Con Ropa de casa (Seix Barral), el lector de Ignacio Martínez de Pisón se encontrará por primera vez con la historia personal y familiar del escritor aragonés, afincado en Barcelona, contada en primera persona. El autor zaragozano deja así atrás las novelas de ficción y los ensayos históricos para construir su propio “léxico familiar” desde sus primeros años de infancia en Logroño, su adolescencia en la capital aragonesa y su primera juventud en la Ciudad Condal, donde se convertiría en el escritor que es hoy. El libro de Pisón es la memoria de una generación que se ha ido, la historia de una orfandad prematura –la muerte de su padre– y un testimonio sobre la experiencia de la paternidad como puerta de entrada a la madurez.
Usted ha escrito ficción y ensayo. ¿Qué le ha llevado a escribir por primera vez una obra autobiográfica?
Nunca me había planteado escribir sobre mí mismo y, de hecho, no aparezco en ninguno de mis libros anteriores. Sin embargo, de repente, con la muerte de mi madre en 2018, empecé a sentir la necesidad de revisar mi pasado y mi infancia, de preservar aquello que se estaba a punto de perder, no solo por culpa de la muerte de mi madre. Tenía entonces 57 años y me di cuenta de que con ella desaparecía toda una generación y un tiempo pasado. Empezó a crecer en mí la necesidad de rescatar todo eso que se iba. Tenía entre manos una novela que quería terminar, pero, aún así, empecé a escribir algunas páginas de Ropa de casa, a investigar -fui al Archivo Militar de Segovia para saber más de mi padre, que era militar- y a forzar la memoria para recuperar los recuerdos de mi infancia como, por ejemplo, las expresiones de mi madre, frases o los latiguillos suyos como: “¿no te encanta?”. Quería que su voz y su imagen de mujer flaca permaneciera y esto solo lo podía conseguir escribiendo.
El libro comienza el descubrimiento de episodios de la vida de su padre que le eran desconocidos.
En el momento en el que empiezo a excavar en mi familia descubro que hay cosas que no sabía o que había sepultado mi memoria. La anécdota según la cual mi padre había tenido un pequeño accidente, pero con consecuencias fatales para un señor que, si bien no le había pasado nada en el atropello, había fallecido en el hospital porque desarrolló una enfermedad, yo la desconocía. Mis hermanos me dijeron que era una historia que se sabía en la familia. Seguramente este desconocimiento mío se debe a esas trampas de la memoria: recuerdas lo que quieres recordar y olvidas lo que quieres olvidar; algunas cosas las recuerdas de una manera, mientras que los demás las recuerdan de otra.
En más de una ocasión usted ha trabajado a partir de documentos históricos (pienso en Enterrar a los muertos o en Filek). ¿Escribir sobre su pasado ha hecho que se sintiera con menos libertad de la que tiene en sus novelas?
No. En realidad, la escritura me ha resultado más fácil. De lo que se trataba era de utilizar técnicas conocidas para escribir una novela sobre la familia y aplicarla a la historia de la mía. La única peculiaridad de este libroes que en este caso no invento, sino recuerdo. Lo excepcional de Ropa de casa es que yo puedo seguir escribiendo novelas sobre familias hasta que me muera y todas serán distintas, pero ninguna de ellas contará mi historia. Ropa de casa es la única vez que he escrito sobre mi familia o, como dice Natalia Ginzburg, acerca de mi léxico familiar.
¿Esto significa que no habrá continuación?
Si la hubiera, ya tengo el título: Ropa de calle. Al principio pensé en esta posibilidad, pero a la medida que escribía me di cuenta de que la idea de este libro era muy compacta: trata de la formación de una personalidad. Es un relato de infancia y la adolescencia, pero también del joven que quiere ser escritor y que lo consigue. En la infancia y en la adolescencia los cambios son constantes: tú dejas de ser la persona que eras el día antes con mucha rapidez para convertirte en otra. En la madurez, por el contrario, ya somos lo que seremos, apenas nos transformamos. Los cambios que se producen a partir de los 30 años son muy pocos. Por esto no me interesa plantearme una segunda parte. Quién sabe de aquí a cinco o diez años, puede que sí.
