No es de los asentamientos más antiguos de la isla de Irlanda o de los que tiene más abolengo, pero situada junto a la desembocadura del Liffey, uno de los dos principales ríos del país (el otro es el broad majestic Shannon de la canción de The Pogues), Dublín, adquirió una creciente importancia a partir de las incursiones de los vikingos, que la fundaron en 841. Aunque sus dos nombres –en inglés e irlandés– procedan de la lengua gaélica (respectivamente Dubh-linn, “charca negra”; Baile Átha Cliath, “Pueblo del Vado de las Estacas”), la capital de Irlanda nunca ha tenido muchas conexiones con la tradición autóctona previa a la invasión anglonormanda. Es más bien una construcción del invasor inglés, la zona en la que se sentía seguro tras la empalizada, el lugar del dominio imperial, sede de la administración británica y solar urbano de la clase dirigente, la llamada Ascendancy, con ese símbolo del poder, el Castillo.
Es curioso que el estilo arquitectónico por el que más la reconocemos, el georgiano entre 1730 y 1840), sea poco anterior a los estertores de ese régimen que saltó por los aires, como la estatua de Nelson décadas después, durante aquel Levantamiento de Pascua de 1916 tras el cual W. B. Yeats consignó, como amanuense del registro civil de la poesía y la historia: “Una terrible belleza ha nacido”. En una de esas casas, en una de las elegantes hileras de esas casas, vivió primero con su tía, y luego solo, el escritor John Banville, uno de los máximos prosistas contemporáneos de la lengua inglesa.
Banville tiende a desdibujar los escenarios de sus novelas serias que lo han elevado a la categoría de aspirante desde hace años al Premio Nobel de Literatura, pero pinta con bastante exactitud los de sus novelas policiacas del doctor Quirke, que coinciden –años cincuenta del pasado siglo– con los de los primeros viajes del futuro escritor desde su natal Wexford, en el Sur, a Dublín, a donde en la década de los sesenta se mudaría. Otro escritor famoso del mismo condado, Colm Tóibín, de la localidad de Enniscorthy, también se trasladaría años después a la capital y hoy tiene casa en plena Baggotonia, como Banville llama al área de Dublín que rodea el Grand Canal.
Hace ocho años, Banville escribió un libro sobre Dublín titulado Time Pieces. A Dublin Memoir. Es el que ahora aparece en Alfaguara, su editorial española, como La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés, en traducción de Miguel Temprano García. Choca un poco que se haya dejado en el original la palabra memoir, sin cursiva ni nada, pero se perdona porque al fin y al cabo el apellido Banville es de origen francés. Se disculpa también, aunque esto cuesta, que se haya prescindido de las fotografías de Paul Joyce que acompañaban a aquella edición. Y todo, porque leer al autor de El mar o Antigua luz es siempre una experiencia deleitosa.
El chico de provincias cuenta a través del septuagenario: “Dublín nunca fue mi Dublín, lo cual lo hacía aún más tentador”. Se refiere con ello a los viajes infantiles a la capital y sus atractivos, sus luces y sus compras. “No hay nada más novelesco que un niño pequeño, como Robert Louis Stevenson sabía mejor que nadie”, escribe en una página cercana. Viajes en tren que lo dejaban en la estación de Pearse (entonces todavía Westland Row), muy cerca de la señorial Merrion Square. El escritor traza con segura cartografía esos periplos dublineses punteados por monumentos de entonces o de ahora, como la escultura chillona de Oscar Wilde en un rincón de la plaza y por pubs como el Kennedy, situado a un paso del actual Instituto Cervantes y en tiempos local frecuentado por Samuel Beckett, estudiante en Trinity College (o Brendan Behan, doctor por “la universidad de la calle”, en fórmula gastada).
No pueden faltar las menciones de escritores como James Joyce o Patrick Kavanagh, con sus dos bancos conmemorativos, en granito y bronce, sobre los que escribe Banville. Este era el barrio de Kavanagh, que se extiende al este hasta la Raglan Road de su poema elevado a la categoría de obra maestra en la voz de Luke Kelly, de los Dubliners. Banville ama también estos parajes cercanos al agua, para él más hermosos que los de Venecia (supongo que, además, por los cielos nublados que echa de menos cuando está lejos, me contó una noche en la que cenábamos en uno de sus locales favoritos de Dublín, confesando que no podría escribir bajo la luz de California). Siguiendo con los Dubliners, estos, muerto ya Kelly, cantaron un poema de Kavanagh que se refiere a toda esta zona de Baggot Street tan del gusto de Banville: 'If Ever You Go to Dublin Town'.
