La novela moderna, como sabemos todos, es mucho más que un mero ejercicio de narración. Se trata de una síntesis de materiales dispares, muchos de ellos de acarreo, especulativos, compositivos, psicológicos, verbales o conceptuales, disimulados mediante un relato general (o aparente) donde la trama no es necesariamente lo más importante –sin que ésta sea un asunto insignificante) y con esa fascinante capacidad, igual que un diamante, de reverberar de forma distinta según sea el ángulo desde el que lo contemplemos y la luz que lo ilumine. Unas veces deslumbra; otras, sencillamente, se limita a brillar en mitad de la oscuridad.
En la carrera de Álvaro Pombo (1939) hay libros de estas dos categorías: indudables obras maestras, como Santander 1936, El héroe de las mansardas de Mansard o El metro de platino iridiado, y otras narraciones que, siendo muy sólidas e inequívocamente superiores a otras obras coetáneas, no terminan de fascinar con tan rotunda intensidad. Desde que el escritor santanderino, cumplidos ya los ochenta y cinco años, regresase a Anagrama, el sello donde comenzó a publicar y que atesora los derechos de la mayor parte de sus libros, tras dejar Destino, donde editó ese magnífico capriccio que es Retrato del vizconde en invierno, uno de sus mejores libros sobre la senectud y la vejez, parece librar una ardua batalla contra el tiempo que, aunque por desgracia no podrá saldarse con la victoria, muestra un superlativo talento y un sentido de la dignidad encomiable.
Si Santander, 1936, donde se cuentan las violentas vísperas de la Guerra Civil en su ciudad natal, era una obra maestra, su última novela –El exclaustrado– muestra su habilidad para hablar de cosas trascendentes a través de personajes ordinarios. Es la suya una poética muy acorde a estos tiempos: la idealización, en cualquiera de sus variantes, nace de la degradación humana.
Pombo aborda en El exclaustrado un cuento con un claro trasfondo teológico sobre cuestiones como la fe y el sacrificio, vistas desde una mirada realista del mundo. La novela tiene ese aire, tan pombiano, entre la indagación psicológica, la confesión y un naturalismo más bien impertinente, aliviado con golpes de humor y una peripecia que se mueve entre el enredo y el suspense.
El libro trata sobre las múltiples formas de autoengaño íntimo que usan los seres humanos para soportar la existencia. No es exactamente que Pombo mezcle las ideas con los personajes. Es otra cosa: entrevera en un único discurso la alta cultura, incluso la teología, y la cotidianidad. Parece como si hubiera digerido a Dostoyevski como nadie más lo ha hecho en España o pensase, igual que Santa Teresa, que Dios (incluso el inexistente Dios de los ateos) también está en los pucheros. En las pequeñas grandes cosas.
El exclaustrado es una farsa amarga de perfil guiñolesco que, como prescribe la mejor literatura humorística, está escrita completamente en serio. Esto es: dice lo que tiene que decir gracias a un inteligente juego de contrastes entre la reflexión y la peripecia sentimental, folletinesca, similar al método de una clásica novela por entregas. De esta combinación deriva su gracia.
El punto de partida es la experiencia biográfica de la propia vulgaridad: Juan Cabrera, el protagonista, vive (igual que Pombo desde hace años) encerrado en un diminuto piso del barrio de Argüelles, en Madrid, protegido por sus libros –que lee cada vez con menos entusiasmo, o que ya ni siquiera abre– y cavilando sobre el sentido último de la vida. Un fraile perpetuo que, según se cuenta en el libro, dejó la clausura por un desengaño espiritual pero que ha mantenido la costumbre profiláctica del confinamiento como una forma de autodefensa (vana) ante una sociedad en la que se siente desdibujado.
Anacrónico y marchito, igual que un viejo tango, Cabrera no está loco, pero a ratos, igual que Alonso Quijano, lo parece mucho, sólo que en su caso las lecturas que lo atormentan no son las novelas de caballería, sino oscuros tratados de religión, un manuscrito al que nunca pone el punto final y los ensayos de Sartre, especialmente El ser y la nada, cuyas ideas alumbran el haz de significados del libro. Después están el resto de criaturas: un sobrino ingenuo, una mujer confundida y simple –Petri Gillard– y un personaje fascinante (Antón Rubial) que es, al mismo tiempo, partícipe y ambiguo narrador de los hechos (al modo de La vida breve, de Onetti), un antiguo novicio benedictino reconvertido en un cínico profesor de Filosofía del Derecho al que, en su juventud, expulsaron del monasterio por una delación (homoerótica) perpetrada por Cabrera y que es la causa de un intrigante y obsesivo deseo de venganza.
Entre todos ellos se libra la fascinante partida de ajedrez que Pombo plantea al lector, con inesperados y abundantes giros de guión, y también ciertas reiteraciones, donde palpitan las obsesiones, inseguridades y los oscuros anhelos de sus personajes. La novela juega con la interpretación del pasado –eso que ya no está aquí pero, de alguna forma, nos constituye–, la vanidad, la moral y las creencias. Sobre el infierno –que son los otros–, el deseo de trascendencia (frustrado), la soledad y la diferencia –capital– entre tener fe y practicarla. “No hace falta ser un monje para rezar. Puedes rezar y ser un albañil o un notario”. A su manera, Pombo lanza una razonada crítica contra la Iglesia –demasiada teología, escasa verdad– y describe ciertas formas de misantropía como disfraces para camuflar el orgullo.
Pero lo más seductor del libro es su reflexión sobre la contradictoria dignidad humana y su reverso, puesto de manifiesto cuando llega –y siempre termina llegando– la certeza última del fracaso, mezclada con el rencor, ese malhumor seco, y la rotundidad impía de la insignificancia. Se formula con una pregunta sin respuesta: “¿Tenemos cada uno de nosotros la capacidad de decidir lo que nos corresponde o sólo podemos decidir sobre lo que podemos hacer ante una situación que no podemos elegir?”.
Todos creemos ser de una manera, indiscutible y propia. En realidad, aquello que mejor nos define a todos –explica el narrador de la historia– es lo que los demás ven (o intuyen) en nosotros. Pensamos encarnar nuestra particular ficción y, en paralelo, para los otros somos personajes de la suya, sin que nunca quede del todo claro cuál de estas dos formas de figuración es cierta. De ahí que las criaturas de Pombo, sin casi conocerse, traben a veces una súbita intimidad que, con la misma facilidad que llega, puede tornarse separación e indiferencia.
Es el mismo extrañamiento que bascula desde el humor al espanto, que castiga a los personajes, incapaces de salvarse entre sí y a sí mismos. “La soledad es la imagen viva de la muerte. El último acto, la última posibilidad, que deshace todas las posibilidades, grandes y pequeñas, que tengamos. La muerte es la nada absoluta. Ahí se acaba todo. Y hay una prefiguración de la muerte que nos da a cada cual la angustia, nuestra angustia ante todas las calamidades de la vida. Nos angustiamos porque en el fondo nos sabemos frágiles, al borde del despido, de la anulación, de la disolución. De pronto, ya nada tiene gracia. (…) La soledad es la hermana de la muerte, la hermana soledad, la hermana muerte”. Todos somos personajes de una comedia –la vida– que no entendemos y que nos zarandea sin cesar hasta que todo acaba. Por resumirlo al modo de Shakespeare: “There is nothing serious in mortality”.