De todos los títulos posibles con los que suele presentarse a Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) el más sorprendente es el de “gran anfitrión”. El novelista norteamericano, uno de los más finos escritores de su tiempo, una época de transición entre la tradición decimonónica y el modernism anglosajón, que fue sólo una más de todas las variantes del arte moderno, encarnó muchas identidades. Diletante en sus comienzos, triunfador prematuro, dotadísimo novelista para condensar el espíritu de su época y un cuentista que rentabilizó como pocos, si exceptuamos a Hemingway, que hizo su literatura sin prescidir de su mito, que acabaría llevándole a la tumba en la mala hora del suicidio, una pluma asombrosa.
Fitzgerald es un clásico moderno, pero esta condición de monarca de la fiestas y gran artista de la hospitalidad –por supuesto, servida con hielo y en vaso ancho– casa más con su imagen pública que con su intimidad. La prueba es que sus libros, tocados por el don de la liviandad, guardan, entre las risas y la aparente frivolidad, una amargura supelativa. La tristeza, ya se sabe, es el antónimo de la felicidad, pero ambos sentimientos son indisolubles. Todos transitamos entre ambos, y por eso somos capaces de reconocerlos, sin cesura alguna. ¿Acaso existe algo que sea más triste que una fiesta que se alarga en exceso?
La carrera literaria del Fitzgerald está trufada de estas contradicciones. Si prestamos atención a los detalles, parece haber sido sumamente exitosa, pero si levantamos un poco más mirada y la proyectamos a lo largo del tiempo, que en el caso del escritor norteamericano fue relativamente breve, pues murió con menos de 45 años de edad, repararemos, de una vez y para siempre, en cómo la ley de la gravedad gobierna nuestras vidas.
Fitzgerald se convirtió en una celebridad nada más publicar su primera obra –This Side of Paradise (Al otro lado del Paraíso)– y alcanzó su cumbre creativa con The Great Gatsby (El Gran Gatsby)–, pero entre ambos títulos y su refugio como guionista de cine a sueldo, actividades que le dieron muchísimo dinero y reconocimiento, se percibe esa sensación, rauda y falaz, de cómo una vida puede acabar siendo una montaña rusa.
Además de en su narrativa, más en las novelas que en sus colecciones de relatos, Fitzgerald fue dejando constancia de esta mutación en los artículos y los textos que publicaba en las revistas, algunas de las más prestigiosas de su época, como Esquire o The Saturday Evening Post, donde testimonia parte de sus experiencias personales, desde los felices y despreocupados comienzos hasta el amargo final, previo a su deceso.
Juan Ignacio Guijarro, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Sevilla, ha seleccionado algo más una veintena de estos artículos para la colección de clásicos universales de la editorial Cátedra, con una pertinente traducción de José de María Romero Barea. El trabajo de ambos es lo que alumbra Ecos de la Era del Jazz y otros ensayos, un volumen lateral en la producción literaria de Fitzgerald pero que permite hacernos una idea de cómo se veía a sí mismo el escritor norteamericano.
Más que un libro de testimonios, se trata de una obra de representación y también de un ejercicio de indagación biográfica. La selección de Guijarro, que incluye cuatro artículos que permanecían inéditos en español, y que de momento no tiene un equivalente en inglés, cuya industria editorial siempre juzgó estos textos como secundarios dentro de la obra del autor de Suave es la noche, es una buena muestra de la estrategia de Fitzgerald para llamar la atención desde primera hora sobre su persona.
Lo evidencia, por poner un ejemplo, que el volumen comience con una autoentrevista –el escritor se pregunta a sí mismo y se contesta– para la promoción de su novela de debut. Una táctica en la que debió influir su breve experiencia como empleado de una agencia de publicidad. Era consciente en los años 20, igual que ahora, qur lo importante no es solo escribir bien, sino destacar ante los lectores y atraer a las editoriales.
Fitzgerald cuenta en estos ensayos, que no son literatura de ideas, sino estampas autobiográficas que no responden necesariamente a la realidad de los hechos, sino a cómo creía el escritor norteamericano que debieron de haber sucedido las cosas, una versión concreta de entre todas las posibles de su vida. Por supuesto, se trata de piezas elegantísimas y, especialmente las firmadas en sus comienzos como escritor profesional, construidas con ese estilo, lírico y encantadoramente despreocupado, con el que demostró que se puede escribir muy bien sin que se note toda la complejidad que requiere ser preciso y sugerente. Natural y elevado.
Estos ensayos tocan los mismos temas de su narrativa, como la búsqueda del reconocimiento social o el poder moralmente corruptor del dinero. Lo hacen con el código característico de los felices años veinte, una década de excesos que condujeron a inevitables y colosales desengaños. Pueden leerse por tanto como unas memorias fingidas, donde palpitan algunas carencias sentimentales, como sucede en las relaciones del escritor con su dos progenitores, y gestos de soberbia –se percibe en las crónicas de sus viajes por Europa, especialmente por Francia e Italia, no así en sus visitas a Inglaterra– que contrastan con los años crepusculares del escritor, a partir de mediados de la década de los treinta, contaminados por los desgarros y las autoenmiendas, un tiempo extrañoo paralelo al derrumbe cultural causado por el crack de Wall Street de 1929.
Mientras el capitalismo entraba en una crisis global que no tuvo una réplica semejante hasta el estallido (financiero) de la burbuja inmobiliaria de 2008, Fitzgerald y su esposa (Zelda) entraban en una sima emocional de la que se deja constancia en la serie The Crack-Up (El derrumbe), editada de forma póstuma por Edmund Wilson. Guijarro, que enmarca cada una de las piezas seleccionadas dentro de la biografía de Fitzgerald, establece un juego de vasos comunicantes entre estos ensayos, sus novelas y sus relatos, de forma que podamos entender, con una perspectiva más amplia, cómo el escritor norteamericano modelaba un idéntico material, inspirado en sus experiencias más que en la fabulación.
Fitzgerald, a su manera, que no es la previsible ni tampoco la más habitual, siempre fue un escritor realista, capaz de usar su talento como estilista para convertir en universales sus vivencias particulares. En esta colección de ensayos demuestra sus cualidades para ejercer como el rey de la fiesta, siendo el primero de los invitados y el último en marcharse, una vez que las fanfarrias se han quedado sin público al que asombrar y las luces del éxito –social o personal– se apagan de repente. En su caso, en Hollywood. Casi se podría decir del Fitzgerald de estos ensayos lo mismo que Jaime Gil de Biedma escribió sobre nuestro país: “De todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España, / porque termina mal”.