La Guerra Civil mutiló la efervescencia cultural que recorría España como un calambre entusiasta. También la de los autores e ilustradores de libros infantiles, que se remangaron bajo las bombas y empezaron a llenar las páginas de doctrina y consignas, convirtiendo a los niños en destinatarios de postulados propagandísticos dirigidos a moldear al camarada o al patriota. En un país convertido en una inmensa trinchera, los cuentos y las fábulas también participaron en el combate.   

No es extraño, por tanto, que Cenicienta rechazara al príncipe por ser de clase privilegiada, los ladrones de Alí-Babá fueran cuarenta grandes capitalistas y el patito feo se transformase en un cisne consagrado a la educación del pueblo. De igual modo, el Caudillo quedó fijado a la manera de un superhéroe español: “Franco no solo era el jefe de insuperable valor personal, que menospreciaba el riesgo y no perdía la serenidad, sino que era además el padre cariñoso de sus soldados”.       

A recuperar la memoria de estos libros y de los creadores atrapados bajo el fuego de los cañones y la guillotina cutre y perversa de la ideología dedica Jaime García Padrino, catedrático de Didáctica de la Lengua y Literatura en la Universidad Complutense, el ensayo La literatura infantil y juvenil en la Guerra Civil (Renacimiento). Este título cierra una trilogía con su firma empeñada en revisar qué han leído los niños y jóvenes españoles desde 1875 a la actualidad.    

‘Pionero rojo’, revista infantil española publicada desde Barcelona por la Juventud Comunista Ibérica, adherida al POUM.

Queda claro que, desde 1936 a 1939, la mayoría de las publicaciones dispensaron a los lectores más pequeños una rígida formación ideológica. “De unos sujetos a los que educar, instruir o recrear se pasó a ver en ellos, ante todo, a unos receptores de neto contenido ideológico y de enfoque proselitistas. Así se intentaba desarrollar en el niño y en el joven una condicionada conciencia acorde con la imagen política defendida por cada bando”, señala García Padrino.

En paralelo, las editoriales dedicadas a los libros para niños y jóvenes tuvieron que hacer frente a un duro panorama a causa de la escasez en los suministros de tinta y papel y del férreo control estatal (o militar) sobre sus trabajos. “Los problemas económicos, los condicionantes ideológicos y la actitud de los creadores confluyeron en un evidente empobrecimiento de las publicaciones infantiles durante los años de la Guerra Civil”, recalca el autor del ensayo. 

Con un propósito instructivo más cercano a la más paternalista literatura decimonónica que a las nuevas tendencias surgidas en las primeras décadas del siglo XX, se retorcieron cuentos tradicionales, se enaltecieron hechos históricos, se exaltaron figuras modélicas y se crearon tipos cuyos rasgos y peripecias eran susceptibles de una identificación fácil por parte de los lectores, bajo la dialéctica de los contrarios: fascismo-antifascismo, nacionalismo-comunismo, orden-anarquía…

Uno de los títulos de Antoniorrobles en la colección de cuentos Estrella, promovida en la zona republicana.

En este sentido, la proyección de la militancia política en las creaciones literarias dedicadas al niño tuvo dos vertientes fundamentales durante la Guerra Civil. Una, la explicación o justificación del conflicto para unos testigos indirectos –los propios pequeños y adolescentes– y, a la vez, víctimas de unas situaciones cuyas causas no conocían ni podían interpretar por sí mismos. Y otra, la creación de unos modelos de conducta que sirviesen de referencia clara para tales destinatarios.           

A la luz de los datos aportados en el estudio, durante el periodo bélico, fue evidente la supremacía por parte de los medios propagandísticos de la República en la utilización proselitista del libro infantil. Este hecho se deriva de que los principales centros editoriales –Madrid, Barcelona y Valencia– quedaron en los primeros momentos bajo dominio republicano, así como de uno de los principios del régimen: la expansión de la cultura, como aliado frente al fascismo. 

