“Palermín, Palermín/Eres más lindo que Turín”. Estos fueron los primeros versos que escribió Natalia Ginzburg. Tenía por entonces solo ocho años. Poco antes, había dejado Palermo, ciudad en la que nació, para trasladarse a la capital piamontesa. Era la pequeña de cinco hermanos. Si bien sus versos fueron celebrados como el indicio de una vocación precoz, no sorprendieron demasiado en la familia Ginzburg, donde era habitual recitar poesía y donde sus otros hermanos también habían demostrado tener dotes para la rima. Los Ginzburg era una familia con sus particularidades y con excentricidades. Así la describió la escritora italiana en Léxico familiar y así la describe Maja Pflug en las primeras páginas de Audazmente tímida, biografía escrita originariamente en alemán, posteriormente, traducida al italiano y, ahora, dos años más tarde, al castellano.
Pflug firma una biografía de carácter divulgativo de una de las escritoras italianas más relevantes de la literatura italiana del siglo XX, junto con Elsa Morante. La biógrafa repasa la vida de Ginzburg desde su infancia, siguiendo el relato que la propia autora trazó en distintos textos, desde 'Un invierno en los Abruzos' –incluido en la antología Las pequeñas virtudes (Acantilado)– hasta 'Léxico familiar', pasando por ensayos y artículos en los que, sin ser autobiográficos,alude a su propia vida. De esta manera, Pflug da la palabra a la propia Ginzburg, a quien escuchamos a través de las numerosas citas que salpican esta biografía, en la que la autora pone el foco en la personalidad de Ginzburg y en sus peripecias vitales, no tanto en su obra literaria.
Sobre lo que sí se detiene Pflug desde el inicio es sobre la importancia de la escritura en la vida de Ginzburg: escribir para ella era una necesidad, su forma de estar en el mundo y su refugio. Lo fue cuando era una adolescente y sentía que no encajaba en el instituto turinés en el que sus compañeras acudían a misa los domingos y lucían las faldas negras con pliegues del uniforme de las balillas. “Yo, que toda mi vida había anhelado pelear contra el fascismo, ir por la ciudad con una bandera roja y cantar en las barricadas, cubierta de sangre, no había abandonado esos sueños; pero la idea de estar ahí, en el gimnasio, sin el distintivo [el uniforme de piccola italiana], ante esa maestra de rostro huraño, me parecía una humillación muy triste”, recordaría años después, subrayando que su infancia estuvo marcada por la falta de pertenencia.
Hija de Giuseppe Levi, un médico de origen judío aficionado a la montaña, y de Lidia Tanzi, Natalia creció en una familia sin religión y con fuertes convicciones socialistas y antifascistas: “Levi no solo no ocultaba su desprecio hacia el régimen fascista, Mussolini y los bufones jerarcas del partido, sino que disfrutaba proclamando sus ideas cuando se encontraba con conocidos, colegas o algún asistente suyo en medios de trasporte público (…) Los otros mantenían un silencio incómodo cuando Levi, encantado con el encuentro, expresaba en voz alta su opinión sobre las últimas payasadas que llenaban los diarios que cantaban loas a la genialidad del Duce”, recordaría la premio Nobel Rita Levi-Montalcini, que fue alumna de Giuseppe Levi, que ejerció la docencia en la facultad de medicina de Turín hasta que entraron en vigor las leyes raciales, en 1938.
Para Natalia Ginzburg la escritura es, desde el inicio, la herramienta para narrar su realidad y para narrarse a sí misma, con un deseo de comprensión que, muy pronto, se revelará imposible de cumplir. “Mi oficio es escribir y yo lo sé bien. Y desde hace tiempo… Si hago otra cosa, si estudio una lengua extranjera, si intento aprender historia o geografía o taquigrafía, o si intento hablar en público o tejer o viajar, sufro… En cambio, cuando escribo historias, soy como alguien que está en su patria”.
En la escritura encuentra esa pertenencia que añora y en la escritura encuentra también una forma de transgresión y de contestación al mundo, transgresión y contestación que se hacen patente en su trabajo con el lenguaje, algo que aprende de Alberto Moravia, cuya obra Los indiferentes supone un punto de inflexión en su formación y en su concepción de la literatura. Tras leer a Moravia, Ginzburg deja la poesía para centrarse en la narrativa: “Leí y releí Los indiferentes una y otra vez, con el objetivo preciso de aprender a escribir. La enseñanza que quería recibir era la capacidad de moverme en un mundo petrificado, y Moravia me pareció la primera persona que se había puesto de pie y caminando con rumbo exacto hacia lo verdadero”.
