El pasado mes de septiembre andaba curioseando por la Feria el Libro Antiguo y de Ocasión de Barcelona y en la caseta de la Librería Litoral encontré una novela de Azorín de la que no había oído hablar nunca: Salvadora de Olbena. Busco información sobre la primera edición, descubro que apareció en 1944; busco si existe Olbena; sólo hay un Olvena en España, está en Aragón, provincia de Huesca, y es un pueblo minúsculo con buenas vistas: no es la Olbena de la novela, que está en Castilla y tiene línea directa con Madrid. Busco un rincón y empiezo a leer; se trata de una parodia deconstructiva, emparentada con una falsa novela rosa (así la calificó Azorín) escrita el año anterior y más reeditada: María Fontán. Los primeros capítulos dividen la realidad olbenense en varios aspectos: las luces, los sonidos, los recuerdos, las aguas, antes de que el autor nos presente a los protagonistas: Salvadora, Valdecebro, Ardales y el doctor Casal. En esta novela no ocurre absolutamente nada: se evocan unos pasados truncados y todo ocupa un intersticio temporal totalmente cíclico.
¿Qué ha hecho Azorín? Desmontar un melodrama doble y franquearnos la entrada a dos atrios sentimentales, dos situaciones amorosas que no llegan a buen puerto, porque el buen puerto es el vivir enclavado en la eternidad de Olbena, disfrutando de sus matices. El final de la novela es otro ejercicio de virtuosismo: una encuesta que el propio narrador va realizando a todos los personajes sobre el pasado de Salvadora: todos los entrevistados aportan una visión totalmente diferente de los no-amores de juventud entre Salvadora y Juan Pimentel. Lo que pasó en realidad, no lo sabemos, porque en realidad todas las versiones son correctas, complementarias o, a la vez, también confusas. Todo queda en una especie de niebla, porque la realidad es esa niebla descompuesta.
La técnica hasta el capítulo XI procedería de las novelas de Eugenio d’Ors. Cuando escribía su biografía me di cuenta de que La Ben Plantada (1911) y muy especialmente Oceanografia del tedi, también conocida como Lliçó de tedi en el parc (1916) podrían muy bien estar detrás de la novelística racionalista de Azorín y Unamuno. Basta comparar los capítulos totalmente estáticos de D’Ors, parecidos a emblemas y anunciadores del Ultraísmo, con los primeros compases de esta Salvadora de Olbena. Porque, además, allí donde D’Ors construía 'Oceánidas', Azorín construía 'Castellánidas': ¿Qué otra cosa podrían ser estas criaturas emblemáticas de Azorín, Doña Inés, María Fontán o esta Salvadora?
Azorín utiliza también técnicas totalmente cervantinas, incluyendo relatos autónomos en su trama, en bruto, y consiguiendo que no estorben. No molestan porque comparten el estilo elíptico y desbastado de la madre nodriza: 'El buen jardinero' ocupa el capítulo XIX; y 'El poeta Silvestre', el XXII. Azorín no es capaz de abandonar a los clásicos castellanos, la cantera del realismo europeo, ni por casualidad. Como parodia de La Celestina, ocupa los capítulos XIV y XXVII los monólogos de María Rodríguez, una Anticelestina, a quien piensa acudir el poeta Paco Ardales para que le ayude a seducir a Salvadora, pero consiguiendo todo lo contrario,olvidarse del amor. Porque el Romanticismo sensato de Azorín es un realismo irónico, que acepta y romantiza el utilitarismo, el buen sentido, las usuras del tiempo y la brevedad de las bellezas.
Ése era el carácter de Santa Teresa, espiritual y práctico, en cuyo molde vierte la naturaleza castellánida de su protagonista. Nos detenemos en esta novela ejemplar incrustada de 'El buen jardinerop para poner la lupa sobre este tipo de realismo nostálgico o irónico al que nos estamos refiriendo. El cuento que escribe el poeta Ardales (éste es el marco o la excusa que utiliza Azorín) se centra sobre un tal Focas González (¡bonito nombre!), señor que vive infeliz porque trabaja de escribiente siendo su alma la de un jardinero que se queda embelesado delante de flores de toda clase, y se ha de ir a consolar a los jardines públicos no pudiendo cuidar de uno propio.
Como en las novelas de Palacio Valdés o de Alarcón, la situación cambia completamente cuando Focas recibe una carta inesperada de América, con la noticia de que está a punto de recibir una herencia. El pasaje juega muy hábilmente con los lugares comunes del realismo más canónico, utilizados como tópicos: “Le dio varias vueltas entre las manos, sin atreverse a abrirla, y al fin, la abrió. Después de leerla se quedó turulato. El lector nos habrá de perdonar esta expresión familiar; nos parece la más expresiva. En la carta, escrita por un notario de Buenos Aires, se le anunciaba que un tío, ese tío que todos tenemos en América, había muerto y le había legado una enorme fortuna”.
