Mariano Antolín Rato: traducción, invención y aporía
El escritor gijonés, un beat a la española, hizo posible gracias a su extensa carrera como traductor la popularización de la literatura norteamericana contracultural en los tiempos de la apertura del sector editorial de España al mundo
El traductor es un soldado, pero sobre su escritorio se convierte en brujo y mago. Mariano Antolín Rato se consagró en ese arte con la traducción inmisericorde de The Making of Americans de Gertrude Stein, una ensalada de letra y concepto sobre la esencia de lo que significa ser americano, a partir de la saga familiar de los Driscoll. Dicen que se lo encargó José Maria Valverde, en sus años de plenitud en el departamento del medievalista Martín de Riquer, el sabio.
Los jóvenes airados de entonces ocupaban cátedras y tomaban calles; y, gracias a las traducciones de Antolín Rato, conocieron a la Generación Beat y a la saga de los Carver, Kerouac, Lorry, Ellis o Burroughs; y también a Douglas Coupland, Ezra Pound, F. Scott Fitzgerald o William Faulkner. Y también leyeron por supuesto a Gertrude Stein, pero no por encargo de Valverde, sino de Félix de Azúa, en su etapa de editor en Barral, porque nadie más se veía con fuerzas para meterse en la jaula de letras, juegos de palabras y oraciones subordinadas del original. Así lo contó el escritor y traductor -del inglés, francés e italiano- en una entrevista de Fran G. Matute, en Jot Down, una completa bitácora de Antolín Rato a falta de unas Memorias que el autor dejó inconclusas.
Antolín Rato, falleció el jueves en Motril, en el cortijo de Las Zorreras, donde disfrutaba de un jardín que enaltecía a diario a base de meditación y ceremonias zen. Su esposa, María Calonje, encontró su cuerpo en su alcoba. Infarto fulminante. Mariano y María, han sido almas gemelas, ligadas ambas a la ironía del relato y plenamente análogas en la aventura del discurso. Antolín Rato, un lector noctámbulo de paladar exquisito, ha dominado el arte del banquete platónico; encauzó su instinto gracias a su voluntad como traductor firmando con el pseudónimo de Martín Lendínez -un alias inventado por Juan Cueto y Gonzalo Suarez- con el que entregó la conocida Breve historia del underground madrileño. Amó la introspección; siguió el rastro de Antonio Escohotado, un maestro que pagó con sus huesos en el psiquiátrico penal; probó largamente la psicodelia; quiso ser el primer beatnik español, pero supo bajarse a tiempo del tren de los opioides para dedicarse a las letras. Abrazó la contracultura sin la alegría de un tiempo feliz porque en “realidad, en el mayo del 68, no había nada que celebrar”.
En su libro No se hable más: Novela sobre traducciones, jardines y otros vicios solitarios, se sumerge en el puente intercultural de los idiomas para acabar descubriendo que un traductor es el que ha empezado sin éxito otros oficios. Ha confesado dos pasiones de lector impenitente: escritores que han sido fundamentales: Alain Robbe-Grillet y James Joyce. Pero su meca frustrada fue el cine; ha sido un excelente guionista que nunca pasó la prueba del rodaje. Le extasió la realidad paralela de John Cassavetes o de Jonas Mekas, figuras del cine experimental norteamericano.
Encontró la disciplina en publicaciones como Los cuadernos del Norte y Papeles de son Armadans -accedió a esta segunda gracias a Fernando Coruguero, la mano derecha de Camilo José Cela con el que colaboró en Enciclopedia del Erotismo- y alcanzó su mejor rendimiento a la sombra de Caballero Bonald, en la editorial Jucar. Se convirtió en el divulgador de la obra de Burroughs en Europa, gracias precisamente a un artículo suyo en el Papeles de Cela. Trabajo estrechamente con Jorge Herralde en Anagrama, como traductor, ideólogo de la ficción o el ensayo y hasta divulgador del sello. Pero acabó litigando sin juicio con la editorial a causa de unos derechos de autor nunca remunerados.
Antes de que él abandonara el viaje, sucumbieron muy pronto otros compañeros de reparto, entre ellos Eduardo Haro Ibars, amigo del alma con el que Antolín compartió la inversión de valores de la conciencia socrática basada en la libertad. Fue precisamente Haro Ibars, a su regreso de Tánger, quien le puso en la pista de Jane y Paul Bowles.
Después de un conjunto de ficciones alimenticias –“ni me acuerdo de algunas de mis novelas”- Antolín entregó ficciones deliciosas, como Silencio tras el telón del sueño, traducciones de gran mérito y ensayos geniales. El resumen de sus 83 años de vida desvela, en esta despedida, que el autor ha perseguido la vocación de los antiguos, la aspiración preceptora de Sileno, un ser puramente natural, anterior a la cultura y a la civilización. Para él, la Revolución, el Mayo y la contracultura han sido un ensayo general del demonismo educador que nos conduce a Nietzsche (“solo se aprende del que se ama”). Su rictus de seriedad ha ocultado miles de sonrisas veladas por el habla y los párpados caídos. Pese a tener en su haber cientos de traducciones, Antolín se ha considerado un experto no en lenguas sino en jergas. El contexto es la biblia del traductor y no vale trasladar a la actualidad lo que se decía en los años cincuenta.
Antolín ha buceado hasta el fondo del concepto. Su logos no es la sintaxis sino la entonación. Mostró su capacidad para trasvasar culturas, ciudades, grandes metrópolis y barrios aparentemente marginales que han sembrado la cultura del último siglo. Ha creado literariamente en busca de la aporía, el mundo perdido.