“El mito es una forma enterrada hace milenios, abrasada luego por la leyenda y revertida finalmente en la moral. A nosotros solo nos es dado ver los vestigia dei que obran en los resquicios, sin apenas fuerza para nombrarlos.” En esta reflexión parece anidar el ánimo que guía a José Antonio Martínez Climent en su nuevo libro, El ángel del manzano. Cartas a Félix de Azúa (KRK), continuación de la serie Liturgia de los días que se inició el año pasado con Breviario de Castilla. A diferencia de lo que ocurría en este, aquí el destinatario está definido, aunque poco importe su identidad, pues Azúa apenas asoma en estas páginas y se limita a fungir de máscara receptora, al modo de Lucilo en las epístolas morales de Séneca.
Y es que hay algo de exiliado estoico en el personaje que habla en estas cartas, apartado del mundo y a la vez emboscado en él. Como ya sabíamos por la anterior entrega, el narrador es alguien que vive en Castilla pero que nació en Valencia, postrado por alguna dificultad motriz y que desde la calma de su retiro rural recuerda episodios de su vida como “ecólogo amateur”, cuando estudiaba rapaces en tierras nórdicas. Su crítica a la actual religión ecológica es uno de los muchos puntos elegidos para la observación de una humanidad que, desconociéndose a sí misma, se vuelve al espejismo de la naturaleza como última forma de autocompasión e indulgencia. Pero esta vez hay más retazos de su pasado, no solo sobre sus tribulaciones como ornitólogo, sino incluso como payaso ocasional en un circo. Asoman también detalles de su experiencia sentimental y familiar, llenos de una intensidad alusiva que no va dirigida a nosotros, como pedía T. S. Eliot para la poesía.
Pero lo más admirable del libro es la capacidad del autor para ir trenzando –con una prosa de nuevo vigorosa, suculenta, llena de objetos y dúctil tanto en el concepto como en la descripción– lo íntimo y anecdótico con una severa indagación de las flaquezas, trampas e imposturas que definen la existencia moderna. La imaginación de Martínez Climent se protege de la industria democrática –del turismo como de la corrección política, de la pornografía emocional lo mismo que de la domesticación lingüística– mediante un constante memento de la dimensión mítica de la conciencia humana. No es casual que vuelvan a aparecer referencias a Heidegger –hay que saber habitar antes de construir–, Jünger –el emboscado–, Mircea Eliade –el sondeador de tama–, Juan Benet –tan buen lector de este último, sobre todo en Un viaje de invierno– o Joseph Campbell –quien más hizo, después de Frazer, por entender la mitología universal.
Los libros de Climent ayudan a entender, entre otras muchas cosas, el punto muerto al que ha llegado la imaginación moderna tras siglos de acoso empírico y racional. El extraordinario desarrollo tecnológico y científico que estamos viviendo desde hace siglos ha terminado por arrinconar la mente humana en una idea de la realidad cuya complejidad carece de una representación asumible por todos. La ciencia promete el cumplimiento de utopías, a la vez apocalípticas y redentoras –desde cataclismos climáticos hasta inmortalidades biónicas, incompatibles entre sí–, pero sin que la literatura, las artes o el pensamiento sean capaces de ofrecer una crítica ambiciosa y solvente a ese horizonte. La controvertida afirmación de Heidegger de que “la ciencia no piensa” parece más certera que nunca. Como el propio filósofo se apresuraba a aclarar, esa idea no supone ningún reproche ni ningún desprecio. Solo advierte que la ciencia, en cuanto tal, no puede decir qué es ella misma ni qué hace. Eso pertenece al orden del pensamiento, entendido como una disciplina irreconciliable con la práctica.
Quizá también haya contribuido a ello el hecho de que la realidad ha quedado en manos de lo que vagamente se entiende por realismo y que en el fondo no quiere decir nada. La imaginación occidental ha ido renunciando, desde el siglo XVIII a esta parte, a formas de representación –la épica, la tragedia, la lírica, la teología– que poco a poco se subsumieron en la novela, género que ha terminado conformándose con la expresión ingenua de una subjetividad cada vez más pueril. La llamada autoficción, así como el true crime, son los últimos indicios de una realidad moral y social en ruinas, el cebo que la imaginación se pone a sí misma para seguir sobreviviendo en la inopia. Si la realidad cotidiana y vecinal fue, de Cervantes en adelante, una conquista porque se trataba de un reino inexplorado, desde finales del XIX y principios del XX, con Henry James, luego Joyce, Proust, Kafka o Musil, la literatura empezó a buscar caminos para huir de esos límites, denunciando hasta qué punto lo humano se estaba quedando sin una representación acorde con su visión cosmológica.
Leído desde esa perspectiva, El ángel del manzano ejemplifica una manera de abordar la realidad que nada tiene que ver con el diario o la crónica al uso. El narrador nos cuenta su día a día, habla de su pasado, recibe a amigos en su casa, cocina, observa aves y cuida a su perro cazador, pero por detrás de esa ilusión de cotidianidad late el fulgor de una olvidada existencia metafórica. Pensando en un futuro cataclismo estelar, dice por ejemplo:
“Cuando esto ocurra, ¿habremos de sacrificar a un esclavo, como hicieran los bagobos de Mindanao, para que se recomponga la noble figura? ¿Qué arquetipo conformará la nueva disposición estelar? ¿Se acogerán esos pueblos del futuro a la protección del dios occiso o mermado o, simplemente, decenas de millones de personas contemplarán la supernova con el mismo e inane espíritu del turista de hoy? ¿Acaso el hombre, si llega a ver el prodigio, habrá perdido ya toda capacidad de analogía? El verbo ser, ¿constará en el diccionario como algo más que puro dato biológico? Mircea Eliade, seguramente avisado de tales peligros, nos recuerda que 'pueblo' es la forma prevista por la Naturaleza para componer arquetipos”
En sus conferencias, Joseph Campbell se sorprendía –hablamos de los años setenta y ochenta del siglo pasado– de que el mundo se dividiera entre fieles que creían en los mitos religiosos como hechos y ateos que los juzgaban mentiras. ¿Dónde había quedado la metáfora? Para Campbell el mito servía para reconciliar “la conciencia de la vigilia con el mysterium tremendum de este universo tal como es”. Y la capacidad creativa del artista estaba justamente destinada a desafiar todas las definiciones estables y fijas de la existencia y del individuo, protegiendo así el enigma.
Desde su mismo título, El ángel del manzano, con una modestia que también es una lección, denuncia el consenso ante una vida, íntima y pública, regulada por el Estado, así como esas formas de habitar y de mirar que ha impuesto el turismo de masas y que tienen su máxima expresión en el nihilismo de las redes sociales. A ello, Martínez Climent le opone nada más que un resto, consciente de su extinción, pero a la vez orgulloso de su verdad. En las últimas frases del libro, esa dignidad asoma escoltada por los fantasmas de Kipling y Rilke:
“'Fuimos reyes…' dice un melancólico Peachy. Cuántas veces he pasado bajo ese farol casi escondido por la hiedra hasta llegar a la verja de piedra donde me espera el coche; solo que hoy, al salir, un dolor sordo se ha instalado en mí, como si fuera la última vez. Al darme la vuelta para cerrar la puerta de hierro, he creído ver una sombra entre las ramas de un manzano”.