Ropa de casa es un libro donde la paternidad funciona como hilo argumental y dota al libro de una estructura perfectamente cerrada.
Es cierto que uno de los factores que determinan el final del libro es el nacimiento de mi hijo. Es un momento crucial en mi vida, como lo es también el día en que me convierto en propietario de un piso; en cierta manera, con estos dos hechos doy un paso hacia una madurez que va más allá del hecho que entonces, ya era un escritor con libros publicados e instalado dentro del mundo editorial y literario. En ese momento paso de ser hijo a ser padre y de ser inquilino a ser propietario. Esto marca el acceso a la madurez.
Este carácter cerrado del libro se debe a que Ropa de casa comienza con el fallecimiento de su padre.
Sí, se abre con una desaparición y se cierra con una aparición. Uno de los hechos más determinantes de mi vida es la muerte de mi padre. Murió cuando yo tenía esa edad en la que verdaderamente se puede hablar de orfandad. Si tu padre se muere siendo tú muy pequeño, no has tenido tiempo para conocerlo y, por tanto, para echarlo de menos. Si tu padre se muere cuando eres adulto, su ausencia te afecta de otra manera, porque ya tienes una personalidad formada. Pero cuando se muere siendo tú un niño –yo tenía nueve años– echas de menos esa figura, porque con su ausencia pierdes muchas cosas esenciales, como tener un referente o mantener las habituales discusiones de la adolescencia. Esta sensación de orfandad la arrastré durante mucho tiempo; de ahí que en algunos de mis libros -y de esto me he dado cuenta solo recientemente- hay personajes huérfanos. Esto se debe a la herida profunda que provocó la muerte fulminante de mi padre en octubre de 1970.
Usted reflexiona sobre las discusiones que se producen por un choque ideológico entre los mayores y los más jóvenes.
Los conflictos paternofiliales son eternos, pero en aquel momento -finales de los setenta- tenían una trascendencia mayor porque no eran solamente un padre y un hijo que se enfrentaban, sino que se estaban enfrentando dos Españas. Por un lado, estaba la España que se había acomodado al franquismo o que había vivido con entusiasmo esa fase de la dictadura; por el otro lado, estaba la España joven que tenía la esperanza de entrar en una fase democrática. Mi generación era tradicionalmente de izquierdas, mientras que la de mis padres era básicamente franquista, en el sentido de vivió sus mejores años en el franquismo y cuya prosperidad se debió en gran medida al régimen.
Señala que, sin embargo, su generación no estaba concienciada de la importancia de la democracia hasta que no la vio en peligro con el 23-F.
Sí, porque esa lucha contra el régimen a mi generación no le incumbía. Quienes se habían enfrentado al régimen eran nuestros hermanos mayores, que tenían cinco o diez años más que nosotros. En cierta manera, era como si nos hubieran dado el trabajo hecho. Sin embargo, seis años después de la muerte de Franco, en 1981, nos dimos cuenta de lo que teníamos entre manos y de la importancia de esa democracia que estuvimos a punto de perder. La primera politización de mi generación fue el golpe de Estado, que llevó directamente a las votaciones del año siguiente, en las que toda o casi toda mi generación votó de forma entusiasta a Felipe González. Luego se adormeció. Los 90 no fueron años politizados, puesto que se tenía la sensación de que se había llegado a una especie de statu quo:los partidos mayoritarios iban a alternarse y más o menos iba a haber cierto orden institucional. Luego ya hemos visto que el siglo XXI empezó mal.
¿Hubo una repolitización de su generación con la llegada del siglo XXI?
Diría que hubo repolitización al menos de los que vivimos aquí, en Cataluña a partir del procés, puesto que tenías que elegir de qué parte estabas, si con los que querían la independencia o con los que querían mantener el marco de convivencia.
La historia de su familia y la suya está ligada a las ciudades y al proceso de su transformación.
En aquella época -pienso en los años sesenta y parte de los setenta- realmente las ciudades y los pueblos cambiaron mucho. España todavía estaba en fase de desarrollo, Crecía pero de manera desigual, un poco como los adolescentes. Los pueblos estaban muy atrasados en relación a las ciudades; asimismo, las urbes pequeñas estaban atrasadas con respecto a las ciudades más grandes. Vivir en Logroño era como vivir en un tiempo inmóvil, en una época muy anterior a la que correspondía. Dejar Logroño y trasladarse a la Zaragoza de los setenta era dar pasos hacia el futuro e instalarse en Barcelona en 1982 era entrar en ese futuro. Es a partir de los ochenta cuando las ciudades empiezan a homogeneizarse.
