La vida terrestre de Cyril Connolly (1903-1974) responde, con una coherencia prodigiosa, al célebre mito de los expatriados británicos: gente de mundo, leída, estudiada, con dominio de idiomas y un cierto rango académico que tienen la prodigiosa habilidad y un irrepetible talento para encontrar, en una época de la Historia –principios del pasado siglo– en la que el mundo todavía conservaba algunos misterios geográficos (al menos, para los occidentales), los enclaves más encantadores del planeta para ensayar –sin prisas, gracias al generoso respaldo de la familia o a la ayuda proverbial de algún mecenas temporal– esa forma de vida, encantadoramente disoluta, que consiste en ser y ejercer de artista. Muchos de ellos carecían de riquezas y patrimonio, pero poseían capital social: contaban con amigos bien situados en la sociedad inglesa. En esos tiempos vivir en el extranjero era un lujo relativamente barato.
Connolly, educado en el elitista colegio de Eton, graduado en Clásicas en Oxford, no cesó de viajar durante toda su vida. De niño conoció Irlanda, donde su madre tenía a sus ancestros, y Sudáfrica, un destino que frecuentó su padre, militar del imperio de Su Graciosa Majestad. De joven recorrió Europa –sus predilecciones fueron Francia y España–, Jamaica, Estados Unidos y parte del África del Mediterráneo. Curiosamente, no es recordado por esta pulsión nómada, sino por sus gestas literarias, modestas quizás en comparación con otros autores de su tiempo –es el caso de Aldous Huxley o George Orwell– pero suficientes para retratarlo como un homme de lettres.
Escribió relativamente pocos libros (buena parte de ellos son antologías periodísticas) y muchísimos artículos. En esta elección tuvo que ver, más que la vocación –Connolly siempre se sintió escritor y soñaba hacer una obra maestra que perviviese en el recuerdo de los hombres “un mínimo de diez años”– su famosa indisciplina y su modo de vida: se ganaba la vida con el periodismo –sobre todo escribía crítica literaria– y apenas si le quedaba tiempo (y ganas) para entregarse a esa tortura de escribir una novela.
Concibió su primer proyecto narrativo como una ambiciosa trilogía, de la que sólo llegaría a publicar un volumen: The Rock Pool (1936), una farsa satírica sobre un grupo de viajeros atrapados en un resort de Francia. Salta a la vista que intentaba hacer literatura a partir de sus propias experiencias biográficas, pero la verdad es que encontró su sustancia, por así decirlo, en las obras ajenas (como lector) y como reseñista (oficio que le permitía ganar un poco de dinero).
De ahí que su obra sea una summa de ensayística breve o fragmentaria, consecuencia directa del articulismo, que comenzó a ejercer a mediados de la década de los años veinte en la revista New Statesman, antes de pasar por The Observer, The Daily Telegraph y, ya en su madurez, por The Sunday Times. No se dedicó sólo a los libros: fue corresponsal itinerante (en España) para estas cabeceras y crítico de arte en la revista Architectural Review.
Connolly podía escribir absolutamente de todo –incluso la crónica de la desaparición de dos diplomáticos británicos que ejercían como espías de la URSS: eso es The Missing Diplomats (1952)–, con puntualidad, soltura e indudable eficacia, que es el rasgo genético que define a los memorables escritores de periódicos, esa raza en serio peligro de extinción en estos tiempos de internet, politólogos y algoritmos.
Connolly forma parte de esta estirpe snob –léase sine nobilitate–, aunque, en el fondo, se sentía como un autor francés que escribía en inglés. Cuatro años después de fracasar como novelista, fundó y editó una revista literaria mensual –Horizon, cuyos cuarteles generales estuvieron en Bedford Square, y cuyos editoriales están reunidos en el volumen Ideas and Places (1953)– con los dineros de Peter Watson, que duró una década; tarea que compaginó con la dirección de las páginas literarias de The Observer.
Antes publicó Enemies of Promise (1938), una poética sobre la creación literaria, que es uno de los libros incluidos en esta Obra selecta que acaba de reeditar Lumen, a partir de su versión de 2005, al cuidado de Andreu Jaume, con traducciones de Mauricio Bach, Miguel Aguilar y Jordi Fibla. Un volumen de mil páginas llenas de las habituales maravillas del british style, esa conjunción de elegancia, ironía, despego y sabiduría que caracteriza la docta prosa de tantos críticos ingleses.
