En la figura pública de Ernst Jünger (1895-1998), igual que sucede en los cauces de los ríos, confluyen muchas aguas de distintas procedencias y orígenes contradictorios, provocando al mezclarse remolinos de incomprensión. Fue, sin duda, uno de los mejores pensadores de la Alemania de su tiempo. También un escritor que escribió en contra de la democracia, el liberalismo y en favor del nacionalismo. Participó en las dos guerras mundiales como soldado y mató a hombres. Paradójicamente, cuando Hitler –“ese diablo mezquino, enclenque y meláncolico”– ascendió al poder, tras la caída de la República de Weimar, poseyendo todos los atributos necesarios para convertirse en un referente intelectual del régimen, prefirió rechazar sus ofertas políticas, mantenerse libre y censurar moralmente al nazismo. ¿Por qué? 

Es difícil de explicar. Jünger intentó hacerlo a través de sus diarios, que son una de las obras maestras de la literatura memorialística europea. Tusquets acaba ahora de reeditar los que corresponden al periodo cronológico de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943) en dos bellos volúmentes donde se reúnen los seis libros de la serie completa, al margen del dietario que diera lugar a su libro Tempestades de acero, correspondiente a sus experiencias militares durante la Gran Guerra de 1914, y a la narración sobre sus años en Legión Extranjera de Francia, recogida en Juegos de África, donde se enroló con apenas 17 años.

El escritor alemán Ernst Jünger

Para comprender al pensador alemán hay que dejar a un lado los prejuicios y abandonar el dogmatismo. Jünger quizás no fuera un perfecto liberal –a la manera británica, e incluso a la española, que es donde nació esta concepción de la política–, pero amaba la libertad. Sobre todo, la particular. Toda su obra, y en especial La emboscadura, un libro del que el filósofo Antonio Escohotado hizo pública profesión de fe, puede leerse como un acto de resistencia a la opresión contra el individuo, sin importar su formulación histórica en cada momento. Ser libre consiste para Jünger en no sentir miedo, pero no de una manera ilusa o adolescente, sino concreta. Al elegir una cosa u otra, al decir no a algo o a alguien –Non serviam, proclamó el diablo– y al decidir vivir de una determinada manera y no de otra.

El viejo escritor conservador, a su manera, fue un rebelde que no necesitó cobijarse en la coartada del nihilismo. Un perfecto emboscado, que fue nombre que él mismo otorgó a este ideal de convertirse en un individuo irrepetible, consciente y soberano. Alguien que no acepta ser salvado por los demás ni desea tampoco ser protegido por la comunidad. Un sujeto capaz de sobrevivir a la intemperie, aceptando la fatalidad del mundo, sin hacerse la víctima. La antítesis de las masas sobre las que escribió Ortega y Gasset. La gran novedad de la visión de Jünger sobre el hombre (terrestre) es que no concibe la autonomía del ser humano como una herramienta para sentirse más seguro o superior, sino como un destino feliz, una mística cuyo catecismo cristalizaría –y tiene todo el sentido– en la experiencia extrema de las guerras. 

'Radiaciones I' TUSQUETS

Expresó su concepción del mundo en una prosa de síntesis –personalísima– donde la poesía y el pensamiento se funden en una única voz. Literatura y metafísica con parábolas, explica él mismo en el antológico prólogo de Radiaciones. Así están redactados estos diarios en los que se recogen las huellas sensoriales de toda una vida, que en su caso se apagó, cumplido ya el siglo, en Wilfingen, un diminuto pueblo de la Alta Suabia, desde donde predicó hasta el último de sus días el carpe diem.

Aquel escritor sabio de sus últimas horas, con los cabellos convertidos en nieve, fue una vez el joven militar que sobrevivió a las heridas de la Primera Guerra Mundial, en cuyas trincheras entretenía los escasos tiempos muertos –y esto no es humor negro– leyendo a Ariosto. Al terminar la segunda catástrofe bélica, donde combatió en el bando alemán, profetizó el fin de la era burguesa. Para ese momento hasta la guerra misma se había convertido para él, que la retrató como si fuera la llama de un fuego olímpico, en un pasatiempo técnico, carente de heroísmo. Sin naturaleza épica posible.

