Clara Usón es una de las grandes novelistas de la literatura española. Lo prueban obras como La hija del Este (Premio de la Crítica y Premio Ciudad de Barcelona) o El asesino tímido (Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz). A estos dos títulos, podríamos añadir Corazón de napalm (Premio Biblioteca Breve). Las fieras (Seix Barral) es su último trabajo. En esta novela, Usón explora un momento crucial de nuestra historia para narrarnos el conflicto vasco a través de la historia de dos mujeres. Por un lado, Idoia López Riaño, conocida como la Tigresa, una de las etarras mas sanguinarias; por otro, Miren, una joven que no encuentra su lugar en el Euskadi de finales de los ochenta, hija de un policía franquista vinculado, aunque tangencialmente, con las actuaciones ilícitas para acabar con ETA, que serían el preludio de los GAL.
Usón reflexiona sobre cómo la violencia se legitima en nombre de principios como la liberación nacional o la preservación del Estado de Derecho. Se trata de una novela polifónica en la que las distintas versiones se intercalan. Lejos de buscar un relato totalizante, alejada de cualquier maniqueísmo, Usón introduce en su relato distintas opiniones, ideas y versiones a través de las cuales subraya la deshumanización que se produce cuando se convierte al otro en un enemigo con el que hay que acabar.
Pensando en sus anteriores novelas, La hija del Este y El asesino tímido, quiero empezar preguntándole de qué manera sus novelas o, por lo menos, algunas de ellas, nacen de la voluntad de indagar en un momento histórico y político muy concreto tanto de la historia europea como española.
Desde luego, hay una continuidad o, por lo menos, una serie de obsesiones recurrentes. A priori, te diría que es fruto del azar, pero no es del todo cierto, puesto que, en todo caso, se trataría de un azar ordenado. Nunca he querido hacer novelas políticas, pero sí es cierto que he terminado escribiendo novelas en las que los protagonistas son personajes reales que tienen un papel importante en momentos determinantes de la historia y la política. Supongo que hay algo inconsciente. De lo que sí no tengo dudas es que, sobre todo a partir de La hija del Este, mis novelas son fruto de una preocupación o de una reflexión en torno al poder del dogma y, más en concreto, al poder del dogma de la nación o del Estado.
¿Cómo es posible que esta fe -al fin y al cabo todo dogma requiere de la fe-, no admita dudas y exija una adhesión tan total para llevarle a uno a actuar de una manera que es contraria a nuestras normas éticas? ¿Cómo puede ser que, al amparo de un dogma y, en este caso, al dogma de la razón de Estado o el de la liberación de la patria, se considere legítimo que personas cometan actos tan tremendos como quitarle la vida a otra? Es algo que no voy a entender nunca, pero que me preocupa y, por esto, vuelvo a esta cuestión a través de los personajes reales que convierto en protagonistas de mis novelas.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre Las fieras y mis anteriores novelas: la protagonista ya no es una víctima, sino es la victimaria. Y esto es curioso porque, todavía hoy, conceptos como mujer y asesino parecen contradictorios: la mujer es la que da luz, la que cría, la que cuida. Cuando una mujer mata, nos parece peor que cuando lo hace un hombre y, cuando tienes 23 años y más de una decena de muertos a tus espadas, entonces eres un monstruo. Lo que sucede en el caso de Idoia es que ella es un monstruo fascinante, porque es muy guapa. De ahí que se convierta en un mito, en una celebrity, en una figura de fascinación.
Usted indaga en el mito, que es un conjunto de relatos en los que verdad y mentira se entremezclan.
Sí, me interesa observar qué hay de verdad en el mito, qué hay de leyenda o de invención… Por esto, le doy la palabra también a ella, para que se explique, para que dé su versión.
De hecho, uno de los elementos más interesantes de la novela es el juego de voces a través de las cuales convoca todas las versiones, no se limita a una único testimonio.
En mi opinión, lo que puede hacer la ficción, y no puede hacer la historia, es mostrar todas las posibles versiones. Como escritora, no me interesa dictar sentencias, juzgar o explicar cómo fueron las cosas; lo que a mí me interesa es crear inquietudes y mostrar distintas perspectivas. Busco que el lector se ponga en la piel de personajes que han hecho cosas horribles, pero evitando siempre la caricatura, porque no hay nada más tranquilizador que describir a la persona que comete actos más terribles como un diablo con cuernos y rabo. Si se le retrata así, el lector de inmediato llega a la conclusión de que él no tiene nada que ver con ese tipo, que no hay nada en común entre ambos. Sin embargo, si se le retrata como una persona normal, entonces se vuelve más inquietante; si se le muestra con sus contradicciones, con sus miedos e, incluso, con su posible humanidad, entonces la distancia entre él y el lector ya no es tanta. Por esto, inquieta.
