La tradición literaria, reducida a su última esencia, no es más que una larga conversación entre los vivos y los muertos. Un diálogo que no termina jamás, pues a quienes tenemos la suerte de respirar nos sucederán, nos guste o nos disguste (¡nada es para siempre, muchachos!), aquellos que ahora ni siquiera han nacido. De ahí que quienes pretendan mantenerse al margen de esta cadena infalible hagan –al menos en literatura– el ridículo, igual que los ilusos que creen poder anular los condicionantes biológicos: somos un cuerpo gobernado por un cerebro. Cuando el segundo falla, el primero se torna inservible y, en ese momento, estamos muertos, aunque nuestros órganos sigan activos sin nuestro permiso.
De este rito de discutir con los difuntos, como dijera Quevedo en un verso memorable, existen muchos métodos contrapuestos. Hay quien aborda la conversación de forma directa, como quien insulta a un dios menor ante una calamidad, y otros que prefieren una aproximación lateral. Lo mismo sucede con las buenas biografías, que no se limitan únicamente a la relación documentada de una vida, o a una mera sucesión de peripecias. Exigen establecer un sentido. Hacer un retrato irrepetible del personaje.
Ambas cosas se apoyan en la suposición de que lo que se cuenta son hechos ciertos y referenciales, aunque no siempre se cumpla esta máxima. Cualquier relato, por verdadero que nos parezca, es una ficción subjetiva. Más en el caso de unas memorias. E infinitamente si se trata de una colección de testimonios ajenos, donde quien miente, se embellece o denigra ya no es el protagonista. Son los personajes secundarios.
Georges Plimpton (1927-2003), sin duda, era uno de los maestros del arte de narrar las vidas ajenas. El periodista norteamericano, todo un patricio neoyorkino, fue uno de los fundadores y editores de The Paris Review, una de las revistas de literatura estadounidense históricas, famosa por sus interminables y sustanciosas entrevistas a fondo con los grandes autores del siglo XX.
Sólo por esto ya merecía haber pasado a la historia. Pero hizo muchas otras cosas, entre ellas escribir crónicas deportivas y practicar lo que él denominó el periodismo participativo, que venía a ser una especie de juego sinfónico abierto donde, igual que una orquesta, interpretaba piezas en las que los instrumentos se suceden, se relevan y se contradicen, hasta hacer surgir un muro de sonido particular.
El periodismo de Plimpton tenía algo del Gonzo Journalism de Hunter S.Thomson –también se subió a un ring de boxeo, se convirtió en hombre bala e hizo de trapecista de circo para documentar sus artículos– pero con un toque más divino, como correspondía a un verdadero Mr. Radical Chic, como le apodaban. Poseía una praxis depurada, toda una poética del oficio: contar desde dentro pero hacia fuera. Entrevistaba, escuchaba, registraba, documentaba –al contrario que Capote, que reproducía las conversaciones de memoria y no usaba grabadora ni bloc de notas– y, al ponerse a escribir, prefería ocultarse detrás de sus personajes y de una trabajadísima ambientación. Lo suyo era la composición retórica.
Dentro de su legado periodístico –existe una antología en español con sus crónicas: El hombre que estuvo allí (Contra)– constan tres grandes biografías: la que le dedicó a Robert Kennedy; Edie, sobre la vida de Edith M. Sedgwick, la pobre niña rica que fue musa (efímera) de la Factory de Andy Warhol, y el libro que dedicó a contar la vida, milagros, secretos y miserias de Truman Capote. En las tres aplicó el mismo programa de trabajo: dar la voz directamente a los testigos –fueran amigos o enemigos, íntimos o saludados, discretos o lenguaraces– que conocieron y convivieron con cada uno de sus biografiados.
Sus biografías son, por tanto, retratos corales. Sitúan al protagonista dentro de un agujero negro en mitad del espacio, alrededor del cual se extienden, con formas divergentes, todo un universo de galaxias parlantes, con brillos divergentes y sometidas a distintos grados de gravedad.
Libros del Kultrum, el sello que dirige Julián Viñuales, acaba de publicar en español la vida de Capote que George Plimpton publicó (en inglés) con Doubleday en 1997, y que es la fuente principal de la película The Capote Tapes. Una obra fascinante que es muy anterior, e indudablemente mejor y más rica, que los abundantes biopics cinematográficos que se han hecho del personaje. Suele pasar: existen buenas películas basadas o inspiradas en buenos (y malos) libros, pero ninguna de ellas, incluso las maravillosas, alcanza la capacidad y riqueza de sugerencia que tienen libros como el de Plimpton, que se nos presenta ahora con una excelente traducción de José C. Vales y un prólogo del periodista Víctor Fernández que, como el cronista norteamericano, también es “un coleccionista de experiencias”.