Aprender a escribir significó para Ginzburg enfrentarse a un lenguaje petrificado y heredado para deconstruirlo desde dentro. El lenguaje, como nos muestra en Léxico familiar, está cargado de connotaciones, de sentidos petrificados, de valores y significados asumidos y nunca cuestionados; el lenguaje nos define y define el contexto, de ahí que Ginzburg fuera tan consciente de que no hay posibilidad de crítica y de transformación si no es a través de la palabra. Al respecto señala Pflug que tanto Cesare Pavese como Ginzburg, unidos por una estrecha amistad y una profunda complicidad literaria, buscaban “un lenguaje nuevo; el viejo se había vuelto hueco e inútil tras veinte años de fascismo”, es decir, en palabras de la propia autora, se había vuelto “moneda fuera de curso, que ya nadie acepta”.
Como Klemperer en la Alemania del nazismo, Ginzburg fue consciente del poder del lenguaje, de cómo a través de este se filtran las más terribles de las ideologías, pero también las costumbres y los hábitos, la moral íntima y colectiva. Vivió de primera mano la represión y la persecución, a través de quien fuera su marido, Leone Ginzburg. Le siguió en su destierro en Abruzos, periodo en el que, aislados en pequeño pueblo de los Apeninos, Ginzburg escribió su primera obra de madurez, El camino que va a la ciudad -lo publicó con el pseudónimo de Alessandra Tornimparte para ocultar su origen judío- mientras que su marido traducía a Tolstoi y realizaba lecturas para la jovencísima editorial fundada por su amigo común Giulio Enaudi.
La muerte de Leone, hallado sin vida en su celda de Regina Coelis tras interminables horas de tortura, dejó en el desamparo a Natalia, que, con escasos treinta años, debía sacar a sus hijos a delante. “Más allá de criar a mis hijos, cumplir con las tareas domésticas con extremada lentitud y torpeza y escribir novelas, jamás en mi vida había hecho algo”, recordaría Ginzburg, a quien Pflug reivindica no solo como autora, sino como editora. En efecto, tras la guerra, la escritora comenzará a trabajar para Einaudi, convirtiéndose en una pieza clave dentro de la editorial. Perspicaz y crítica -Einaudi la describía como la conciencia crítica de la editorial-, Ginzburg es un nombre clave para comprender la transformación y apertura que tuvo el campo literario italiano tras veinte años de fascismo, una transformación que tuvo lugar tanto por la traducción y puesta en circulación de literatura contemporánea extranjera mediante las traducciones como por la aparición de toda una serie de títulos que transformarían las letras italianas y cuya influencia trascendería las fronteras de la península.
A pesar de su carácter tímido, resultado de esa infancia solitaria que tuvo, Ginzburg fue responsable de la publicación de autores como Elsa Morante, Pratolini, Carlo Emilio Gadda, Fabrizia Ramondino -autora ahora recuperada por Libros del Asteroide- o de la traducción del diario de Anna Frank. Con apenas pocas palabras, Ginzburg era capaz de ensalzar o defenestrar un manuscrito. Leía con el mismo rigor con el que luego se enfrentaba a la página en blanco y con la misma exigencia con la que revisaba las páginas que escribía, siendo capaz de volverlas a redactar innumerables veces hasta hallar la palabra precisa, la palabra no manida ni atrapada en su significado.
“En esa época había dos formas de escribir: una era la simple enumeración de hechos, siguiendo la huella de una realidad gris, lluviosa y avara… la otra era irrumpir en los hechos con violencia y con arrebatos de lágrimas, suspiros convulsos, sollozos… En uno y otro caso… el error común era creer siempre que todo podía transformarse en poesía y palabras”, reflexionaría Ginzburg, para quien, por entonces, era imprescindible “volver a elegir las palabras, estructurarlas para percibir si eran falsas o auténticas, si sentían o no raíces verdaderas en nosotros, o si solo tenían las efímeras raíces de la ilusión común”.
De esta convicción nace Léxico familiar, pero también y especialmente Todos nuestros ayeres, donde la protagonista, Anna, una niña que vive en un pequeño pueblo del norte de Italia, decide callar: opta por el silencio, ante el ruido que la rodea, el de la prosa fascista y de la guerra, de la muerte y del miedo. El silencio, clave en muchas otras de sus novelas -pensemos en Querido Miguel- se transforma en una expresión contestataria, en una forma de abdicación ante las palabras desgastadas y pervertidas. Calvino sostenía que Todos nuestros ayeres podía leerse como el reverso a Léxico familiar y, efectivamente, ambas novelas dialogan desde la diferencia -Léxico familiar es formalmente autobiográfica, mientras que Todos nuestros ayeres es la conversión en ficción de la experiencia personal- pero también desde una estrecha similitud: ambas ponen en el centro el lenguaje.
