“Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse.” Truman Capote se despidió de su carrera como escritor con un soberbio prólogo –del que procede esta inolvidable frase– al último libro que consiguió terminar y publicar en vida, Música para camaleones (1980), una colección de relatos que concentra lo mejor de su talento. Cien años después de su nacimiento y cuarenta después de su muerte, la figura de Capote se ha convertido en un mito algo acartonado e irritante, por culpa, en buena medida, de los numerosos biopics y documentales que se han dedicado a airear sus tormentosos amoríos y el glamur de su vida social entre insoportables millonarias neoyorquinas.

Fue sin duda una imagen que él mismo cultivó y que acabó por destruirle. En sus últimos años, el escritor ya no era más que una caricatura de su propio personaje. El adolescente andrógino que había cautivado al público con la foto de contraportada de su primer libro, Otras voces, otros ámbitos (1948), el mismo que Cartier Bresson también retrataría, era una especie de batracio alcohólico que se paseaba borracho por los platós televisivos hablando de Plegarias atendidas, la prometida gran novela proustiana que había cobrado y que ya nunca terminaría. 

Emilio Sanz de Soto, Pepe Carleton, Truman Capote, Jane y Paul Bowles en Tánger

Pero más allá del hueco imaginario fílmico que nuestra época dispensa a los iconos del siglo XX, Truman Capote fue un escritor excepcional, único en su dominio armónico del inglés, dueño de un oído infalible para los diálogos, maestro de las voces y de los géneros, tremendamente ambicioso desde el punto de vista artístico. El prólogo que mencionábamos al principio es una de las autobiografías literarias más sucintas y estimulantes que se han escrito. Todo aspirante a novelista debería sabérselo de memoria, también para ser consciente de algunos peligros. Capote resume ahí las distintas etapas de su carrera, desde sus inicios como precoz narrador sureño, influido por Faulkner (sobre todo el de Luz de agosto), Eudora Welty o Carson McCullers, hasta el desarrollo de su madurez en Desayuno en Tiffany’s (1958) y el sonado éxito de A sangre fría (1966), la non-fiction novel que de algún modo señaló el principio de su declive psíquico e intelectual. 

Capote cuenta que, a partir de Se oyen las musas –el reportaje que publicó en The New Yorker sobre un viaje que hizo en 1955 a la URSS con una compañía de cantantes afroamericanos que iban a representar Porgy y Bess, la opereta de Gershwin– creyó que podía añadir algo a la historia de la prosa occidental, en la que a su juicio no había ocurrido nada relevante desde 1920. Fue entonces cuando empezó a pensar en la mal llamada novela de no ficción o novela real, género que tanta fortuna haría en Estados Unidos y que tantos malentendidos ha generado. Su intención, según contó, había consistido en elevar el periodismo a categoría artística, aunque el experimento terminó siendo una trampa.

'A sangre fría' ANAGRAMA

A sangre fría quizá sea la última y más elocuente prueba de que en literatura no existe el realismo. A pesar de que su historia está basada en hechos reales –como tantas otras novelas, por otra parte–, Capote despliega para contarla recursos y estrategias que son inequívocamente propias de la ficción. Los detalles del asesinato que investigó en Kansas prendieron fuego en su imaginación para alumbrar algo que en muchos aspectos rebasó el límite factual, tergiversando la realidad a su gusto. El escritor se apropió de los asesinos y los convirtió en sus personajes, llenando sus vidas con material inventado ahí donde tan solo había vacío y sinsentido. 

No hubiera habido nada objetable en ello si Capote no se hubiese empeñado en presumir de su escrupulosa fidelidad a los hechos. Suele ser más saludable que el periodismo se mantenga fuera de los dominios del arte. La literatura puede hacer mucho por la realidad siempre y cuando no intente sustituirla. Su misión no consiste en la reconstrucción de la misma, algo por otra parte imposible –el lenguaje es un instrumento limitado e insuficiente para reproducir lo ocurrido, una abstracción que en sí misma siempre tiende a la síntesis y al símbolo; como decía Goethe, todo lo perecedero es metáfora, gracias a la cual lo inaccesible se vuelve acontecimiento– sino en la ampliación de la conciencia y en la dramatización de nuestras virtualidades latentes.

'Cuentos completos' ANAGRAMA

En ¡Absalón, Absalón!, Faulkner ya demostró que un mismo asesinato se percibe y se recuerda de formas irreconciliables a lo largo del tiempo. Hay que ver la non-fiction novel como el oxímoron que representa el último trampantojo del naturalismo decimonónico, en el fondo un brevísimo episodio en la historia de la imaginación. 

