Ha muerto Alice Munro, Premio Nobel de Literatura, una de las grandes maestras del relato corto. Pareciera que desde el primer párrafo –un final alternativo para el clásico La Sirenita de Hans Christian Andersen que la joven Alice escribió con apenas once o doce años—hasta Demasiada felicidad, su última colección de relatos, publicada en 2009 o las confesiones de Mi vida querida (2012), Alice Munro (Wingham, 10 de julio de 1931-Ontario, 13 de mayo de 2024) estuvo empeñada en escribir variaciones sobre las mismas viejas historias que se contaban desde siempre, a menudo de forma oral. Ese aspecto, lejos de ser un problema –es de sobra conocido que no hay arte sin obsesión—constituye uno de las grandes aciertos de su fértil trayectoria. Uno de los mayores y más celebrados acontecimientos literarios de finales del siglo XX y principios del XXI.
Igual que pintores como Diego Velázquez o Esteban Murillo se atrevieron a pintar casi por primera vez retratos a personas que no solían aparecer como protagonistas, Alice Munro hizo lo propio con eso que solemos llamar la gente corriente. Granjeros de medio pelo, profesoras de primaria, auxiliares de enfermería, madres no demasiado amorosas, dependientas enamoradizas o amas de casa merecían la misma atención que aristócratas o héroes bélicos. La canadiense aplicaba su mirada sobre ellos dotando sus vidas, hasta entonces invisibles o mediocres, de una hondura y cuidado sin parangón. La vida de una enfermera tiene para mí más interés que la de cualquier héroe épico, responde Munro, atenta al transcurrir del día a día, fiel a su materia prima.
Los libros de Alice Munro y un estilo único, ligados a su biografía
Heredera de la escuela clásica de Poe, Chejov y Maupassant –su acervo de influencias, tan lejos de lo pop y la psicodelia de los años que vivió-- recuerda el adaggio de Monterroso que dice que bendito los escritores que solo pueden acudir a humildes bibliotecas públicas, porque allí se encontrarán a los clásicos. También es deudora de autoras como Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor, Carson McCullers o Eudora Welty.
Su obra da buena cuenta de los claroscuros que atesora de toda vida mirada con honestidad: la complejidad de las relaciones paterno y materno filiales, el encuentro y desencuentros de maridos y mujeres, el amor y el desamor, la asunción de la vejez y la muerte, son la verdadera épica –íntima— con la que se construye la existencia de todos los humanos. No hay tema más universal que lo doméstico.
Además lo hizo desde la más absoluta naturalidad de una narradora de raza, totalmente vocacional, que tuerce el presunto destino como ama de casa de un pueblecito perdido de Ontario a base de perseverancia, dormir poco y talento a raudales. Primero ganando una beca para estudiar en Toronto, combinando los estudios con trabajos eventuales: camarera, bibliotecaria, limpiadora. Después escapando del cerco del cuidado de su madre prematuramente enferma –otro de sus centros de gravitación literarios--, encontrando el tiempo libre escarbando entre los restos del día como madre, hija y esposa.
Es imposible desligar la biografía de Munro de su obra, pero de una manera casi contraria a la manera en la que solemos entenderlo en la actualidad. Desde su nacimiento en una granja de zorros en Whigham –Jubilee en muchos de sus relatos—hasta los cuidados que tuvo que realizar por la extraña forma de Parkinson que devastó a su madre desde joven. Desde sus primeros pasos literarios publicando relatos en revistas hasta el paso por el primer matrimonio y maternidad, el divorcio y la decrepitud, todo está incorporado en su obra.
Todo va incluyéndose en volúmenes como Danza de las sombras – publicado en 1958 y ya galardonado con uno de los más prestigiosos premios de la literatura canadiense-- o la colección de relatos encadenados La vida de las mujeres, publicado dos años después. El éxito popular llegó con ¿Quién te crees que eres? --que era la expresión que solían utilizar en su pueblo ante la ambición artística de la escritora—y luego publicó Las lunas de Júpiter (1982), El progreso del amor (1986), Amistad de juventud (1990) y Secretos a voces (1994).
Las enseñanzas y características de quien escribe sin dejar de lado su vida
Uno de los conceptos claves –apuntando por Elvira Lindo en la recomendable conferencia Alice Munro: ama de casa encuentra tiempo para escribir– es la no victimización del trauma. Un aceptar la dureza de la vida como indispensable para disfrutar de sus posibles caricias. Un mundo donde se acepta la existencia de la muerte, el dolor y los errores propios. Una visión compleja y absolutamente sincera de las paradojas de la vida, donde es posible admirar al padre que te pega palizas, o seguir hablando con el marido que ha asesinado a los hijos porque en esa conversación compartida es el único lugar donde los hijos siguen existiendo.
Y todo esto explicado con una absoluta falta de énfasis o cursilería, desde una escritura trasparente, no exenta de altura o profundidad. Munro narra lo que ha vivido sin preguntarse si eso es bueno o malo, las cosas son, transcurren y el cometido de los humanos es vivirlas y sobreponernos a ellas. La hace, además, no desde una visión del entomólogo –nada de Houellebecq o Annie Ernaux—o desde la distancia irónica del moralista, sino desde una aceptación plena, llena de sabiduría casi oriental.
Tampoco podemos separar su vida de la misma estructura de sus libros, o de la elección del género relato. Como bien saben Sergi Pàmies o Lucia Berlin, el cultivo de la novela elefantiásica es incompatible con la dedicación a la vida familiar –Munro tuvo tres hijas--, así que sus narraciones son siempre falsamente cortas. Decimos falsamente, porque a diferencia de muchos otros cuentistas, muchas de ellas no suelen basarse en un solo momento fugaz, sino que comprenden toda una vida, muchas veces son novelas –muy bien—condensadas, sin apenas relleno superfluo. Son memorables, por ejemplo, sus alteraciones cronológicas, esa suerte de telaraña de información que va tejiendo alrededor del lector y que solo al final cobran sentido pleno. O esos relatos donde en un simple punto y aparte caben cuarenta años de elipsis.
Última etapa y premio Nobel en 2013
En la cúspide de su talento, con el poder de las traducciones a múltiples lenguas, Munro publicó Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001), Escapada (2004) y La vista desde Castle Rock (2006) donde describe las dificultades de sus padres emigrantes en Canadá. Con la concesión del Premio Nobel en el 2013, pareciera que la Academia diera su nihil obstat –si es que esto hiciera falta— para la entrada a la gran literatura de temáticas tradicionalmente menospreciadas o circunscritas al ámbito de lo tradicionalmente femenino. Hacía tiempo que el gran público lector había premiado la trayectoria de la canadiense con el favor de su lectura.
Su aspecto de abuela universal de los últimos años escondía una ferocidad de lobo. Sus cuentos atacan a la yugular y se quedan allí por mucho tiempo. Cuenta que, cuando su madre padecía la parte más profunda de su enfermedad, solo la joven Munro era capaz de entender lo que malamente farfullaba y traducirlo para que otras personas pudieran entenderla. Se nos ocurre que la escritora canadiense realizó una operación análoga con los claroscuros íntimos de la vida tal cual es. Sin aspavientos ni cucamonas. Con aceptación y clarividencia. Lo doméstico –el pan nuestro de cada día, la vida sin instrucciones de uso--, bien pensado, es la única épica que merece ser contada con atención.