Josep Pla escribió en algún sitio que, en el fondo, todos somos animales climáticos. Individuos solares y seres ambientales sometidos, además de a la diosa Fortuna, a los caprichos e isobaras de la meteorología. En el caso del novelista Josep Conrad (1857-1924) el pronóstico más habitual es el siguiente: cielos nublados u oscuros, humedad subtropical unas veces y lluvia pretérita otras. Vientos violentos y cambiantes. Olor a brea y sogas. Cuerdas con nudos como tumores. Insularidad y marinería.
No está nada mal para un escritor polaco –nacido en Ucrania– y sometido en su adolescencia y primera juventud, hasta que decidiera nacionalizarse británico, a la cruel disciplina del zarismo ruso. Conrad fue un hombre de muchísimos cielos, bastantes infiernos y vecino permanente de paisajes nómadas. Si encarnó mejor que nadie la figura clásica del escritor aventurero fue porque, en su caso, las letras acabaron siendo el desenlace natural de una infancia lectora (Dickens, sobre todo) y una madurez llena de peripecias, con las desgracias y la sabiduría que implica este devenir.
La historiadora norteamericana Maya Jasanoff, profesora en Harvard y experta en la historia del Imperio Británico, acaba de publicar en Debate, el sello referencial del ensayo político y cultural en español, una biografía (narrativa) sobre el autor de El espejo del mar que abunda en sus lances marineros, íntimos y artísticos hasta dar forma imperfecta –y por tanto verosímil– al perfil del mito. El libro huye de la literatura académica y es consecuencia de una obsesión: Jasanoff declara que son muchas las cosas que le separan de la mentalidad del escritor polaco, pero, justo por esto, huyendo de la inquietante cámara de eco, no ha podido resistirse a la fascinación que sus novelas –especialmente El agente secreto, Lord Jim, Nostromo y El corazón de las tinieblas– han provocado en su vida.
La guardia del alba, que así se titula esta biografía, relatada como si sucediera en este instante, incluyendo descripciones y un cierto suspense, sólidamente documentada, es un libro ideal para introducirse por primera vez en el frondoso universo de Conrad. Está escrito con dedicación y un entusiasmo casi contagioso. En su contra sólo podemos señalar un cierto integrismo expresivo –esa epidemia mental, tan habitual en las universidades norteamericanas– que perfectamente podía haberse matizado en la traducción, encomendada a María Serrano y Francesc Pedrosa.
Nos explicamos: cada vez que en un libro se recurre al anglicismo resiliente –resistente expresa lo mismo y mejor en castellano– toda la fascinación retórica añadida a una historia, que en este ensayo es notable, se viene súbitamente abajo por la falta de naturalidad. También nos parece cuestionable –aunque la autora insista en esta costumbre– de replicar in extenso la trama de las novelas de Conrad, una práctica que, sin duda, pretende ponerle las cosas fáciles al lector (sin preguntarle), pero distrae de lo más valioso que tiene esta obra: el viaje al fondo de la biografía de Conrad (incluyendo esos años capitales en los que todavía sólo era Konrad).
Salvados ambos reparos, lo cierto es que el libro de Jasanoff tiene un enfoque atractivo: sitúa al personaje dentro de sus circunstancias personales e históricas (camufladas en sus novelas) y las vincula con nuestra época, como si el tránsito entre finales del XIX y principios del siglo XX fuera un preludio de nuestro presente.
“Las memorias” –escribe con acierto la historiadora– “permiten a la gente transformarse en personajes que otras personas (cuando no ellos mismos) aceptan”. Es verdad. Por eso no puede –ni debe– sustituirse la fidelidad estricta a los hechos, o lo que muestran los documentos, por el magma de recuerdos que uno, u otros en nombre de quienes ya no están con nosotros, usan para embellecerse o favorecer intereses no precisamente nobles. Jasanoff menciona esta cuestión porque encuentra una disonancia entre la versión literaria de su vida que el escritor polaco vertió en sus novelas, o en Cronica personal, sus memorias oficiales, y los testimonios de sus contemporáneos, conocidos y saludados.
Tal disonancia, sin embargo, no debería ser motivo de asombro: cuando un escritor, o cualquier otro personaje público, hace esto es porque sabe con seguridad que el tiempo irá diluyendo el peso de los segundos –que serán inevitablemente olvidados– para que sean los primeros los que prevalezcan. Las biografías oficiales se imponen por falta de competencia, rivales y versiones alternativas de lo que en realidad sucedió, que son más difíciles de reconstruir y armar según pasan los años.
Conrad, en efecto, no menciona algunos sucesos capitales de su biografía que Jasanoff sí recoge: su condición huidiza, que contrasta con el nacionalismo militante de sus progenitores, o el misterioso intento de suicidio en Marsella (tras arruinarse por una inversión calamitosa a la que siguió una noche en el casino). Lo fascinante no son dichos silencios, sino cómo son enunciados indirectamente y pasan a formar parte del material literario con el que el escritor concibe a sus criaturas narrativas, escindidas –lo mismo que el propio autor– entre el idealismo y el pragmatismo.
La historiadora norteamericana, que reconstruye con solvencia este mundo perdido, mucho más global de lo que se cree, encuentra la semilla del fatalismo conradiano en el fondo de su biografía. Lo sitúa en la represión sobre los polacos del absolutismo ruso (un hecho que marcó su infancia), en su decisión de hacerse marino mercante (para escapar de Cracovia y de la tutela de su tío), en el descubrimiento del mar como destino (los años franceses) o en el traslado a Londres, convertida en la gran Babilonia decimonónica del dinero y las transacciones comerciales –las instituciones artísticas preferían seguir en París– y donde (viajes al margen) acabaría encontrando muchas otras cosas: el anonimato, la libertad, un hogar y un idioma (de adopción tardía) gracias al cual se convertiría en novelista.
Jasanoff va visitando en cada capítulo las distintas estaciones de este viacrucis. Hay viajes, quimeras y desengaños. Hasta llegar al mítico descenso del río Congo, donde germina todo el conocimiento y el espanto sobre la verdadera condición humana adquiridos durante tantos años de vida errabunda. Una gramática parda que se condensa en ese momento en el que sus personajes deben decidir, por supuesto en soledad, si se enfrentan a la desgracia o se rinden (como hizo su progenitor tras una vida consagrada a la defensa de la identidad polaca) ante ella.
“Su ficción” –explica Jasanoff– “suele ordenarse en torno a los momentos críticos en los que puedes o bien engañar al destino o bien sellarlo para siempre. Puedes quedarte a bordo de un barco que se hunde o saltar a un bote salvavidas. Puedes herir a alguien con la verdad o consolarlo con una mentira. Puedes proteger un tesoro o robarlo. Puedes hacer estallar algo o delatar a los conspiradores. Puedes pasarte la vida en el lugar donde te criaste o podrías irte y no volver más”. El nudo de la literatura de Conrad radica en esta libertad individual y en el hecho (maduro) de aceptar (sin lamentos) las consecuencias que implica su ejercicio.
Quizás por eso el escritor eligió Inglaterra como pabellón de reposo y no dejó de viajar mientras pudo hacerlo. Sus libros no son arqueología gracias a este espíritu. Los paisajes, las geografías y las atmósferas son meros escenarios donde se formulan interrogantes existenciales. Si su literatura nos sigue diciendo algo trascendente en nuestro presente, muchos años después de haber sido escrita, como explica La guardia del alba, no es por su condición profética. Es porque desde lo concreto sabe conquistar lo universal. Esa extrañeza de sentirse un extranjero perpetuo.