El típico tío y la típica herencia que le sirven a don Focas para comprar muchas haciendas y pasarse la vida construyendo jardines y contemplándolos. Pero luego llega también el típico administrador traidor, que traiciona precisamente por el hecho de ser administrador, y el bueno de don Focas vuelve a quedarse sin blanca; así, en un pis-pas. Del naufragio sólo le queda una hacienda del siglo XVII entre Valencia y Castilla, en un semipáramo, con un huerto seco y austero, del que se acaba enamorando. Así es como ingresa el jardinero en el castellanismo de principios de siglo, desde una posición inicial municipal y espesa.
Salvadora de Olbena no es una novela seria. Parodia las novelas menos lucidas del realismo español, no las más elaboradas. En otras palabras, recupera lo adocenado con cariño, como si fuera un restaurador de muebles encontrados en el contenedor. Explota esos tópicos decimonónicos y los carea con una realidad amablemente gris, la felicidad austera que abandera como ideal de vida: “Ricardo de Valdecebro, conde de Valdecebro, no es un romántico de atar, sino un romántico mansueto. Su nombre le predestinaba al romanticismo arrebatado; un romántico ha de ser, en la novela, mucho más que en el teatro, conde o marqués, y ha de llevar un apellido sonoro. Todas las criaturas, en esta historia, son entes de razón; todo está creado arbitrariamente; Valdecebro es como una sombra que vaga por una vieja ciudad; sombra sin consistencia”. Todo ha de evocar los tiempos heroicos, pero ya nada ha de ser heroico, porque ya todo ha sido ordenado “arbitrariamente” (adverbio completamente orsiano). Estos personajes saben que no habitan en un drama de Echegaray, saben que los duelos y pasiones arrebatadas de las novelas de Alarcón resultarían ridículas en un pueblo limpio con un buen hotel y una Academia oxigenada. Ya no son posibles las hazañas épicas, pero en cambio se vive en una era del matiz y la cordialidad.
Esta reflexión sobre lo que son la realidad y la emocionalidad aparecen por todas partes. Nadie hace nada, no se realiza nada, sólo se pasea y se piensa: “Valdecebro se levanta y no sabe lo que hacer en Olbena. Los románticos exaltaban el deseo; desparramaban exhuberantemente su sensibilidad por las cosas. No llegaban nunca a la región donde se encuentran Salvadora y Valdecebro; la región más allá de los deseos”. La post-vida que no es una ultratumba, son una contemplación: “Independientemente de las cosas, la sensibilidad, en estos dos ultrarrománticos, se lanza a un remoto territorio de ensueño. La vida fluye para ellos lenta y callada; los matices de las cosas lo son todo, y las cosas mismas nada”. Por eso se esboza un triángulo amoroso que no se verifica. Todo es impresionismo extremo y los colores reinan sobre las acciones y las voluntades. Por eso Olbena es un espacio de tiempo y recuerdo en el que la única ocupación es la pregunta estética.
No estamos muy lejos de La voluntad (1902). Parece mentira que de aquellas propuestas de 1898-1902, Azorín no se hubiera movido ni un centímetro en más de cuarenta años. Como en La voluntad, Antonio Azorín (1903) y Confesiones de un pequeño filósofo (1904), el autor llena las tertulias de su pueblo inventado de filosofía amateur. De ese modo recupera la rica tradición de diálogos filosóficos castellanos del siglo XVI ambientados en ciudades castellanas que leía con tanta afición. La manera de homenajear a Fernán Pérez de Oliva, los hermanos Valdés o Fray Luis de León es retomando sus temas transformados en tertulias pequeñoburguesas en las que pasan las tardes un puñado de seres provincianos que se conforman con su condición excéntrica. A la vez, también es un modo de evocar el ideal de vida montaignesco. Porque, como nos explican ampliamente, cualquier rincón es centro si nos ponemos a pensar en las dimensiones del universo.
Salvadora de Olbena es una antitrama romántica que no se produce, sino que se deja caer desde los bastidores; es un triángulo amoroso que se evapora antes de que se concrete, y antes de que alguien se ponga nervioso, es una antinovela o desrelato que retoma todos los elementos del melodrama rural y les da la vuelta como un calcetín: demostrando que cualquier pueblo castellano está tan conectado con la universalidad como cualquier capital y que todas las vidas humanas se parecen y recorren el mismo tipo de tiempo: circular, otoñal y gris. Una novela deconstruida como un plato de cocina de diseño, neorracionalista, publicada en un año tan oscuro como 1944, completamente a destiempo, que quizás convendría reeditar con un prólogo un poco exhaustivo.