Este futuro que llega con los ochenta se encarna en su madre, que comienza a trabajar –tras quedarse viuda– y se convierte en una pequeña empresaria con cuatro tiendas de ropa infantil en Zaragoza.
Ella, como se dice ahora, se empoderó en aquellos años, pero lo hizo un poco a la fuerza, de forma involuntaria. Habría sido feliz siendo la mujer de un militar y viendo crecer a sus hijos, sin más preocupaciones que las de orden doméstico y familiar. La desaparición súbita de mi padre lo cambia todo: mi madre, que jamás habría pensado en montar una empresa, acabó teniendo cuatro tiendecitas. Las cosas hay que verlas con la perspectiva de entonces: de niño veía a mi madre hacer cosas que hacían los adultos y no me extrañaba. En cambio, ahora, veo a mi madre de 36 años, la misma edad de mi hijo mayor, al que sigo considerando un joven niño, como una mujer con valor que asume riesgos para sacar a sus cinco hijos adelante. Por lo que se refiere a los años ochenta, cuando mi tío José Ramón consiguió ser trasladado a Zaragoza, mi madre cerró las tiendas y se fue a trabajar con él en la notaría. Una de las razones del cierre de las tiendas fue la llegada de El Corte Inglés a Zaragoza: mi madre se dio cuenta que no podía competir y que la gente iba a cambiar de hábitos: es decir, se dio cuenta que las mujeres que siempre le compraban ropa ahora irían a El Corte Inglés.
Usted desde pequeño fue un gran lector, pero su verdadera relación con la literatura comienza en la universidad.
Sí, los primeros amigos de la universidad me abrieron mucho los ojos al mundo de la literatura. Hasta ese momento yo tenía una pasión voraz por la lectura, pero no tenía criterio. Piensa que entré en la universidad con 16 años, era un crío a medio hacer. Allí coincidí con gente algo mayor que había leído mucho más y que estaba más formada, gente que supo conducirme por un buen camino. Algunos de ellos siguen siendo de las personas más inteligentes y cultas que conozco. Ess el caso de José Luis Melero. Gracias a las conversaciones con él y con los demás aprendí mucho. La conversación es, al menos en mi opinión, una de las mejores maneras para aprender porque contagia pasiones, gustos… Esa vocación de escritor que era algo amorfa comienza a concretarse y me doy cuenta de que es lo que realmente quiero ser. Así que le pedí a mi madre dos años de prórroga de vida estudiantil y en esos dos años escribí mis primeros libros.
En la universidad, tanto en Barcelona como en Zaragoza, se encontró con algunos de los críticos literarios más relevantes de los años siguientes.
Sí, pero ya eran muy buenos. Lo eran entonces y lo siguen siendo. En Zaragoza me encontré con José Carlos Mainer que, entonces, era un joven que todavía no había cumplido los cuarenta años. También estaba Aurora Egido, que es algo más joven de Mainer, y ya era brillante. En la Facultad de Letras de Zaragoza había jóvenes profesores que lo sabían todo y que se convertirían en grandes autoridades del mundo académico. Tuve la suerte de coger el gran momento de la Universidad de Zaragoza, pero también de la de Barcelona, donde coincidí con Jordi Llovet y Jaume Vallcorba, con los que establecería buena amistad. Al llegar a Barcelona entré en contacto con un mundillo intelectual muy atractivo.
¿Se encontró con una efervescencia cultural que hoy ya no existe?
Llegué de la Zaragoza de los años ochenta a una Barcelona muy activa, si bien ya había empezado cierta decadencia. Ya no era la Barcelona de los setenta, que había sido un referente para todos, con los libertarios, la revista Ajoblanco, los movimientos alternativos… Una ciudad dinámica, creativa y muy libre. Los escritores del boom habían dejado la ciudad cinco o seis años antes y Madrid estaba cogiendo el relevo con la Movida, la música, el cine… Madrid se convirtió entonces en el verdadero foco cultural español, si bien Barcelona continúa siendo una ciudad interesante.