El propio Capote, hacia el final de su prólogo, parece darse cuenta de ello cuando confiesa la crisis creativa que atravesó tras el éxito de A sangre fría. La trampa que se había tendido a sí mismo terminó por hacerle ver el abismo que se abría entre el arte y la realidad. El escándalo que se armó con la publicación de los capítulos que hasta entonces había escrito de Plegarias atendidas –las insoportables millonarias se indignaron al reconocerse en sus retratos non-fiction– le hizo comprender “la diferencia entre lo verdadero y lo que es realmente cierto”. Releyó entonces todo lo que había publicado a lo largo de su vida y constató que hasta entonces no había desarrollado plenamente el potencial de su talento:

'Retratos' ANAGRAMA

“El problema era: ¿cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura –digamos el relato breve– todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues ésa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultaba insuficientemente iluminado; no faltaba voltaje, pero al adecuarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿cómo?”

Capote había sido efectivamente un escritor muy versátil. Hizo, por ejemplo, la adaptación cinematográfica de Otra vuelta de tuerca de Henry James, uno de sus autores favoritos. La película se tituló The Innocents y fue dirigida por Jack Clayton en 1961, con Deborah Kerr en el papel de institutriz. Aunque en conjunto es una obra maestra, Capote, como él mismo admitiría más tarde, arruinó la ambigüedad de James al hacer que una lágrima de uno de los fantasmas cayera de verdad sobre un papel, detalle que destruye la fabulosa fantasmagoría mental de esa tremenda ghost story. Quizá ahora podamos ver la pifia como una de las consecuencias del absurdo que fue la operación de la non-fiction novel. Henry James sabía muy bien que los fantasmas no existían y que al mismo tiempo eran experiencias humanas incontrovertibles. Y que la diferencia pendía de un hilo que el guionista cortó groseramente.

'Música para camaleones' ANAGRAMA

El caso es que Capote cuenta que al final encontró una forma de aprovechar todas las vetas de su escritura e inventarse un nuevo estilo caleidoscópico capaz de representar los distintos estratos de su imaginación. El resultado fue Música para cameleones –qué bueno era titulando– donde incluyó una nouvelle de no ficción, Ataúdes tallados a manos, una pieza magistral en la que sin embargo, como ya demostró Gerald Clarke, su biógrafo, prácticamente todo estaba inventado. A pesar de las evidencias, Capote se negaba a dejar de ser el padre de un nuevo género que paradójicamente le había conducido al extremo opuesto que buscaba.  

Música para camaleones es un compendio de su verdadero arte. Ahí está el brillante y sardónico retratista, el conversador infatigable, el penetrante observador de la naturaleza humana, el narrador preciso y generoso, el atento oyente de las voces más diversas. Todas sus influencias, desde sus maestras escritoras –Willa Cather, Isak Dinesen, Katherine Anne Porter– hasta los clásicos europeos, con Flaubert a la cabeza, están perfectamente integradas en un estilo más rico y dúctil que nunca, capaz de registrar todos los matices de su sensibilidad. Como él mismo admitió, el cuento, la nouvelle a lo sumo, era el género en el que más cómodo se sentía su talento, como es el caso de tantos otros escritores estadounidenses, de Hemingway a Mallamund o Cheever. Su misma osadía de emular a Proust se dio de bruces contra esa limitación. Plegarias atendidas quedó en unos cuantos relatos divertidos y crueles. 

'Desayuno en Tiffany's' ANAGRAMA

Música para camaleones se cierra con un texto, titulado Vueltas nocturnas. O experiencias sexuales de dos gemelos siameses, que consiste en un diálogo consigo mismo en la cama, en realidad una metáfora del insomnio y perfecto colofón al prólogo del libro. Capote termina el soliloquio –y en realidad toda su obra– recordando la fe de su infancia, cuando creía en un Dios benigno que se identificaba con la naturaleza. Habla luego de San Julián Hospitalario, el cuento de Flaubert sobre el niño cruel que de mayor termina encontrando a Dios en forma de leproso.

A propósito de ello, Capote explica cómo de mayor perdió esa fe, por culpa de la Iglesia y por la simple tormenta de la vida, que sin embargo le ha obligado ahora a pensar de nuevo en aquel Dios. Cuando el gemelo le pregunta si de verdad eso le ha ayudado, él contesta: “Sí. Cada vez más. Pero aún no soy un santo. Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que podría ser todas esas cosas dudosas y, no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un santo; no, señor.”  Capote se despidió así insertándose con absoluta seriedad en el linaje de los aspirantes a santos que, de Melville a Baudelaire o Kafka, atraviesan la modernidad y que hicieron de la literatura una última forma de salvación.