Cuando a comienzos del siglo XXI Hipatia alcanzó popularidad entre el gran público, no cabe duda de que las secuencias de la película de Alejandro Amenábar, Ágora, (2009), fueron esenciales para fijar en nuestra memoria la figura de una mujer que consagró su vida por entero a la matemática y a la astronomía de una manera apasionada, con una actividad febril y una actitud entusiasta tanto en la búsqueda de la solución como en la demostración de sus hallazgos. Y al mismo tiempo, y quizás para acentuar aún más su vocación científica, se nos presentó como una mera espectadora que asistió con un sorprendente desinterés y cierto desconcierto al violento relevo religioso que tuvo lugar en la Alejandría tardoantigua.
Sin embargo, este retrato de la alejandrina dista mucho de responder a la realidad que las fuentes del periodo nos transmiten. Contamos con indicios, obtenidos esencialmente de las cartas que se intercambiaron sus discípulos más allegados, pero también de fuentes cristianas, que nos permiten describir con ciertas garantías el temperamento de Hipatia: la maestra aparece descrita, más que como científica, sobre todo como filósofa y como maestra en esta disciplina se la recuerda como madre, amiga y benefactora. Podemos vislumbrar en esos retratos el estrecho lazo tejido entre Hipatia y sus estudiantes presidido por la familiaridad y el diálogo, que aparece como el instrumento más eficaz para la transmisión de ideas. Un diálogo que no debe basarse en una relación de superioridad hacia los alumnos y en el que el verdadero filósofo no puede ser ni mostrarse competitivo y en el que, en este caso, la maestra no podía estar celosa ni del progreso de sus alumnos ni del éxito de otros colegas y encontraba tan necesario aprender como enseñar.
Las cualidades que adornaban la conducta de Hipatia guardaban además correlación con los principios filosóficos y el sistema de valores que formaban parte de su magisterio filosófico, pues no hay que olvidar que fue la filosofía y no la ciencia el ámbito que encumbró a Hipatia como una de las grandes protagonistas en la esfera intelectual del Mediterráneo tardoantiguo.
En efecto, Hipatia fue una de las principales representantes del neoplatonismo en su vertiente más popular en la escuela de Alejandría, aquella que hacía de la ciencia la vía más idónea para lograr el propósito último de la reflexión filosófica: conseguir la unión con lo divino. Las matemáticas y la astronomía quedaron convertidas, por lo tanto, en los peldaños propicios para acceder a un conocimiento superior. No obstante, podemos deducir de las cartas de su discípulo, Sinesio de Cirene, que Hipatia no concebía la sabiduría como un esfuerzo exclusivamente teórico y que instruyó a sus alumnos no solo en el conocimiento científico sino también en la perfección ética, precisa para alcanzar el estado de revelación que les permitiría contemplar el Uno, su belleza y bondad supremas. Los alumnos de Hipatia aprendieron que tenían que ser hermosos, perfectos, elevando su espíritu más allá de la perfección corporal, de la belleza material. Debían prescindir de lo ilusorio y secundario del mundo sensible, despreciar el cuerpo humano y la sensualidad y descubrir, en palabras de Sinesio, "una belleza perfecta, nacida de lo que es perfecto, y no truncada".
Es famosa la anécdota en la que, al saber que uno de sus discípulos estaba enamorado de ella, Hipatia cogió un paño que había manchado durante su menstruación y se lo enseñó en público como signo de la suciedad consustancial a la materia. Tras la vergüenza y el estupor iniciales, sucedió la transformación espiritual del estudiante, que, abochornado, advirtió en su propia conducta un dominio de los impulsos animales. Después de este cambio espiritual, el alumno empezó a comportarse según los principios aprendidos de su maestra para alcanzar la virtud de la sofrosine, esto es, la mesura, el dominio de sí mismo: se apartó con repugnancia del mundo de los objetos y practicó la moderación inherente a la vida filosófica. En consecuencia, el único tipo de amor recomendable para no deshonrar el magisterio de Hipatia era, según Sinesio, ese amor que prescindía de la presencia del cuerpo, lejos de esos amores “que van por el suelo que son odios y fugaces, circunscritos tan sólo, y casi tampoco, a la presencia del otro”. La vida filosófica, en definitiva, exigía, según enseñaba la alejandrina, tranquilidad de espíritu y para ello convenía alejarse del exceso de pasiones y dominar los deseos y sentimientos mundanos.
Hipatia predicó con el ejemplo todas y cada una de estas virtudes propias del buen filósofo neoplatónico y manifestó, por ejemplo, su sofrosine en sus relaciones con los representantes de la autoridad estatal, logrando el respeto de los círculos de poder por el dominio de esta virtud. Además, en el ámbito privado, esa sofrosine dejó su reflejo en la práctica de la castidad, la pureza, una de las virtudes más valoradas en el neoplatonismo y que explica su absoluta continencia sexual y su virginidad hasta el final de sus días. En efecto, vivir en armonía con uno mismo exigía del filósofo practicar el ascetismo en la vida cotidiana, mantener la compostura y la decencia en todas las situaciones y esta actitud vital obligaba a prescindir de las cosas de este mundo, en particular de los placeres corporales, pues, según Sinesio, "el mal es más persuasivo cuando guía hacia los placeres". No resulta extraño que, dado su comportamiento, sus propios alumnos calificaran a su maestra de santa y de "la predilecta de la divinidad".
Otros valores indispensables que Hipatia transmitió a sus estudiantes fueron la templanza y la apatía, un estado de ánimo que para nosotros tiene un significado negativo pero que alude a la capacidad de lograr la liberación total de emociones y afectos, la completa indiferencia hacia la realidad temporal.
Volvamos de nuevo la mirada a esa dedicación absoluta de la maestra alejandrina por la ciencia para, una vez conocedores de los principios éticos que movían su magisterio y también su vida privada, despojar de pasión y entusiasmo todas sus iniciativas científicas y reubicarlas en su justa dimensión. Y al igual que actualmente prescindimos de las emociones al evaluar un trabajo científico objetivo, reconozcamos, en las innovaciones astronómicas de Hipatia, un compromiso vital absoluto, indiscutible, pero en coherencia con las virtudes del buen neoplatónico: apático e impasible.