Escribe Banville, que dice que imagina que todo el mundo tiene un paraíso privado, una especie de cielo al que ir: “Para mí, esa extensión de aguas plácidas, juntos susurrantes y el camino de sirga ocre oscuro que iba desde Baggot Street a Lower Mount Street es el paisaje acuático más encantador que conozco, por encima incluso de ese otro Canale Grande donde hacen gorgoritos los gondoleros”. Realmente, es de lo más agradable de Dublín, que se remansa en pueblo, pasando de lo urbano a lo rural.
Cuenta el autor de La alquimia del tiempo cómo el primer banco junto al canal dedicado a Kavanagh se colocó por idea del tabernero John Ryan, propietario de The Bailey, en Duke Street (a un paso del decaído Davy Byrnes donde Leopold Bloom se toma un bocadillo de gorgonzola en Ulises). Ryan fue, junto con Kavanagh y Flann O’Brien, uno de los protagonistas del primer Bloomsday, en 1954, celebración más etílica que estilística, como no podía ser de otro modo estando en ella el beodo O’Brien y el no menos bebedor Kavanagh.
Pero no solo se queda en su paradisiaco Sur Banville. Igualmente conduce a los lectores al Norte de la ciudad y su principal eje, O’Connell Street. Es muy detalladamente hermosa la evocación de los almacenes Clery’s, en la acera de enfrente de la Oficina de Correos. Donde la gran tienda dublinesa sin sucursales se ubicaba, han abierto (después de la publicación de la remembranza de Banville) sucursales de la casa sueca H&M y de la francesa Decathlon, o tempora, o mores. Lo bueno del libro es que no solo rescata estadios anteriores de la ciudad, sobrepuestos a veces a los actuales: también recupera episodios autobiográficos como el de la ceremonia anual de la compra de un reloj baratucho que se descacharraba pronto. Con perspectiva podemos ver cómo esos sucesivos relojes no marcaban la hora sino, ahora lo vemos y lo ve Banville, los años.
También reconstruye la historia del Abbey Theatre y de sus protagonistas: no únicamente la de los actores y actrices sino, sobre todo, la de sus artífices y dramaturgos, como lady Gregory y Yeats. Enumerar todos los escritores que aparecen en estas memorias sería largo, pero hay una comparación que Banville hace entre Joyce y él que resulta ilustrativa de su carácter y de su obra, y que se nota aquí porque el paisaje urbano sirve sobre todo para mostrar personalidades: “Para bien o para mal, como escritor me interesa y siempre me ha interesado no lo que hace la gente –eso, como podría decir Joyce, con típico desdén joyceano, es cosa de periodistas–, sino lo que es”.
Y no solo comparecen colegas en el oficio, aunque sean anteriores: también espléndidos retratos de los padres y de una tía, la ya mencionada, debajo de cuyo piso vivía nada menos que Anne Yeats, la hija del autor del hermosísimo 'Plegaria por mi hija'. Incluso se produce la aparición estelar de una misteriosa señora que resulta ser George (esposa del Nobel y madre de Anne), participante con este en tantas sesiones de espiritismo y escritura automática. Y si un personaje de ficción es un fantasma, el fantasma de Quirke, protagonista de las novelas firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, habita en el piso que ocupó Banville, quien no se tuvo que quebrarse la cabeza en la ambientación de lo que ya existía en la casa georgiana.
Virtud de La alquimia del tiempo es que no se limita a lugares del pasado o conocidos, asimismo se adentra por los escondidos Iveagh Gardens, y su más aún oculto laberinto, con el que no ha podido dar en distintas visitas, lo cual le sirve para este comentario: “Una cosa es perderse en un laberinto, pero que haya un laberinto que no se pueda encontrar me parece ciertamente maravilloso, una idea sacada directamente de un cuento de Borges”. Siempre la ironía y el humor inteligente, en cualquier página.
Igualmente recorre otros lugares a los que no es frecuente acceder, gracias a que Banville se mueve por Dublín con un cicerone de lujo, gran conocedor de la arquitectura de la ciudad. Ello, y lo que cualquier dublinés sabe, le hacen también reflejar la cara menos amable de la urbe: los hacinamientos que se produjeron en casas unifamiliares que degeneraron en casas de vecinos (como las de las obras de teatro de Sean O’Casey), y las elevadas cifras de prostitución que hicieron titular a James Plunkett su novela sobre la ciudad de 1913, Strumpet City (strumpet vale por ramera). El cine, la bebida, el tabaco, los primeros escarceos amorosos… todo ello completa, junto a las piezas ya mencionadas, el mapa sentimental, que no guía turística o frío ensayo, de uno de los grandes escritores que tiene hoy Irlanda (pero “irlandés anglófilo”, como se califica él mismo, rareza pareja a la de declarar un dublinés, aunque sea de adopción y no de nación, que nunca le ha gustado la cerveza Guinness).