Existe una fértil zona de sombra, que es consecuencia también de la ternura traicionada, en esa poesía que decide construirse a sí misma, igual que hacemos los seres humanos con sentido de la voluntad, con los materiales desechados del clasicismo. Los poemas surgidos del desencanto, hijos bastardos del desarraigo o frutos de los desajustes existenciales, gozan de una condición singular que raramente aparece en la literatura razonable: buscan la verdad a toda costa, en contra de todas las convenciones culturales y las preceptivas retóricas. Esta naturaleza rebelde hace que muchos de los poetas de la estirpe del enfado, herederos de ese hastío ancestral que es presente sin dejar nunca de ser pasado, registren con una exactitud meridiana la vida (verdadera) de nuestra época, siempre en fase de descuento.
Acaso quien mejor encarne este raro talento en la poesía española de los últimos treinta años sea Roger Wolfe (1962), un poeta de origen inglés, criado en Alicante, perfectamente bilingüe, que irrumpió en el territorio sagrado de la lírica castellana –donde los poetas oficiales se disputaban la menguante monarquía de un reino diminuto– a mitad de la década de los ochenta. Su primer libro –Diecisiete poemas (1986)–, editado en un sello de Málaga propiedad de Ángel Caffarena, el sobrino-librero de Emilio Prados–, y especialmente el segundo –Días perdidos en los transportes públicos (Anthropos, 1992), causaron desazón y sorpresa en el reducido universo insular de la poesía patria por no adscribirse por completo a ninguna de las dos pandillas que entonces competían por la hegemonía cultural.
Wolfe era un ave de otra raza. Un ovni, un autor desconocido, sin padrinos. Un tipo que desde el comienzo renunció a las ventajas de ir por la vida en comandita, amparándose en la seguridad del grupo o participando del calor de invernadero de las célebres generaciones. Tres décadas más tarde, en las que han ido sucediéndose los títulos de su obra: Hablando de pintura con un ciego (1993); Arde Babilonia (1994); Mensajes en botellas rotas (1996); Cinco años de cama (1998), por citar sólo algunos, el tiempo ha hecho su trabajo y la poesía de Wolfe, resistente, fiel a su profundo escepticismo, dotada de ironía, humor y pavor, refleja la sociedad española de finales de los años ochenta y principios de los noventa mejor que toda la literatura de la experiencia (ese camelo infinito) y la poesía de la diferencia.
Nadie recuerda ya –porque nunca tuvieron mucha importancia– las batallas (a primera sangre) entre los vates de uno y otro bando, libradas en las páginas culturales de algunos periódicos locales del Sur. Muchos de los que ambicionaron encabezar la hora de aquel tiempo se han convertido en mandarines a los que nadie con un mínimo sentido del ridículo profesa verdadera devoción; otros, siguen colgados en la nostalgia y las noches perdidas de la Posada del Potro, su ateneo cordobés. Wolfe, en cambio, no ha dejado ni un día de escribir a su aire (que también es el nuestro), en solitario, al margen de las camarillas, libros cargados de verdad, destilados de retórica, minimalistas, nos cuenta la vida desde las aceras.
La editorial Renacimiento, que desde temprano lo acogió en su influyente catálogo, comenzó hace tres años a compendiar en una nueva edición la obra poética completa del escritor británico/español, rescatando –una de las especialidades de la casa Linares– libros de tiradas cortas, casi clandestinos, subterráneos, para unificarlos de nuevo en un corpus que permita recorrer sin esfuerzo por la trayectoria literaria de Wolfe. Toda esta poesía, de la que hasta ahora se han publicado dos entregas, correspondientes al periodo que abarca desde 1982 a 1998, antes del cambio de siglo, es un compendium (en marcha) que viene sin introducción previa ni exégesis alguna. Wolfe no la necesita: sus poemas se entienden perfectamente.
Por eso son singulares. Puede leerlos cualquiera sin tener que encomendarse a un intérprete o someterse a un intermediario. En esto consistió su revolución, acontecida mucho antes, y de forma casi simultánea, en el ámbito de la lengua inglesa y en la tradición hispanoamericana: cultivar una poesía moderna donde el prosaísmo y el laconismo se cruzan –cosa en la que rara vez se repara– con una vieja tradición clásica: la de la poesía humana, en apariencia ajena a la retórica. A Wolfe la crítica del momento –en su día gozó de los elogios de críticos referenciales como Rafael Conte, Miguel García-Posada o Luis Alberto de Cuenca, así como de las furibundas críticas de quienes se sintieron impugnados– le adjudicó la cómoda etiqueta de realismo sucio. Un marbete falsario, creado mucho tiempo después de que Charles Bukowski, Raymond Carver o el propio Wolfe comenzaran a escribir versos.
A la asincronía se añade otro mentís: la poesía de estos autores es intrínsicamente realista, casi naturalista, pero en absoluto sucia. Sus versos, ajenos a la métrica, pero atentos al ritmo, son de una limpieza y eficacia mayúscula. Al contrario que los poetas que cantan a los pájaros, entronizan un nuevo bucolismo (sentimental) o creen que el mundo gira en torno a su ombligo, los realistas son concretos y, a ratos, invisibles. Llaman a las cosas por su nombre. No se ocultan bajo las máscaras del verbo ni idealizan la existencia. Su elección es describir la realidad desde la posición de quien no la teme o, si acaso la teme, se mete su miedo dentro del bolsillo y continúa adelante. Los poemarios escritos por Wolfe son una muestra de este estilo: antirretóricos, coloquiales, obscenos, salvajemente accesibles, concentrados en la narración –sus poemas cuentan historias, sobre todo a través de la elipsis y aficionados al correlato objetivo, una de las fórmulas modernas para expresar la subjetividad, camuflándola.