“Ya no hay ogros, ni casi princesas encadenadas que liberar. Pero existen otros monstruos feroces como el explotador sin conciencia, el cacique, el tirano, que tienen esclavizados por la violencia a los seres más puros y más nobles de la sociedad. Y contra esos monstruos había que prevenir a los niños. Que es lo que nos proponemos con nuestros cuentos”, explicaba el pintor e ilustrador Ramón Puyol, responsable artístico de la organización Altavoz en el Frente.

El semanario ‘Flecha’, editado por la Delegación de Prensa y Propaganda de Falange Española desde San Sebastián.

En esta tarea se implicaron algunos creadores que habían cultivado con asiduidad la literatura infantil y juvenil antes del estallido de la guerra, como Antoniorrobles (firma del escritor Antonio Joaquín Robles Soler), Lola Anglada y Magda Donato. Además, se sumaron ilustres como Antonio Machado. El autor de Campos de Castilla estaría detrás de cuatro poemillas insertados en unas postales emitidas por el Ministerio de Comunicaciones con el fin de difundir la importancia del aseo, el estudio, la naturaleza y el cuidado de los ancianos.   

Por su parte, el bando golpista pronto situó la educación entre las prioridades del régimen militar. Como ejemplo, a finales de 1938, se celebró en Pamplona un congreso destinado a reformar la enseñanza básica para desterrar “una falsa visión revolucionaria que quería arrebatar al alma de los niños de todo aquel poso innegable, toda aquella corriente viva que representan la historia, el lenguaje y la continuidad de un pueblo, fuera del cual no hay cultura ni hay espíritu”. 

Conforme al modelo de organización de un Estado totalitario, no se contemplaron las revistas creadas por iniciativas particulares, de carácter privado y destinadas a la explotación comercial. Más bien, se defendía las publicaciones con finalidad formativa, complemento de la labor realizada por la escuela y ayudadas por una protección y control estatal. Se trataba de garantizar una formación completa en el niño, en los órdenes religioso, moral, patriótico, científico y humano. 

Ese particular concepto de revista infantil fue plasmado en Flechas y Pelayos desde su misma creación en los momentos finales de la Guerra Civil. El primer número (11 de diciembre de 1938) ofrecía en su portada una ilustración de Avelino Aróztegui y un pie que definía sus fines: “Boinas rojas y camisas azules, sonriendo a su nueva revista, se preparan, con fraternal armonía, para cuando llegue la hora de luchar todos juntos por el engrandecimiento de España”. 

Portada del libro de Jaime García Padrino ‘La literatura infantil y juvenil en la Guerra Civil’ RENACIMIENTO

En la línea de atender a la formación del llamado espíritu nacional, entendido como prioritario para los lectores infantiles de final de la Guerra Civil y la posguerra, se lanzaron otras publicaciones como Maravillas, que estuvo en circulación hasta mediados de los años cincuenta, donde Gloria Fuertes firmó su primera colaboración, con el título Fiesta en el mar, en tres números consecutivos a lo largo de diciembre de 1940. 

También se atendió al libro infantil, creando desde San Sebastián, Bilbao y Vigo colecciones como 'Cuentos de Chicos', 'Cuentos de Job' y 'Cuentos de la niñez', que ofrecían títulos como las Aventuras del Ratoncito Pérez. A medida que se acercaba el final de la contienda y su suerte parecía decidida, surgieron títulos que recreaban experiencias personales de combate o glorificaba a nuevos héroes nacionales, como Millán Astray, Moscardó, Mola y, por supuesto, Franco. 

Entre un bando y otro, García Padrino destaca el esfuerzo de Elena Fortún por alejarse de cualquier intención proselitista en sus textos dedicados a los niños que vivían la guerra, al tiempo que proponía en ellos peculiares reflexiones sobre la injusticia y la barbarie de aquel conflicto. “Ocurrió que vino una guerra grandísima, y sin saber por qué, las gentes comenzaron a matarse unas a otras de tan furiosa como estaban”, se lee en el cuento Los tres tesoros de Pepín que firmó la escritora madrileña.