Donde el turista hierve en un mar de curiosidades, el viajero deja su huella por simple ausencia. Eso parece haber ocurrido en el Gran Hotel Europa, metaforizado por el novelista neerlandés Leonard Pfeijffer, que resume intenciones, charlas sotto voce, y reflexiones de pensadores llegados desde la niebla del tiempo. Este hotel reúne a Horacio, Virgilio, Dante, Thomas Mann y George Steiner; todos participan en algún momento en el misterio que recorre el hotel sobre la autoría y propiedad del último cuadro de Caravaggio (María Magdalena). En el establecimiento, recreado a la manera de Calvino en sus Ciudades imaginarias, arrancamos este relato sobre una seria de hoteles reales y visitables, capaces de proyectar poesía, música, descanso o sanación del alma.
Al Gran Hotel Europa lo situamos en el corazón de Viena, con sus paredes exteriores pegadas a los humedales del Burgatten, con balcones frente al Danubio. En esta serie, exploraremos a sus congéneres, enclavados sobre la roca caliza de islas lejanas o en medio de desiertos que rodean a los espejismos; contaremos balnearios profanos y mares lejanos. La lista abarca desde el viejo continente hasta Taipé, en los Mares del Sur, a donde llegaremos después de bordear el Cabo de Hornos, tumba entre dos océanos.
Cubrimos un amplio abanico entre la noche veneciana del Ridotto y los palacios de hielo de la planicie esteparia rusa; desde los altos farallones que protegen a Escocia del violento Mar del Norte hasta las noches africanas o las plácidas madrugadas de Salamina; y también echaremos el ancla en el golfo Sarónico, a una milla náutica del Ática griega.
No perseguimos huellas; evocamos el lugar desde el recuerdo documentado de grandes creadores.
Las travesías por mar son una forma de pertenecer, más que de viajar; especialmente a bordo del Queen Elisabeth, evocado por Gore Vidal en su libro, Ensayos, 1959-2001 (Edhasa Literaria). El autor de Juliano el apóstata, explorador asiduo de cubiertas de proa y camarotes oblongos, toma notas en el mar y escribe en tierra firme. Al llegar a su destino, procura fotografiarse junto a un jeque y aconseja que, “para ocupar un buen lugar, hay que aparecer siempre al lado de un turbante, si es posible con un diamante en la frente”, como lo cuenta Mauricio Wiesenthal en Las reinas del mar (Acantilado), recordando al llorado cronista norteamericano. En su último ensayo, Wiesenthal habla de la fortuna que tienen los que nacen en el mar, especialmente frente del faro de Ítaca que, al apagarse, desplaza su luz a las olas.
Los trasatlánticos han sido una forma de itinerancia hotelera. En el tiempo de los vapores, Gabrielle D’Anunzio, elige a Fedra, su amada Eleonora Duse, con estas palabras: “mi poema está caliente de ti, Thalassia...” El poeta y narrador italiano explora las marismas saladas de escasa profundidad en la costa de Normandía y en el Atántico Sur, habitats de la tortuga gigante. Casi al final de su vida, cuando las tropas de Eisenhower llegan a la playa de Omaha, D’Anunzio le encarga a un destacado taxidermista que diseñe uno de estos reptiles de agua, expuesto ahora en la mansión museística del poeta, defensor de la República del Fiume y amigo del Duce, Mussolini.
Cuando París era una fiesta
Normandía, contra todo pronóstico, es finalmente el destino del Desembarco que acaba de cumplir ochenta años, la operación militar cuyo relato periodístico es el clavo ardiente imposible de Martha Gellhorn, una de las mejores corresponsales del siglo pasado. Acostumbrada al Londres de las noches de fots trot del Clarige’s, del Ckifford Inn o de Le Mauvais Garçon, y odiadora nata del rancio Hotel Savoy, Gellhorn, -más adelante sería amiga íntima de Eleanor Roosevelt, la primera dama de EEUU- se instala en la costa sur de Inglaterra para narrar a sus lectores la Operación Overlord. Pero no la dejaron, como cuenta con afecto Rosario Raro en Prohibida en Normandía (Planeta), una novela recién publicada, basada en las causas de aquel rechazo de la reportera bélica por ser mujer y esposa efímera -tres años- de Hemingway, el Nobel machirulo.