Este es el verdadero objeto de interés de Ginzburg, para la cual el reto es indagar en cómo describir esta realidad “compleja y secreta, indescifrable y oscura”. La escritora hará siempre hincapié en el verbo “describir”, rechazando así la posibilidad de comprender y de dar un sentido a la realidad. “El mundo se ha transformado en algo incomprensible. Ya vimos la estupefacción de Sartre, Kafka, Camus, frente al absurdo del mundo. No intento entenderlo. Solamente describirlo”, afirmaría apenas pocos días antes de fallecer.
Estas palabras captan la relación que Ginzburg mantuvo con la escritura, que, desde el inicio, se convirtió en una herramienta de mediación entre ella y el mundo; sin embargo, la confianza en la escritura y, más concretamente, en la palabra fue deteriorándose de la misma manera que flaqueó a partir de la década de los setenta su confianza en el poder transformador de la política: “Hay griterío, abusos, mentiras de todo tipo”, escribiría en la prensa de la época, donde también expresaría su decepción ante una izquierda que no admite su derrota: “Si yo estuviera a la cabeza de un partido derrotado, en caso de perder, iría de esquina en equina vociferando que perdimos. Creo que la verdad -tanto en la política como en otros ámbitos- sana y fortalece”.
Los principios socialistas aprendidos y heredados de sus padres se vuelven incuestionables para la autora que se define como alguien poco experta en política y profundamente convencida de que el único gobierno con razón de ser es aquel que no posee armas y que se funda “únicamente sobre valores espirituales como la justicia, la verdad y la libertad”, términos mancillados y vaciados de su sentido más puro cada vez que se nos dice que la justicia, la verdad y la libertad deben ser defendidas “con las armas, con la autoridades policiales y con las prisiones”. Ginzburg se aferra estos principios, consciente de la banalización a la que estás sometidos y que es resultado de la pérdida de esas convicciones y de esos principios que marcaron la generación de la posguerra, que creyó en la posibilidad de construir un país distinto y nuevo, una Italia que, durante los llamados años de plomo, se reveló inexistente. Querido Miguel es el reflejo precisamente de esa Italia que nunca llegó a ser, de una Italia en la que las palabras que tuvieron algún sentidose han convertido en papel mojado.
Tras publicar La ciudad y la casa, Ginzburg afirmaría: “Hoy la realidad es oscura, fragmentaria, incoherente e indescifrable (…). Escribiendo novelas, siempre tuve la sensación de tener en la mano espejos rotos, y sin embargo siempre esperaba poder recomponer finalmente un espejo entero…Esta vez, no obstante, desde el inicio, no esperaba nada”. Después de esta novela epistolar publicada en 1984, siete años antes de fallecer, no volverá a publicar ficción. La ciudad y la casa es la constatación melancólica de que la escritura ya no sirve para construir un sentido. El espejo permanece irremediablemente roto como el mundo que contemplan el grupo de amigos protagonistas de esta última novela: los viejos valores, las tradiciones en las que habían crecido, la familia punto de referencia… todo parece venirse abajo, lo único que permanece son las casas, muchas de ellas abandonadas con el tiempo, entre cuyos muros han tenido lugar unas vidas que hoy parecen haber perdido su rumbo.
El yo de la autora, presente en muchos de sus textos, aunque siempre fundido en un nosotros, reflejo de una experiencia colectiva que no puede ni debe delimitarse a lo individual, queda una vez más diluido en esta última novela, donde ese grupo de amigos no alude a una generación, sino a toda una colectividad. Todo se viene abajo ante la mirada de ese grupo de amigos, pero también ante la mirada de los lectores. No hay asidero, las palabras han dejado de serlo y, sin embargo, la escribir la novela Ginzburg sigue aferrándose a ellas, porque renunciar a la escritura es asumir la derrota. Aunque no volverá a escribir ficción, no dejará de escribir y de pensar la escritura. Serena Cruz o la verdadera justicia, publicado en 1990, es la prueba de que la deserción de la palabra no es el camino, mientras que È difficile parlare di sé, libro de conversaciones con Marino Sinalbi es la constatación de esa preocupación por el lenguaje que marcó su trayectoria.
Hasta el final, Ginzburg sigue indagando en la posibilidad de un lenguaje nuevo. Ahora no es el fascismo quien lo ha vuelto hueco e inútil, sino esa democracia imperfecta y manchada de sangre en la que se ha convertido Italia, un país muy distinto al que un día imaginaron, quizás con cierta ingenuidad, Ginzburg y esa generación que, tras la guerra, creyeron en la posibilidad de un nuevo inicio. La desconfianza ha aumentado, quizás impregnada ahora de algo de cinismo, pero la pregunta sobre el lenguaje revela una preocupación y un compromiso latente y, sobre todo, revela la absoluta convicción de que, aunque el cristal permanezca roto, la escritura es la única herramienta para tratar de reconstruirlo. En el intento, aunque fallido, de reconstrucción está el sentido de la escritura.