Inquieta también porque uno encuentra puntos en común y no puede dejar de preguntarse cómo se puede estar de acuerdo con algo que dice una mujer que ha asesinado a 23 personas. Yo misma me lo preguntaba mientras escribía. Me preguntaba cómo podía estar de acuerdo en algunas de las cosas que decía un policía franquista metido en los GAL. Y esto es posible solo si retratas a este personaje sin caricaturizarlo, mostrando las contradicciones de la condición humana. Las fieras es, en este sentido, una novela de ventriloquía. Las voces explican los hechos y describen a los personajes, a los que te imaginas a través de sus voces. Mientras escribía había momentos en que me sentía como la niña del exorcista. Cuando habla Amadeo, me sorprendía que fuera yo la que estuviera escribiendo aquellas cosas tan terribles. Ha sido divertido este ejercicio, que era imprescindible para evitar sentar cátedra. Yo no quería contar la historia tal y como aconteció, sino hacer pensar.
Hay mucha ironía en el diálogo entre Idoia y María Ortega, que cuenta su historia. Entre ambas se establece un debate en torno al relato, una lucha por imponer una versión de los hechos.
Efectivamente. Esto es algo que pasa siempre. Me interesaba ponerlas a debatir ante todo porque yo no sé exactamente cómo fueron las cosas. Yo sé lo que ella ha escrito desde la cárcel y lo que otros han contado de ella. Conozco el mito, pero ¿hasta qué punto es real? Hablamos de un mito muy machista: Idoia se nos presenta como una mujer que se acuesta con muchos hombres, incluso con un policía. Su imagen es, en parte, fruto del machismo inmanente de la sociedad. Le doy la oportunidad de rebatir y es a través de sus palabras que ella se delata. Dicho esto, la lucha entre el relato de Idoia y el de María es reflejo también de la lucha por el relato que todavía existe en Euskadi. Suele decirse que aquel que gana el relato es el que cuenta la historia, de ahí las distintas versiones. La historia no es una ciencia, aunque muchos lo digan: hay muchas verdades, muchos puntos de vista.
Idoia causa víctimas, sin embargo, también nos narra la violencia machista que padeció dentro de ETA por ser mujer.
Lo cuento porque fue así. Yoyes, de la que hablo en la novela, fue la primera mujer que accedió a la cúpula de ETA. Después de ella hubo otras, pero por entonces Yoyes era una excepción. ETA no quería tener mujeres y, de hecho, tiempo después de lo que pasó con Yoyes, solían decir que era mejor ser todos hombres. En su diario, Yoyes escribe: “Ahora que ya estoy en la cúpula, soy jefa, he conseguido lo que quería”. Ella creía que la lucha revolucionaria debía ser también una lucha feminista, sin embargo, cuando llega a la cúpula se da cuenta de que, en realidad, ella se ha convertido “en un hombrecito, en un hombre honorario”. Por tanto, escribe: “No he conseguido nada, solo me he metido aquí”.
Es así como empiezan sus dudas. Hay que tener en cuenta que ETA siempre ha sido una estructura muy machista y de esto se queja repetidamente Idoia. Es cierto que Juan Manuel Soares Gamboa la detesta y habla mal de ella, pero hasta qué punto su testimonio es fiable no lo sé. Durante la entrevista, Idoia cuenta a Isabel Pisano que Soares Gamboa la intentó violar y que ella lo amenazó con una plancha, mientras él dice que solamente intentó darle un beso. Con el personaje de Idoia quería observar qué pasa cuando una mujer es terrorista, cuál es la realidad que vive. Tenemos muy asumido la figura del hombre terrorista, pero ¿y la mujer? No ha existido ni una mirada ni un relato en torno a la mujer terrorista que nos permitiera, por ejemplo, ver cómo hace la mujer para orinar cuando está escondida en un furgón o qué hace cuándo tiene la regla. Yo veo estas cosas porque soy mujer, porque me doy cuenta de que, como mujer, se tienen desventajas incluso si se es terrorista.
Usted relata también el día a día de los terroristas.
Esto es lo que más choca. Sorprende que se cuente su vida cotidiana, si van de fiesta, si bajan la basura… y luego ponen bombas y acaban con la vida de doces chavalines que querían ser guardias de tráfico. La cotidianidad se mezcla con lo terrorífico; es la representación de la banalidad del mal, tal y como la definió Hannah Arendt.
