“He aquí el animal que no existe”. Los lectores veteranos de Álvaro Pombo podemos intuir que en el discurso de recepción del Premio Cervantes que el escritor pronunciará el año que viene en Alcalá de Henares, aparecerá en algún momento este verso de Rilke, perteneciente a uno de sus Sonetos a Orfeo –el cuarto de la segunda parte–, el mismo que ya comentó con detalle en su inolvidable discurso de ingreso en la RAE. Podría decirse, sin temor a exagerar, que toda la poética de Pombo, un caso único de gran poeta, extraordinario novelista y filósofo latente, se contiene en esa imagen del unicornio rilkeano al que la imaginación abre un espacio claro y exento (ausgespart) que le permite existir gracias al amor de la doncella frente al espejo.
Toda la obra de Pombo, desde sus iniciales Relatos sobre la falta de sustancia (1977) y los primeros poemas de Protocolos (1973) y Variaciones (1977) hasta una de sus obras maestras como La cuadratura del círculo (1999) o ahora el goteo de su estilo tardío en novelas como la última que acaba de publicar, El exclaustrado (2024), o ese ensayo luminoso e incomparable como es La ficción suprema. Un asalto a la idea de Dios (2022), explora, en distintos ámbitos, el mismo fenómeno de la existencia representada en su potencialidad, una facultad de la imaginación que logra atravesar los límites de la realidad empírica y factual para sondear una múltiple verdad irreal más allá de la verosimilitud.
Aunque Pombo no es un novelista filosófico, puesto que en su genealogía literaria desciende sobre todo de la tradición anglosajona –de Henry James a Iris Murdoch–, casi siempre partidaria del relato y el argumento –el page turning–, la filosofía ha sido para él una disciplina paralela muy importante, como lo fue para Murdoch. Bachelor of Arts por el Birbeck College de Londres, donde fue alumno de Roger Scruton, Pombo es dueño de un conocimiento muy particularizado tanto de la escolástica medieval como de la filosofía moderna, con especial gusto por Husserl, Heidegger y Sartre. Su concepción del arte novelístico, de hecho, debe mucho a la fenomenología, que privilegia la ficción como forma insustituible de conocimiento.
Por otra parte, Pombo es uno de los escasísimos novelistas españoles que se ha tomado en serio la filosofía de nuestro país, especialmente la discusión, digamos, que va de Unamuno a Ortega, Zambrano y Zubiri. A menudo, en el trasfondo de sus novelas, vibran las mismas preguntas existenciales del cristianismo rebelde que despierta en Kierkegaard y que desemboca en Unamuno y Heidegger, con su énfasis en la muerte, y al que Ortega opuso su particular afirmación vitalista, “la alegría alciónica del pensamiento”.
La condición, siempre abierta, de católico homosexual de Pombo, muy crítico tanto con la Iglesia como con lo que a su juicio constituye la actual banalización del exhibicionismo gay (“es hora de volver a entrar en el armario”, ha llegado a decir con su característico sentido del humor), le ha hecho muy sensible tanto a los problemas teológicos como a las cuestiones morales de las relaciones familiares y amorosas. De ahí que su particular agonía del cristianismo se entrevere a menudo con los retos propios de la moral emancipada de la religión y el consecuente problema del bien en el mundo secular.
Fue Ignacio Echevarría (¿qué hubiera hecho nuestra generación sin su ambición crítica?) uno de los primeros en situar con justicia la obra de Pombo en el nuevo panorama narrativo de la democracia, resaltando su singularidad y su excentricidad dentro de una literatura que, después de los desafíos de la generación del 50, había quedado un tanto aletargada por la fiesta de la claudicación. El gusto por las historias de posguerra ambientadas en su Santander natal, con especial talento para el dibujo de los personajes femeninos y un oído infalible para el diálogo y la caracterización de las voces, podría haber decantado la interpretación de Pombo hacia una simplificación costumbrista o vagamente realista.
Pero novelas como El héroe de las mansardas de Mansard (1983) –que Esther Tusquets, por cierto, con su característica generosidad, le recomendó enviar al recién creado Premio Herralde–, El metro de platino iridiado (1990) o Donde las mujeres (1996), demostraron que el patrón tradicional no solo no se había agotado, sino que constituía una forma de representación que podía ofrecer mucha más complejidad, mordiente y por supuesto diversión que los experimentos formales más agresivos. En su universo novelístico, Pombo ha logrado crear un gran escenario poliédrico en el que se han dramatizado buena parte de los problemas morales e históricos de la sociedad española del siglo XX, desde la guerra civil y el franquismo hasta la búsqueda de la autenticidad en las relaciones homosexuales –El cielo raso (2001), Contra natura (2005)– e incluso la pervivencia de la santidad y la gracia en el mundo moderno.
En el año 1999, Pombo dio un inesperado giro en su mundo imaginativo con la publicación de una novela histórica, La cuadratura del círculo, una obra de una desbordante ambición intelectual y teológica. En ella, Pombo demostró qué puede hacer la literatura por la historia sin intentar desplazarla. Como él mismo dijo en un curso de verano de la Universidad Complutense sobre el género, impartido en aquella época, la novela histórica requiere un autor que sepa interpretar la realidad a través de la irrealidad, que ilumine "lo dado, lo presente y lo pasado mediante lo no dado, lo ausente y lo futuro". Cuando todo esto concurre, la novela histórica no es un entretenimiento con decorados de cartón piedra, sino "una bomba de efecto retardado" que ayuda a comprender el significado del mundo sin intentar resolver nada espuriamente. Ahí vuelve a resonar el influjo de Husserl.
