En Marrakech, el arte y la naturaleza han esparcido una belleza lejana; lo seco y lo salado se abandonan pródigamente bajo enormes sábanas, como si fueran objetos sagrados del jardín primordial. En la plaza Yemaa el Fna de Marrakech, el escenario que Juan Goytisolo compartió tantas veces, se desparraman piedras, aceites, telas bereberes y serpientes enroscadas. Es la kashba. Su embrujo habla de paraíso y geometría; de naturalismo y culto, en el centro de un círculo de alminares y mezquitas. Muy cerca de allí, el Hotel Mamounia, hospedaje de anciano lucro, es un homenaje al lugar en el que Paul Valéry abre la carpeta de sus Cahiers, los poemas en prosa fulgurantes, la última invención del ritmo de las palabras. El llamado poeta del conocimiento funde el ascetismo alauí en su propia hermenéutica. Tratando de adornar su pasión grecorromana con la tradición mística del Islam suní, el poeta francés visita la ciudad romana de Volubilis, cerca de Fez, un cruce de civilizaciones, una huella impresa sobre los olivares; el vestigio clásico que sobrevivió al profeta.
Los creadores que han conocido al Magreb, después de que los tanques de Rommel atravesaran el Sagel, no rememoran apenas al Mamounia, a excepción de Churchill, el ex primer ministro británico, quien, en su madurez, regresa cada año con pinceles, lienzos y caballete para pintar, desde el tejado del hotel, el horizonte manchado por los relieves del Atlas.
El matrimonio de Jane y Paul Bowles
El mismo hotel es la base de Paul Bowles en su primera estancia en Marrakech. Va y viene de su país de origen, EEUU, haciendo siempre escala en el París liberado o en el Berlín de Christofer Isherwood . Después, se instala definitivamente en Tánger y publica su mejor novela, El cielo protector, pasada al cine por Bernardo Bertolucci en los noventa. Se da cuenta pronto de que ha llegado al final de su escapada. En las ficciones de Bowles aparece lo que Forster llamaba la superficie áspera de la narración; se notan sus hendiduras, estrías y protuberancias, que arrancan del lector exclamaciones de aprobación o desaprobación; y solo cuando la lectura llega al último párrafo, la suavidad reaparece. En su ficción descarnada, Bowles evita el sentido del humor, que le domina por dentro. Como puente entre la Generación Perdida y la Beat Generation, ha vivido tantas experiencias que no puede explicarlas.
Por encima del humo psicotrópico, el ácido lisérgico o el alcohol, la experiencia de Bowles nos lleva derechos a una lucha contra el mal. Toda acción es una batalla y la única felicidad es la paz. Las visitas de colegas, como Truman Capote, William Burroughs o Alen Ginsberg no resultan francamente tranquilizadoras. El matrimonio de Paul y su esposa, Jane, se resiente de sus diferencias en medio de un viaje al África subsahariana. Bien entrado el siglo XX, Tombuctú, las aguas de rio Níger -el gernger de los Tuareg- o la peligrosa Costa de Marfil se convierten en una trampa para seres sensibles. Jane se recluye en España hasta su muerte tras un largo aislamiento psiquiátrico y Paul vuelve al mundo de la música -su primera inclinación- tomando parte como concertista de célebres bandas de música de películas de cine, con directores de enorme proyección como Orson Wells o Joseph Losey.
En el infierno colonial, Bowles es un desplazado. Su estación definitiva será Tánger, la ciudad blanca, con hoteles como el Ville de France o el Minzah, el preferido de André Gide y de Samuel Beckett, dos enemigos entrañables que se niegan el saludo en el bar tomando un martini seco, en el comedor, sentados en mesas contiguas o en el quiosco de la esquina comprando el mismo periódico.
Tánger es un paraíso terrenal: “nunca volverá algo así sobre la tierra”, escribe Bowles en El tiempo de la amistad. Son los años del trasmundo; la ciudad vive de lleno su descolonización y su conversión en puerto franco, situado en tierra de nadie, entre el Marruecos confesional y París, la densa metrópoli de las vanguardias. En un momento de su vida, el escritor abraza a Tánger, como una muralla contra la ingratitud de la vida de artista. Es el mejor off shore de aquel momento, entre el fin de la Segunda Guerra y el funcionamiento pleno de los acuerdos de Bretton Woods, que fundaron el FMI y aseguraron la hegemonía del dólar.
Para cerciorarse de que en su invención literaria no existe sobre una pura ensoñación, Bowles retrocede hasta Marrakech, el nido puntual de revolucionarios evadidos como Angela Davis, la exdirigente del Black Panter, que fue capaz de sobreponerse al asesinato de Malcom X, en manos de sus propios hermanos. Hoy, la Davis que impacto en los artistas engagés de su momento es profesora de Departamento de Historia de la Conciencia en la misma Universidad de California de la que fue expulsada en los setentas.
Volver a Marrakech o visitarla por primera vez es como buscar la nostalgia en los jardines de la bella ciudad surcada por el sol y abundada hoy por el exceso de parterres multicolores; allí señorean los cactus de verde almidón, en ventanales, en altos zaguanes y hasta en las galerías belles et plaisantes, importadas del norte francés. El plácido horizontal de la arquitectura del Gran Sur lo absorbe todo, tal vez por asociación al jardín egipcio. Se puede asegurar que la apuesta babilónica, tan extendida por el mundo mediterráneo, no atravesó el corazón del Rif.
Hoteles, oasis de verde y agua
El terreno rocoso de gran parte del país ofrece la monotonía de la selva paleolítica, adaptada al creacionismo y a la armonía geométrica aprendida en mezquitas y oratorios exteriores. En contacto con el medio natural, los ciudadanos se pasean bajo sombras exquisitas que conducen a algunas de las fuentes almorávides, esmaltadas de flores, donde trinan a placer diferentes especies de pájaros. Allí renace la antigua civilización que plantó cara a la noche oscura de la Edad Media.
Hay una cosa que tienen en común los escritores occidentales refugiados en los minaretes tangerinos y en la entraña de Marrakech: aprendieron a no obviar lo humano. Sus novelas y ensayos chorrean humanidad. Para descubrir el embrujo de la media noche del Magreb, consideraron que los hoteles eran oasis de verde y agua, al final de las farras del lugar, dotadas de un pronto de ambigüedad y fuego inigualables. Estaban advertidos y olvidaron en casa los esquemas preconcebidos.
La belleza cautiva de igual modo a historiadores, antropólogos o artistas. Pero cuando se trata de letras, la mediación entre el acto y su forma final exige la frialdad de William Burroughs, el más desesperado. Después de darle muchas vueltas, E.M. Forster anticipó en su momento que la repetición de la naturaleza humana resulta imposible de negar. Las pasiones humanas son las mismas: “fantasía, profecía y ritmo”.