“Si elegís a Stendhal, creeréis ser su elegido, así es su arte”. El crítico Jacques Laurent resumió con estas palabras la capacidad de seducción que Stendhal suele ejercer en el lector despierto. Su estilo, a menudo desmañado, transporta sin embargo una irreductible y contagiosa vitalidad. Es la suya una voz siempre genuina, desprejuiciada, inteligente, sensual, libre en un sentido olvidado. Más aún que en sus maravillosas novelas, esa intensidad se percibe de un modo transparente e inmediato en los dos principales libros de memorias que dejó inconclusos, Vida de Henri Brulard (1890) y Recuerdos de egotismo (1892), ambos editados póstumamente. Lluis Maria Todó acaba de publicar una excelente traducción al catalán de este último, Records d’egotisme (laBreu).

En su breve e incitante prólogo, Todó observa que Stendhal, como memorialista, recogió el testigo de Rousseau pero sin caer en la impostura de su falsa sinceridad. Después de la repulsa que sintieron los moralistas por la manifestación del yo, que Montaigne había sido el primero en problematizar, Rousseau había reivindicado el carácter natural del sujeto, algo a todas luces falso, ya que siempre se trata de una construcción. Stendhal, en cambio, como observó Canetti –uno de los grandes devotos del escritor en el siglo XX– cultivó la franqueza de la mascarada, que no es sino el reverso de lo que hizo su antecesor.

Retrato de Stendhal (1840) OLOF JOHAN SÖDERMARK

Su gusto por los pseudónimos así como su pasión por Shakespeare y las óperas de Cimarosa, Mozart y Rossini delatan una imaginación prendada de las metamorfosis, que es la esencia medular del arte. No es raro que André Malraux, obsesionado como Canetti por el enigma de las metamorfosis, viera en la transformación de Henri Beyle en Stendhal o en Brulard un ejemplo de cómo el artista, –en contra de lo que hace el hombre biográfico, que lucha contra todo lo que no es él–, pelea sobre todo contra sí mismo, liberándose de todo lo que no beneficia a la obra de arte. 

Malraux observó también que en la modernidad el examen de conciencia vigilado por Dios se transforma en una introspección que en los mejores casos convierte el caos de la experiencia interior en un nuevo orden poético, la voz del mundo secular. En ese sentido, la singularidad de un libro como Henri Brulard estriba en la afirmación de una nueva moral que ha dejado atrás los dogmas del Antiguo Régimen pero que al mismo tiempo aún no se ha rendido a los tópicos de la edad democrática contra los que se alzará Flaubert.

De ahí surge esa extraña luz, una claridad que ya no procede de la religión sino de la vida desatada y a la que ahora volvemos como en busca de un manantial perdido. Hay en su prosa un movimiento, a raciness, por decirlo con una palabra inglesa que él mismo utilizaba –vivacidad, salero– que parece contener toda la espontaneidad y la locura del hecho de estar vivo.

'Vida de Henry Brulard' ALFAGUARA

Stendhal vivió y escribió entre dos luces, antes de la excesiva profesionalización e intelectualización de la literatura, dueño de una libertad que probablemente nadie de su época se atrevió a ejercer con tanto descaro. El enfrentamiento con su padre, concretado en ese inolvidable episodio en el que cuenta cómo de niño sintió una alegría irresistible al enterarse de la ejecución de Luis XVI, lo que le valió una severa bronca de sus mayores, funciona como metáfora del extrañamiento que el escritor sufrió en el seno de su familia y de su cultura. 

Como dijo él mismo, “yo escribo en francés pero no en literatura francesa”. Delfinés de nacimiento, se sentía más cerca de Milán, la ciudad de su vida, que de París. La primera vez que visitó la capital, como cuenta en el Brulard, sufrió una tremenda decepción al ver que allí no había montañas. De los escritores franceses, tan solo cita como modelo, et pour cause, a Saint-Simon. Detestaba a Racine y en general lo que él llamaba l’abominable chant du vers alexandrin, frase que a su vez constituye un alejandrino perfecto. Adoraba en cambio a Cervantes, Shakespeare y a lord Byron, a quien conoció en un palco del teatro La Scala. Sus dos grandes creaciones, Julien Sorel y Frabrizio del Dongo, podrían verse de hecho como sucesivas reencarnaciones novelescas del don Juan de Byron.