Idoia, en un inicio, dice que solo quiere asesinar a militares. Ssin embargo, sus atentados se cobran la vida de muchos civiles.
Sí, termina matando a gente de todo tipo, a jóvenes, a niños… Vemos así de qué manera el dogma del que hablamos antes deshumaniza y esta deshumanización comienza con la palabra en el sentido en que es la palabra la que otorga un discurso a la fe. Es a través de la palabra que se articula el dogma que te convence de que la nación peligra y, por tanto, de que, para evitar que tu nación sucumba, tienes que acabar con la vida de esos enemigos que hacen peligrar tu patria. Y esos enemigos se convierten automáticamente en la encarnación del mal y dejan de ser personas. Idoia, que tan orgullosa se sentía a la hora de definirse como socialista, termina matando a chicos de clase humilde que, procedentes del Sur, se hicieron guardias civiles o policías nacionales porque no tenían otra opción y pidieron ser destinados al País Vasco, aun sabiendo que sus vidas corrían peligro, para ganar más dinero, puesto que venían de contextos muy humildes. Cuando se le dice esto, Idoia no responde. El nacionalismo borra las clases sociales al afirmar que todos tenemos la misma patria, el empresario y el obrero y, por tanto, todos estamos en la misma batalla, cuando no es así.
La novela también habla de la culpa, de cuando este dogma se viene abajo.
Con la Vía Nanclares vimos a más de uno renunciando a ETA, disculpándose por lo hecho, pero ¿cómo se negocia con una culpa de este calibre? En el caso de Idoia es imposible no preguntarse cómo es posible que ella se compadezca de sí misma. Ella es una narcisista. Es alguien que escribe de sí misma en tercera persona, que se describe como empática, sensible y amante de las artes, pero ¿y los 23 muertos que tiene a sus espaldas? Los esconde, porque su sentimiento de culpa no puede ser tan grande como para oscurecerla.
El otro gran personaje es Miren, la otra cara de la moneda. Miren es la víctima de todo el contexto, es la chica que no encuentra su sitio.
Es cierto. Miren tiene un padre franquista y el chico que le gusta, que proviene de una clase más elevada, es próximo a la izquierda abertzale. Miren no sabe cómo colocarse y, paradójicamente, tiene similitudes con Idoia. No solo tienen más o menos la misma edad, sino que las dos son inmigrantes y, como tales, son muy conscientes de la xenofobia de la sociedad en la que viven. Idoia se queja amargamente de que la llamen manchurrera, “con todo lo que yo he hecho por la patria”. Tanto en Idoia como en Miren vemos el afán de pertenencia propio del inmigrante; las dos son unas desarraigadas. Como decía, Miren es hija de un policía, de un mal policía que ha ido rebotando de una comisaría a otra hasta aterrizar en el País Vasco. Miren quiere ocultar que su padre es policía porque en ese contexto es considerado un enemigo, pero también el infierno que vive dentro de casa.
Hay un paralelismo entre la violencia exterior y la violencia que se vive dentro de casa.
Me interesaba mostrar de qué manera esta violencia extrema provocada por los dos polos, ETA y el Estado, provoca ese ambiente irrespirable que termina afectado al ciudadano de a pie y condicionando de alguna manera sus reacciones. Asimismo, hay una relación entre la violencia que se ejerce fuera con la violencia que se ejerce dentro, Lo vemos en el caso de Miren y de su padre. El conflicto que se vive en esta casa replica el conflicto externo de esa sociedad polarizada en la que tiran de uno dos fuerzas muy poderosas y donde tienes que retratarte. El silencio se vuelve una forma de supervivencia. Por esto hablamos de una violencia física, pero no solo: es una violencia verbal y a la vez una violencia que obliga al silencio, una violencia hecha de miradas y de advertencias.
Es interesante la figura de Julen…
-Es el chico algo mayor que le gusta a Miren. Pertenece a otra clase social, estudia en Deusto.
Es de la izquierda abertzale, pero su lucha por la causa la lleva a cabo siendo abogado.
Claro, él pertenece a una determinada clase social. Él no va a poner bombas, él se vuelve abogado. Esto era así. Cuando me documentaba para la novela me encontré con empresarios y gente de clase alta que aplaudía lo que hacían los gudaris luchando por la patria, pero no querían lo mismo para sus hijos. Recuerdo un empresario, muy partidario de la causa y de ETA, cuyo hijo empezó a meterse en la izquierda abertzale y, en ese punto, lo mandó a estudiar a Londres, porque los que tenían que sacrificarse por la patria eran los hijos de otros. Volvemos a lo de antes, el nacionalismo disimula las desigualdades y las diferencias de clase, pero no las anula, siguen ahí.