En los prolegómenos del Día D, Gellhorn, colaboró en la The Ghost Army, un ejército fantasma creado en Hollywood para engañar a los nazis, haciéndoles creer que el desembarco sería en Calais. Con el Ghost y gracias en parte a las conexiones de Garbo -el espía español conectado con al Mi5 británico- la invasión aliada fue un éxito; sin ella, pero con una nómina de hombres que igualaban en testosterona la habilidad de su muñeca: Dos Passos, Jay Allen, Ted Allan o el mismo Hemingway. Ellos repiten en suelo francés la hazaña relatora llevada a cabo en el Madrid de los obuses, en plena Guerra Civil española. Y esta segunda vez, lo hacen dejando en casa a la dama, pese a la consagración de Gellhorn autora de varios libros, editados años antes, gracias al entusiasmo de H.G. Wells.
Días después de la gran batalla, cuando Paris es una fiesta, Louis Ferdinand Céline llega a Baden-Baden para instalarse en el Hotel Brenner. El autor de Viaje al fin de la noche, efectúa su última visita a la bombardeada Alemania nazi, antes de ser acusado de colaboracionismo por el Gobierno de la República de Francia, recién liberada. Es el canto del cisne, el fin de la literatura abandonada en brazos de Marinetti y Pound. El gran polígrafo galo que se entregó a la armonía de Apolo intuye ahora su cercanía al campo de Marte; pero finalmente, es condenado in absentia y salva el pellejo en su exilio de Dinamarca.
Chatwin en el Cono Sur
Tras abandonar el Brenner, Céline tiene intención de permanecer en el célebre balneario y visita un día el Hotel del León de oro, donde el oficial Trotta, protagonista de La Cripta de los capuchinos de Joseph Roth, tiene intención de casarse. En la ficción, el matrimonio se rompe, mientras el oficial atiende a Jacques, su criado, gravemente enfermo. Muere su amor por Isabel y paralelamente fallece Jacques, con el oficial del Imperio en la cabecera de su cama. Tras esta doble fatalidad, el decrépito mundo de los Habsburgo vuelve a la memoria de Roth; el autor vienés fallece en Montmartre antes de que los alemanes entren en Europa Occidental. Han transcurrido dos décadas; empieza segunda andanada germánica, espoleada esta vez por Hitler, el hombre altivo y gris que rinde culto ante el altar del nihilismo.
La Normandía que mira al Canal de la Mancha, inspira descubrimiento y nostalgia, dos aspectos unidos magistralmente por el escritor y viajero Bruce Chatwin. Al evocar su pirueta vital e intelectual, resulta fácil doblar mentalmente el Cabo de Hornos hasta alcanzar la zona chilena del profundo sur americano. En la puerta del Hotel Porta Natales de la Patagonia habitable, Chatwin sabe que está muy cerca de la cueva del Milodón, antes de que la especie extinta de mamífero placentario se convierta en muñeco de trapo al alcance del turismo de masas. Analiza la tierra y sus primeros pobladores con el detalle del antropólogo; convive en poblados guaranís, entre primordiales australes o con descendientes de indios Thomson de la Columbia británica, adornados con cuencos de hueso humano. Su libro, En la Patagonia (Península), es un sendero de aventuras y referencias literarias que van desde La Plata hasta Tierra de Fuego.
Antes de publicar sus crónicas de Sudán Afganistán, Estambul o El Cairo, Chatwin se inicia en el Cono Sur. En Buenos Aires, descubre la añoranza que despierta en Borges el abandonado Hotel Tigre, situado en los aristocráticos Barrios Norte de la capital, hoy suburbios olvidados. Siguiendo el hilo del maestro, Chatwin descubre el lugar en el que se suicidó el poeta Leopoldo Lugones, contemplando los vapores que se mueven por el Delta del Paraná. A Chatwin le obsesiona la memoria de la especie; es un escritor culto y desenfadado, equiparable a los aventureros de la Reina, como Burton o Lawrence, pero desprovisto de las etiquetas coloniales. Reconoce la historia como un gran depósito de injusticias, el relato falseado por los vencedores.