El soldado Ernst Jünger durante la Primera Guerra Mundial

El escritor cuenta en estos dietarios el reverso del horror hitleriano, parte de sus años en París durante la ocupación nazi, y la posguerra, pues su redacción se cierra en 1948. En ellos es la realidad quien traiciona y desmiente cualquier tentación de fabulación. Jünger se situó desde el primer instante como un escritor crítico con el fascismo porque había sentido, igual que Dionisio Ridruejo en el caso español –que viajó desde el falangismo más temprano hacia la embrionaria socialdemocracia, haciendo estación en la División Azul–, una profunda decepción. Se rebeló contra ella creando un método de liberación individual –mantuvo siempre su amistad con el inventor del LSD, Albert Hofmann– y practicando una cierta filosofía anarquizante, en la que algunos han visto una anticipación del movimiento hippie. 

Acaso no haya que llegar tan lejos: el autor de Radiaciones es alguien que no perdió nunca el sentido sagrado de la naturaleza y de los hombres, igual que los filósofos ancestrales. Quizás por eso sintiera muy pronto repulsión –como relata en un pasaje memorable de estos diarios– por el abyecto antisemitismo nazi, o quizás fuera la consecuencia última de su profunda repulsión ante el nihilismo, que es la materia viscosa que subyace, igual que una brasa encendida, en el seno de los totalitarismos, al margen de su signo político. En Radiaciones ya no queda rastro de esa “atmósfera embriagadora de rosas y sangre” de su libro sobre la Gran Guerra. La orden movilización del Reich para incorporarse a segunda le llega a su retiro en el campo, donde coleccionaba escarabajos y leía a Heráclito. 

'Radiaciones II' TUSQUETS

En París, como miembro del Estado Mayor alemán, vivió una vida lujosa –protegido por sus superiores hasta su traslado a Rusia– mientras la industria de la muerte no descansaba. Los hornos convertían en un océano de cenizas grises a millones de seres humanos, Hay quien echa de menos al leer estos diarios una denuncia categórica contra el genocidio. Como si un escritor estuviera obligado a satisfacer los deseos. Jünger no escribió a favor del nazismo ni tenía tampoco motivos –como le exigieron los aliados durante la posguerra– para hacer un descargo de conciencia en público.

Jamás concibió la escritura como un acto de denuncia política, sino como una manera de compartir con otros sus experiencias, al margen de su (in)corrección política. Nunca ejerció de juez. Era un testigo y, como escritor, su tarea consistía en hacer visible el agua (sucia) de la pecera, que es aquella que sólo es invisible para los peces que están dentro. Se incluyó desde el principio a sí mismo dentro del cuadro de la tragedia. Por eso Radiaciones debe leerse como el desvelamiento de su mirada, que aquí abandona la prosopopeya poética que había aprendido en los libros y constata, al fin, la evidencia (infalible) del principio de realidad. La vida no es noble ni buena, pero sí es –y seguirá siéndolo– sagrada. Lorca erró en uno de los tres adjetivos de su Oda a Walt Whitman. 

'Tempestades de acero' TUSQUETS

Leer a Jünger ayuda a entender mejor el mundo y a descifrar sus múltiples jeroglíficos, incluida la fría lógica de la barbarie. Escribe a través de imágenes poéticas, llenas de sugerencias, creadas mediante asociaciones y correlatos sorprendentes. Al mismo tiempo, en sus diarios muestra una distancia precisa, que es un ejercicio de perspectiva para captar mejor el sustrato de las cosas. No entender el alto esfuerzo que exige esta clase de escritura es desconocer que lo sencillo para él hubiera sido redactar un manifiesto amable. Pero Jünger no fue un populista ni un demagogo, sino un esforzado poeta. Diferenciaba perfectamente, al contrario que sus activos censores, entre el poder, la política y el dominio. 

Sabía de sobra que muchos no iban a comprenderlo. Quizás por eso dejó escrito, acaso para quienes lo juzgarían cuando ya no estuviera, un pasaje –referido a Nietzsche– que es, también, su respuesta ante la incomprensión y el sectarismo de las masas: “La captación espiritual de la catástrofe es más temible que los horrores reales del fuego. Esa captación es un riesgo que sólo pueden correr los espíritus más osados, los capaces de soportar grandes cargas, de hacer frente a las dimensiones de los acontecimientos, aunque no a su peso. Quedar despedazado de ese modo fue el destino de Nietzsche, al cual lapidar es hoy de buen tono. Después de un terremoto la gente golpea los sismógrafos. Pero si no queremos contarnos en el número de los primitivos no podemos hacer expiar a los barómetros los tifones”.

'La emboscadura' TUSQUETS