Connolly es, sin duda alguna, un crítico subjetivo, parcial y caprichoso. Al margen de la literatura en inglés, sólo se interesa por la francesa y, de forma tangencial, por la alemana. España le interesaba mucho como país –la antología de Lumen incluye una interesantísima crónica de la Barcelona de 1936, controlada por los movimientos anarquistas, donde el periodista británico muestra una ingenuidad envidiable, fruto de su inexperiencia en materia política– pero su literatura parece quedar lejos de sus intereses.
Su idea de la creación literaria exhala un tono inequívocamente personal, en el que pueden rastrearse sus frustraciones: “Las novelas malas no duran. No tiene sentido escribir una novela a menos que pueda figurar entre las mejores… No es una forma adecuada para escritores jóvenes. Las mejores han sido escritas a comienzos de la edad madura y en adelante… El artículo largo tiene futuro, sobre todo, en la forma de ensayo crítico…”. Blanco y en botella. Un autorretrato.
Al crítico británico le preocupan la escritura y sus circunstancias –“Todo escritor, antes de embarcarse en la creación, debería encontrar algún medio, por deshonesto que sea, de conseguir con el mínimo esfuerzo cuatrocientas libras al año–, entre ellas el éxito temprano, una flor (rodeada de envidia) que él no conoció y que, acaso por eso, consideraba también una amenaza. El camino hacia la gloria de las letras está plagado de innumerables celadas. Connolly desbroza esta selva oscura llena de obstáculos en estampas soberbias sobre habla de los males del mercado editorial, la cultura de su tiempo –dominada por el grupo de Bloomsbury– y la naturaleza íntima de los escritores.
Su visión sobre el arte de la crítica excluye la diplomacia y la piedad ante los malos libros –un lector no tiene necesidad de padecer los actos bondadosos de un reseñista– y postula una heroica resistencia ante las tendencias del momentum. A ratos es arrogante, pero sus motivos quedan en evidencia en su excelente escritura. Si tuviéramos que describir el efecto que causa su prosa el concepto exacto sería el de naturalidad, un estilo, dificilísimo de lograr, y aún más de conservar, que transforma el discurso literario en una forma precisa de respiración. No ejerce de erudito –aunque lo sea– ni escribe en busca de la sanción académica. Lo hace principalmente para él mismo, como desahogo, y, por extensión, para sus lectores, con los que comparte su criterio sin obsesionarse con asombrarlos en cada línea.
Se trata de todo un logro para un escritor que vivía –perseguido por las deudas y la falta crónica de liquidez– únicamente de sus colaboraciones en periódicos y revistas. En términos genéricos, Connolly fue, sobre todo, un ensayista cultural que escondía otro confesional, como demuestra en The Unquiet Grave (1944), un libro donde se camufla tras un pseudónimo –Palinuro, el nombre del malogrado piloto de la nave de Eneas que lo transporta desde Troya al Lacio– y en el que el memorialismo se hibrida con la literatura fragmentaria del dietario y el aforismo.
Hedonista y pesimista, una combinación llena de lógica, pues solo se pueden saborear a fondo los placeres de la vida si uno entiende que no duran siempre, el escritor británico, robusto fumador de habanos, siempre al borde de la depresión crónica, y de cuyo último aliento se cumple ahora medio siglo, funde en un molde único su humanismo carnal y el ejercicio (ingratamente mal pagado) de la reflexión ilustrada. Para él, la literatura moderna se dividía en dos escuelas: la que practicaron los mandarines, elitista y estilística, con tendencia a la digresión y a la subordinación, al modo de Henry James, y la realista, que es su antídoto: frases breves, oralidad y claridad, en la lógica de Hemingway.
Connolly, con su moralismo desesperanzado, herencia de sus lecturas de Pascal, Chamfort o Sainte-Beuve, y su sentido de la individualidad, que fue una expresión de su carácter tanto como una necesidad, se ubica entre ambas escrituras, sabedor de la inevitable fugacidad de todas las cosas. “La literatura” –explica en Enemies of Promise– “es el arte de escribir algo que será leído dos veces; el periodismo, aquello que será leído una sola”. Este libro es una excepción a esta regla. Merece más de tres lecturas. No deberían perdérselo.