Y eso es lo que consiguió con esa historia ambientada en el siglo XII, durante la segunda cruzada y a través de la figura de Bernardo de Claraval, de alguna manera antitética a la de San Francisco de Asís, sobre quien Pombo había publicado años antes una edificante biografía. Si San Francisco fue un místico que predicó una nueva vía negativa dentro del cristianismo, mediante una reinserción en la naturaleza, Claraval fue el monje que extendió la orden del Císter por toda Europa y uno de los principales adalides de la desastrosa segunda cruzada contra el islam, epítome de los estragos que causan todos los fundamentalismos, la imposible cuadratura del círculo una y otra vez ensangrentada a lo largo de la historia.
Urdir con estos mimbres una novela trepidante, divertida, page turning, trufada de discusiones teológicas, herejías, poderosísimas meditaciones sobre el amor –aparecen incluso Abelardo y Eloísa–, la guerra o la vejez y que además constituye una quest espiritual encarnada por el personaje principal, Acardo, metáfora del peregrinaje del alma, es algo que no se explica solo por una cuestión de pericia o de magisterio. Pombo experimentó ahí el raro don, concedido a muy pocos, de superar los límites de su propio talento y hacer algo que ni él mismo sabría explicar. Como decía Rilke, el arte nace de “un puro centro anónimo.” Y eso es lo que uno admira en una novela como La cuadratura del círculo, escrita como en estado de gracia.
Los grandes poetas raramente son buenos novelistas, y viceversa. La especial disposición, tanto lingüística como aprehensiva, que requieren uno y otro género suele hacer incompatible la doble práctica sin que la balanza se incline sospechosamente de un lado. Pero también en eso Pombo es una excepción. Su poesía, eclipsada por su obra narrativa, ha transcurrido por cauces extraños a las inercias dominantes en la lírica española y aun europea de la segunda mitad del siglo XX. Mario Crespo le ha dedicado una monografía, Existir innumerable (2021), que merece destacarse en medio del páramo crítico. El corpus reunido, sobre todo, en Protocolos (Lumen, 2004) desafía las convenciones prosódicas e imaginativas que han determinado la poesía moderna desde el Romanticismo. En sus poemas, la subjetividad está como elidida, supeditada siempre al canto y a la alabanza, que a su vez se oponen a la negatividad imperante de la modernidad.
Su especial afirmación es de raíz rilkeana, con resabios también de T. S. Eliot, Gerald Manley Hopkins, César Vallejo o Wallace Stevens, pero a diferencia del autor de las Elegías de Duino, Pombo es un poeta capaz de integrar la declaración más trascendente con la ironía y el sentido del humor descacharrante. En ese gran poema largo que es Protocolos para la rehabilitación del firmamento (1992), de dicción a ratos bíblica, enumerativa, con largos versos que su autor nunca ha permitido que se rompan tipográficamente en la mise en page, para enfatizar la unidad de respiración, Pombo actúa como notario de una extinta vida contemplativa que sin embargo insiste en sobrevivir entre los restos de la experiencia secularizada, devolviéndole al poeta la capacidad de levantar la vista a un cielo que Baudelaire había declarado vacío, cegado por las luces de la ciudad.
Como ha contado tantas veces él mismo, Pombo escribe al dictado, algo que confiere a su prosa una vivacidad y una naturalidad prosódica que la emparentan con sus versos, engastada la escritura en su voz de un modo inmediatamente reconocible para cualquiera que haya tenido el privilegio de compartir su conversación o atender las espectaculares declamaciones de sus recitales. Su estilo, en ese sentido, es uno de los más ricos, dúctiles, inventivos, pensantes –al modo de Ortega– que ha dado la moderna literatura española, capaz de pasar del apunte lírico, la gamberrada o la descripción exacta de un personaje a la especulación filosófica más arriesgada. En los últimos tiempos, además, la preocupación por el problema de Dios en el mundo moderno, de raíz poética, se ha ido abriendo paso en sus últimas novelas –así como en su ensayo La ficción suprema– con especial insistencia, como si la cuestión fenomenológica acerca del enigma de la representación hubiera desembocado en la gran pregunta acerca de Dios como la invención más alta, irreal e inexistente, pero creada, al igual que el unicornio frente al espejo de la doncella, hijos ambos de ese mismo espacio claro y exento abierto por la imaginación.
No hay que olvidar, por último, en la consideración de la figura de Álvaro Pombo, su coraje cívico a la hora de participar en intentos de renovación política (¡qué pena no haberle podido escuchar en el senado!), defendiendo con determinación y humor los fundamentos de la modernidad democrática, vapuleados y denigrados por una izquierda desnortada que sigue rindiendo una incomprensible pleitesía a los nacionalismos, y desatendidos y banalizados por la pereza mental de una derecha cada vez más grosera. Su sentido de la acción, en una acepción tanto cristiana como arendtiana, tiene mucho que ver también con la búsqueda de un Reino de este mundo. La concesión de este Cervantes no ha podido ser por tanto más justa, feliz y reparadora. “¿A qué viene este inmenso trino de las alondras que retumba en las bóvedas craneanas del mundo?”