No es la noche china de Baudelaire. Más bien diría que, en La casa tapiada (comanegra), el autor, Julià de Jòdar, se instala en un extremo del mismo bar de siempre para observar, como un cazador, al estilo de su alter ego, el protagonista elíptico, Gabriel Caballero, que entra y sale del texto a voluntad, movido por la omnisciencia. Su arco visual se arremolina sobre los corsarios de chaleco y chambergo que cubren la caída del sol en Barcelona, desde El Rialto hasta el Boccaccio; desde el Eixample hasta el Raval. