Venecia. Dicen que Byron atravesaba la laguna negra a nado cada mañana desde la isla de San Lázaro hasta el Palacio Ducal. El poeta duerme en el hospedaje de los monjes armenios y recala durante el día en los salones íntimos del Palazzo. La vida es una sucesión de puertos y un rosario de alcobas.

Al final, creemos merecer un descanso reparador frente al Gran Canal, el lugar idóneo de los filtros del amor, los baños de vapor, las salibaciones de mercurio o las mujeres sabias. Al otro lado de las aguas, la antigua leprosería de San Lázaro, basílica armenia conventual de los monjes mekhitaristas, mantiene todavía hoy la rutina de las antiguas órdenes que la habitaron, como los benedictinos de San Hilario y los dominicos expulsados de Creta. En su hospedaje, San Lázaro admite visitas anónimas, sometidas  al númerus clausus del conocimiento; los monjes viven en la isla y, de vez en cuando, se curan de los humedales en el palacio de Zenobio, dentro de casco de la ciudad inmortal y situado en el distrito del Dorsoduro. 

Imagen de archivo de la ciudad de Venecia Pexels

Tras los ventanales del lugar santo no hay carnaval que valga; todo es silencio, jardinería y estudio o trasiego de miles de volúmenes, manuscritos y códices pegados a la polilla del tiempo. Junto a la imponente librería armenia hay una pinacoteca que durante el setecientos rivalizó con la del Trinity College. En sus techos abovedados, que incluso Napoleón respetó, los frescos rosa azulado de Giovanni Batista Tiepolo, el último barroco, lo explican todo; son una alegoría de la Justicia. 

El esplendor ducal

El ilusorio sentido de lo festivo que se le atribuye a Venecia es de un papanatismo abrasivo. La trayectoria del ducado, desde la Baja Edad Media hasta el Renacimiento, representa la hegemonía de la tradición sobre el poder. Durante la caída de Bizancio, la gran armada veneciana apenas constituyó un pequeño grupo de islas menores -los llamados ojos de Venecia- desde el Adriático hasta el Bósforo, atravesando el Jónico y el Egeo.

Lord Byron, el retorno DANIEL ROSELL

En cualquier caso, visitando Venecia, resulta excesivo prohibir el esplendor ducal a los que son capaces de hacer noche entre los monjes mekhitaristas. El reglamento conventual solo obliga a permanecer genuflexos ante los altares al anochecer y en los maitines. Para el resto de la jornada, aguardan los palacios en el caso antiguo de Venecia, como el  Ca’ Rezzonico con ornamentos de Canaletto, Longhi, Tiépolo o Tintoretto; la Ca d’ Oro que expone todavía parte de la colección de arte de músico Giorgio Franchetti y también el Mocenigo o la Casa de Gualdoni y, por descontado el Foscari, donde Richard Wagner compuso su Tristán e Isolda y donde murió el gran compositor, el 13 de febrero de 1883. Pero la belleza inconmensurable no es ningún cénit.

Grabado que representa las siluetas de Wagner y Bruckner en Bayreuth (1873) / OTTO BÖHLER.

La mejor forma de combatir el síndrome cursi del desmayo delante del cincel o la paleta es mantener la vela y domesticar el hambre. Subvertir el lujo es un ejercicio de iniciación en el cruce cristiano-bizantino; vale a cambio una plegaria delante de San Marco, que contempla a lo lejos la Samarcanda de Marco Polo.

Los excesos del Grand Tour

El ligero de equipaje agradecerá evitar el Hotel Byron, que lleva el nombre del gran poeta, pegado al Puente de los Suspiros. En cambio, la Venecia de las letras tiene en el Hotel Danieli un paso inexcusable, a partir del momento en que Proust, su amigo Reynaldo Hahn y la bella Marie Nordlingen deciden contraer una deuda sentimental con Musset y Sand, en los límites de la desesperanza.

Marie traduce para Proust Las piedras de Venecia de Ruskin y el gran autor francés acaba peleándose con sus acompañantes y con su madre, tan como cuenta el mismo Proust en Contra Saint-Beuve, un anticipo en clave estética de su fuerza para detener el tiempo y eternizar un instante. En los primeros años del siglo XX, Larbaud hace noche en el Danieli y describe la ciudad a través de los cristales rojos y verdes del Hotel. Le sigue Paul Morand con su libro Venecias. Todos se sienten atrapados; el mismo Fitgerald y algo más tarde John Steinbeck, que acaba echando pestes del Danieli, un palacio gótico reconvertido, muy alejado del realismo social del autor de Las uvas de la ira. El mismo hotel concentra los excesos del Grand Tour, sobre el que Jean Lorrain se enamora de la piedra y adorna de insana curiosidad el Hotel Gritti Palace, donde Jean Cocteau y Somerset Maugham contemplan el poniente rojo reflejado en la laguna.

El novelista francés Marcel Proust

Todos conocen la ruta veneciana de Byron y tratan de proteger la herencia intelectual del romántico que se enamoró de Teresa Guiccioli en el palacio de la condesa Benzoni. Pero los tules de raso seda no empañan la aventura del poeta ni sus causas perdidas, como la de Grecia, que acabó costándole la vida. 

Resistir las hambrunas y la peste

A lo largo de varios siglos, el respeto mutuo entre Venecia y Armenia ha protegido el secreto del Mediterráneo. Las pequeñas islas lagunarias de la vieja ciudad del dogo forman núcleos pastosos de pálida tonalidad. A San Miquele, el célebre cementerio veneciano donde reposa el gran Igor Stravinski, los muertos llegan en barca, como manda la tradición. San Lázaro es el auténtico Shangrilá de la laguna, dominada por los vestigios latinos y la lengua de los armenios, "un Waterloo alfabético".

En Venecia, las apariencias engañan; la ciudad del aqua alta y las algas venenosas tiene más que ver con el pendón leonino de su antigua armada que con el lujo desmedido. El mar seco y endémico que la rodea se forjó en los clanes familiares, la capacidad de resistir las hambrunas o la peste y en la audacia de los saqueos. La mezcla de comercio y valor, que representó Marco Polo delante del emperador Kubilai Kan, se vincula todavía al histórico Arsenal, cuya frondosa actividad del pasado fue evocado ya en la Comedia de Dante, visitante asiduo y embajador de la Serenísima: Quale nell’arzanà de viniziani/ bolle l’inverso la enace pace....