Está más cerca de Catulo que de Quevedo. Y, a su vez, impugna a fondo la idea de modernidad de la poesía de la experiencia. Wolfe nos habla en algunos de estos primeros libros de las criaturas de la calle, individuos alcohólicos e insatisfechos, derrotados. Pero en este universo, en lugar de la mera utilización de los elementos de género, lo que en realidad palpita es una honda voluntad de descripción, no la recreación de tópicos. España, entre las décadas de los años ochenta y los noventa, tras la victoria del PSOE, las Olimpiadas y la Expo 92, vivía escindida en dos planos: por un lado, era el país europeo de moda, capaz de dejar atrás una historia brutal y sanguinaria, reunido alrededor de una democracia concedida, pero útil; por otro sendero distinto discurría el país real, donde la precariedad social excluía el hambre de otros tiempos, pero no se ahorraba el desconsuelo. Ni la desesperanza.
Es de esta España periférica, vista desde Alicante primero, después desde Gijón, y al final desde Madrid, sobre la que escribe Wolfe. Lo hace a ras de tierra. Al margen de la historia oficial. Con la certeza de que el nihilismo y el humor negro son las únicas ideologías válidas para sobrellevar con dignidad la espera que supone haber nacido y tener que esperar la visita muerte. Sus poemas reflejan el zeitgeist de estos años: drogas, alcohol, una banda sonora de música rock –los músicos eran los grandes referentes culturales del momento–, el cultivo del malditismo, el tabaco sin fin, el amor libre, la estupidez libérrima y esa sensación de ahogo que se experimenta cuando las promesas naufragan frente a las duras costas de la realidad.
Desde entonces, ese sentimiento de desconsuelo social no ha hecho sino aumentar en nuestro país, aunque haya carecido –igual que la poesía de Wolfe– de la sanción del establishment cultural. Las criaturas de sus poemas no creen en nada. No esperan a nadie. No confían en la salvación. Ni siquiera creen que escribir pueda ser una forma de redención. Sus libros son la crónica de una España incapaz de una epifanía que no sea mortal o química. Los anales de una generación que consume y malgasta sus mejores años en el borde del camino, como un autoestopista en una carretera por la que no pasa nadie. Hace falta saber elegir muy bien las palabras exactas y poseer una técnica depuradísima para condensar todo este universo en unos cuantos versos y dejar un rastro de emoción en el páramo yermo de nuestras ciudades.
El escritor británico/español carece de una teoría poética. Tampoco prescribe nada. Su mirada es individual, voluntariamente marginal, pero no periférica, porque habla desde el fondo más oscuro de su corazón. Precisión verbal, concisión expresiva, ausencia de censura. Todas las tácticas para salvar la ley del decoro están presentes en sus libros, hechos con esa atmósfera que es de ayer y también de ahora. Wolfe nunca se pone estupendo. Esta actitud humilde, sin dejar de ser fiera e insobornable, es la que lo ha convertido en un poeta fundamental desde sus primeros poemarios, donde hace una inmersión –cronológicamente muy temprana– en las sombras de la Santa Transición sin tener que hablar nunca de política. Limitándose a contar la cotidianeidad en toda su crudeza. Nada más. Nada menos.
En los versos de Wolfe no hay voluntad de recreación ni se rinde un culto impúdico a los malditos. Sus ingredientes son mucho más simples: el realismo y la verdad. Un sabio vitalismo pesimista. El cultivo de una forma de spleen con capacidad de reírse de sí mismo, convirtiendo la tragedia en un chiste o en una mueca. Véase el poema ‘Me permite’:
«Soy yo. Estaba por aquí / abajo. / Invítame a un café.» / «Estoy un poco liado.» / «Es igual. Tú sigues / con lo tuyo y yo hablo / de lo mío / con tu mujer.» / Ji ji ji. / Qué gracia./ Y para cuando quieres / darte cuenta / la has cagado / una vez más. / «Sube, anda. / Me estaba haciendo falta / descansar cinco minutos…» / Las más elementales faltas / de educación / son las que más me han desarmado / siempre. El proverbial / «Me permite…». / Te lo sueltan / con la delicadeza / de un revólver / clavado en las costillas. / Perdone. / Me permite. /¿Puedo? /¿Molesto? /¿No te importa? / En absoluto. / Cómo me va a importar. / Y abres la puerta. / Y entran en tu casa. / Y se comen tu comida. / Y se fuman tu tabaco. / Y se beben / tu café. / Y si no se follan / a tu esposa / y le dan por saco / al perro / es por pura / casualidad. / Dos horas más tarde, / se levantan / se limpian la boca / de la jeta / y se rascan / la del culo, / eructan, / encienden un cigarro, / se meten tu mechero / en el bolsillo, / te dan un espaldarazo / y se van. / Silbando / tan alegremente / como el que sale / de una barbería. / Y tú te quedas/ boquiabierto / y derrotado / en medio del desastre / y te acuerdas de su madre, / y de la tuya. / De cómo coño / pudo ser / que entre tantas cosas / inservibles / se olvidara de enseñarte / la más fundamental: / cómo cojones / decir que no.
Sus versos, libres y descoyuntados, nos hablan de este universo vulgar. Sin mística. La poesía de Wolfe nunca suena a poesía, pero se nutre de ella desde el primer aliento. Está hecha, como dice uno de sus versos, con ‘toda esta poesía / que nunca cabe en un poema’.