El discurso nacionalista nos dice que obrero y patrón van cogidos de la mano porque tienen un enemigo común, pero no es así. A la hora de la verdad no se dan la mano, todo lo contrario. Lo mismo podemos decir si nos fijamos en quiénes eran los guardias civiles destinados en el País Vasco: todos jóvenes provenientes de clase trabajadora, los que menos puntuación tenían, los que carecían de contactos e influencias… a todos ellos los enviaban al País Vasco, eran carne de cañón. Idoia veía los uniformes y los asesinaba, pero estaba asesinado a clase obrera, ella que tan socialista decía ser. Y todo en nombre de la patria
Lo mismo que los GAL.
Efectivamente. Cuando se les preguntaba por lo que habían hecho, contestaban: “Por razones de Estado”. La novela plantea que las dos razones, la de la patria y la razón de Estado legitiman la violencia por un mismo dogma, el de la patria. Yo quería enfrentarlas ante el mismo espejo porque el dogma legitimador es el mismo. El exministro socialista Barrionuevo pidió que no compararan a los GAL con el procés, del que yo no soy fan, pero no tiene muertos a sus espaldas como sí los tiene el GAL ¿Qué diría Barrionuevo si sabe que se le compara con ETA? Yo lo comparo con Idoia, porque los dos decían que amaban a su patria por encima de todo. Es ese amor el que termina justificándolo todo, el que termina por justificar, en palabras del propio Barrionuevo, los GAL como un mal necesario.
Porque, como diría Maquiavelo, ¿el fin termina justificando los medios?
Totalmente, cuando hay un fin supremo, todas las muertes, incluso las muertes equivocadas, se justifican. Cuando entiendes que el fin justifica los medios y actúas en consecuencia, los medios se convierten en el fin. Cuando el gobierno de Felipe González, atosigado por las circunstancias, dice, vamos a hacer lo mismo que hace ETA, lo que hacen es legitimar a ETA, porque cuando quienes hacen la ley la infringen en nombre de la ley entonces la ley ya no existe. Cuando para preservar el Estado de Derecho infringes la ley, lo que haces es cargarte el Estado de Derecho. De hecho, en mi opinión, es entonces, con la aparición del terrorismo de Estado y de los GAL, cuando se jode la Transición. Y de esos polvos, estos lodos.
Unos lodos todavía no del todo reconocidos.
Es cierto que ETA boicoteó todo lo que pudo la democracia y que, sin ETA nos hubiera ido mucho mejor. Los socialistas entraron llenos de buenas intenciones; quería democratizar el país, transformar las estructuras franquistas, empezando por la policía, y cambiar ese anacrónico aparato que era la justicia. No pudieron y, en parte, porque ETA no les dio tregua. Para combatir el terrorismo se recurrió a lo que se tenía y, por tanto, el cuerpo policial no sufrió la transformación que requería como tampoco lo hizo el aparato judicial. Y esto es consecuencia, en parte, del terrorismo ejercido por ETA, que, en el fondo, vivía mejor contra Franco y quería cargarse el nuevo sistema democrático que se estaba formando.
Dicho todo esto, el problema y la pena es que los socialistas y, en concreto, el gobierno de Felipe González adoptó la peor de las decisiones: jugar contra los terroristas con sus armas y, además, cometiendo grandísimos errores. ¿Cómo justificas que tu gobierno ha matado a dos ciudadanos franceses que están jugando al mus en territorio francés? ¿Cómo se justifica que se secuestren a dos jóvenes, se les torture, se les deje medio muertos y se les entierre finalmente en cal viva?
¿No es hora de reconocer con todas las letras lo que sucedió?
Si estamos pidiendo a Bildu, y con razón, que tenga el valor de decir no solo que siente los muertos, sino que nunca tuvo que haber habido ni un solo muerto, que ninguna circunstancia ni ningún dogma justifica la muerte de nadie, a la inversa, sería de agradecer que este gobierno socialista, si bien no tiene nada que ver con aquel gobierno socialista, tuviera el valor de decir que el terrorismo de Estado nunca tuvo que existir. Por tanto, es necesario que, por fin, los asesinados por los GAL fueran reconocidos como víctimas de los GAL y, por tanto, como víctimas del terrorismo.