Otra escena emblemática de Henri Brulard, la muerte de su madre siendo él aún muy niño –escena que Proust leería con mucho provecho– explica la fascinación que Stendhal sintió por las mujeres y la consecuente teoría del corazón humano, el asunto que más le interesó explorar. Es memorable el episodio, en Recuerdos de egotismo, del gatillazo que sufrió con Alexandrine, una joven prostituta de diecinueve años cuyo rostro, el más bello que había visto, compara con la Venus de Urbino de Tiziano.

'Recuerdos de egotismo'

Como decía otra vez Canetti, la honestidad de Stendhal no silencia ninguna bajeza y al mismo tiempo siempre se pone del lado de la magnanimidad. Su gusto por la pintura y por la música es la natural prolongación de su infinita curiosidad por cada ser humano, esa mezcla de compasión y matter-of-factness que es el signo del gran novelista. De un tal conde de Ségur al que había conocido en Saint-Cloud en 1811, nos dice que sus ideas eran “enanas” pero que tenía muchas y sobre muchas cosas. “Por todas partes y en todo el mundo veía grosería, pero con qué gracia expresaba esta opinión”. Uno ve enseguida al tipo en su estupidez facunda y encantadora, irreductible.

La precoz transterritorialidad de Stendhal es otra de las particularidades por las que tan cercano lo sentimos hoy en día. Nacido en la época de la emergencia de los nacionalismos, su condición de eterno dépaysé con raíces españolas, alma italiana, anglófilo y antifrancés (aunque según su amigo Prosper Merimée no había nadie más arquetípicamente francés que él), le convirtieron en un observador privilegiado de todos los caracteres europeos, de los que él era la suma. En Recuerdos de egotismo, observa por ejemplo que la educación de las clases altas, en Inglaterra como en Francia, “proscribe toda energía” y, si por azar existe, “la gasta.” Luego comenta también que uno de sus grandes desgracias es que “los pequeños matices me afectan mortalmente”. Le basta un poco más o menos de maneras de alta sociedad para exclamar ¡Burguesa! o bien ¡Muñeca del Boulevard Saint Germain!, quedándole ya tan solo el asco o la ironía al servicio del prójimo. Ahí ya están latentes todas las nuances sociales de Proust.

'Records de Egotisme' laBrea

Esta insólita cultura de las emociones delata al gran lector de Shakespeare que siempre fue Stendhal, cuyos personajes están creados con una rotundidad dramática muy afín al inglés. En Recuerdos de egotismo le escuchamos contar, llenos de envidia y fascinación, cómo viajó a Londres para ver interpretar Otelo a Edmund Kean, el gran actor shakesperiano de la época. Stendhal se rindió de admiración ante su trabajo y observó que los ingleses tenían gestos muy distintos a los de los franceses para describir “los mismos movimientos del alma”, otro detalle que revela su extraordinaria sensibilidad.

Jaime Gil de Biedma recordaba –lo cita Todó en su prólogo– que Gabriel Ferrater decía que “Stendhal tuvo y tiene la mala suerte de ser mucho más inteligente que todos nosotros, contemporáneos, poetas, lectores y críticos, sin excepción”, una afirmación que uno tiende a compartir a medida que cumple años. El propio Todó, en su ensayo Un diàleg imaginari (2021), que felizmente ya tiene traducción castellana en Athenaica, comenta que Stendhal es un autor que solo puede entenderse de verdad a partir de los cuarenta, cuando uno empieza a poner en perspectiva la propia experiencia. Y es exacto. “La frase está mal hecha pero la cosa es verdad”, como dice el propio Stendhal en el Brulard. Con la madurez empiezan a importar menos las cuestiones formales en favor de la verdad desnuda. Y en ese sentido, Henri Beyle es, con todas sus máscaras, el compañero ideal.