Las vivencias son, de hecho, el material de este gran retrato hecho de fractales, cuya dimensión únicamente se desvela al final del proceso de desciframiento que propone la arquitectura literaria diseñada por Plimpton, que aparece como una voz más, igual que la del propio escritor norteamericano. Más que la vida de un hombre dotado de un talento especial y, sin embargo, obsesionado con el reconocimiento ajeno, la fama, el glamour y el dinero, lo que Plimpton consigue en este libro es tejer un inmenso tapiz en el que cada hilo sostiene una parte de la cordada.
La edición de Libros del Kultrum es integral y sin censuras, lo que nos ahorra el bochorno de otras versiones, como la francesa, que prescindían de los detalles más escabrosos del gran camaleón que fue Capote, que no sale especialmente bien parado de este foco múltiple, aunque en sus peripecias palpitase, o al menos ésta es la sensación que se tiene después de leer el libro, un hondo sustrato de amargura e insatisfacción que un psiquiatra vincularía, sin dudar, al temprano abandono (relativo) de sus padres, a la extraña relación con su madre, que hubiera matad por la fama de su hijo, y a los hábitos y costumbres del Sur de Estados Unidos.
Plimpton, con un notable trabajo de campo, penetra en los intersticios en los que no quiso entrar, o toca de soslayo, la biografía (oficial) de Gerald Clarke, escrita a finales de los ochenta, cuatro años después de su muerte. Clarke, que también editó su correspondencia –Un placer fugaz–, relata la vida de un hombre. Plimpton, en cambio, registra la huella que esa misma existencia dejó en los demás, lo que otorga una doble condición a Capote. Por un lado: el magnífico narrador, nada obsesionado con la exactitud, que aquí se convierte en el sujeto narrado o, en el mejor de los casos, en una voz más dentro del gran coro. Por otro: el bufón de la corte de Camelot.
Plimpton recoge más de un centenar de testimonios y, de forma artesanal, en función de cuál era el discurso de los actores de la vida de Capote, entre ellos su pareja (Jack Dunphy), los ordena con un criterio cronológico para articular una novela de iniciación, cumbre y decadencia. El viaje es fascinante. Hace emerger de un lienzo en blanco un boceto que, de forma paulatina, poco a poco va aclarándose y fijándose para, acto seguido deshacerse a medida que pasa el tiempo.
Primero conocemos al niño consentido –siempre vestido de limpio– que decidió, sin dudar, que iba a ser escritor. Después sabemos del estudiante que renuncia a ir a la universidad –“es una pérdida de tiempo”– y entra, como chico de los recados, en la redacción de la revista The New Yorker, donde no tardaría en hacerse notar por su pelo rubio y la capa de ópera que gastaba. Así, un acto tras otro, lo que se pone en escena –Plimpton da la impresión de haber querido hacer una representación grotesca de Capote, más que una narración de su vida– es el ascenso (no exento de amargura) de un artista fascinado por proyectar una imagen impostada de sí mismo.
En cierto sentido, cabe trazar un paralelismo entre Capote y Warhol, ambos homosexuales, los dos artistas, con la diferencia de que todo lo que el primero tenía de pagano el segundo lo canalizaba a través de la religión, y los silencios (calculados) del maestro del Pop Art eran verborrea en el caso del escritor. Les unía también su obsesión por el dinero, la voluntad de formar parte de la jet-set, aunque fuera en la condición nada honorable de caniches de lujo, y la frivolidad maliciosa y calculadora, así como la determinación de servirse de los demás para cumplir con sus deseos. Nada demasiado extraordinario: así es la eterna condición humana.
Los parlamentos seleccionados por Plimpton contienen un sinfín de anécdotas y digresiones. En ellos aparecen personajes muy célebres y seres, más que anónimos, porque a todos se les cita por su nombre, algo menos conocidos. La galería permite trazar perspectivas múltiples y describir al personaje desde distintos ángulos hasta dar forma a un inmenso retablo carnal.
Está el Truman de la intimidad, el Capote de las grandes fiestas, el ilustre cocainómano, la tierna loca, el estilista disciplinado, el genio vulgar, el escritor que dejó sin terminar la famosa Plegarias atendidas, donde escupe a quienes decía adorar, el personal shopper de las millonarias, el finado al que en su último adiós despide un coro de borrachos viciosos de la Quinta Avenida, el genio maniático –“No viajo nunca en avión si suben dos monjas”–, el egocéntrico que despreciaba a sus víctimas, el mentiroso encantador, el fenicio guionista de Hollywood, el suicida vocacional, el noctívago de los oscuros reservados de Studio 54.
El hombre que anhelaba ser el Marcel Proust que no tuvo Norteamérica. Plimpton logra convertir esta biografía en una gran fiesta mundana llena de cháchara, veneno y trivialidad trágica. Disfruten ustedes del freak show. But take it easy!