajaban por un futuro puro y blanco, libre del peligro del mestizaje. Muchos veían esa militancia como una oportunidad para ser oídos, ser algo y no sentirse solos. Se cuidaban unos de otros, pero odiaban a los otros, a los de afuera; xenofobia y racismo blanqueados. Our Race is Our Nation (nuestra raza es nuestra nación). Un sentido de la propiedad y de la historia que empujan al malestar general y a perder el humor y el tiempo en actividades disparatadas y opresoras.
La percepción de las identidades puede resultar extrañamente voluble. Leo que, en 1930, la imagen general que los estadounidenses tenían de los chinos era de astutos y traicioneros, pero en 1943 los consideraban reservados y educados. En ese mismo período, los japoneses pasaron de ser de artísticos y modernos a astutos y traicioneros. En cuanto a los rusos, su imagen dominante para los estadounidenses era en plena guerra mundial la de valientes y trabajadores. Pocos años después, cuando ya no eran aliados, pasaron a ser vistos como crueles y vanidosos. Y la vida sigue igual.