Sigue siendo la capital editorial
-Sin duda. Y para alguien que quería ser escritor era importante estar donde se cuecen las cosas.
-En Barcelona se cuece esa nueva narrativa de la colección de Anagrama.
Tuve la suerte de llegar en el momento oportuno al lugar adecuado. Nueve años después de la muerte de Franco parecía que no había cambiado nada en el mundo literario y que no existían voces nuevas. Lo más nuevo y moderno era Eduardo Mendoza que había publicado su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta, en 1975 y, desde entonces, parecía que no hubiera nada que sacudiera un poco el panorama. De ahí la avidez de los editores por encontrar voces nuevas. No creo que ahora pueda suceder lo que me pasó a mí: era un desconocido que llevó sus relatos a Jorge Herralde y a Beatriz de Moura y que recibió una respuesta positiva por ambas partes dos semanas después. Eso ya no sucede. Moura y Herralde fueron dos figuras claves. Si te fijas en quienes han ganado el Premio Herralde, y en quiénes formaron parte del catálogo de la colección Narrativas Hispánicas, te darás cuenta de que buena parte de la historia de la literatura española reciente tiene que ver con Anagrama y el olfato de Herralde. Yo no era del todo consciente de que había ido a parar a la mejor editorial para un tipo joven como yo. Crecí en Anagrama a la vez que la editorial también crecía y aparecía un nuevo público, hecho de lectores jóvenes que querían leer a autores de su edad.
Entre esas nuevas voces encontramos autores de una generación anterior, como Marías, Vila-Matas o Fernández Cubas.
Sí, se rescata a autores que habían empezado unos años antes, como Enrique o Cristina, que ya habían publicado algunos libros. Yo los conocí al poco de llegar y con Enrique, de inmediato, surgió una amistad que sigue. Él venía de unas tradiciones literarias distintas de las mías, así que me abrió una ventana a un mundo que desconocía por completo. Yo podría haber sido un escritor diferente si hubiera seguido una senda que había abierto Enrique, pero tuve la intuición suficiente de ver que era inimitable. El realismo abre ventanas y puertas por las que todo el mundo puede entrar, pero cuando abre una puerta Enrique, no puedes irle detrás, porque te conviertes en un epígono.
De la misma manera que se promovían autores de la generación de Enrique, se promocionó a veinteañeros: Llamazares, Gándara, Muñoz Molina o yo mismo. Las editoriales se fijaron en una serie de chavales –cada uno hijo de su padre y de su madre– pero que teníamos en común la juventud, un valor que por entonces primaba. De todos los que empezamos algunos se quedaron por el camino, pero esto es propio de la dinámica de la vida. También es cierto que, si no perseveras como perseveramos Muñoz Molina, Llamazares o yo, no te puedes dedicar a la literatura. En literatura no te puedes rendir y, si fallas con un libro, tienes que mejorar con el siguiente. Nosotros tres, por ejemplo, seguimos publicando y viviendo de los libros. Para generaciones anteriores la profesionalización del escritor era impensable. Nosotros nos profesionalizamos y convertimos la escritura en nuestro medio de vida.
Además, las colaboraciones periodísticas se pagaban mucho mejor que ahora.
Sin duda. Vivimos el mejor momento del periodismo cultural, que en los años noventa era una cosa gloriosa. Todos los periódicos tenían muchas páginas culturales y todos los colaboradores cobraban bien. Había interés por parte de los periódicos en la cultura, que ahora es la hermana pobre y fea del periodismo. Los suplementos ahora carecen de la influencia que tenían entonces. En los 80 o 90, si Rafael Conte decía que alguien era bueno ese escritor quedaba consagrado. De la misma manera, una mala crítica te destrozaba. Ahora ese poder de prescripción ya no lo tienen. Han perdido presencia pública y esto lleva a que cada vez se pague menos a los colaboradores. Yo tuve mucha suerte. Las cosas me salieron bien y fueron fáciles. Si hubiera intentado entrar en el mundo editorial veinte años después lo habría tenido más difícil y habría encontrado más obstáculos.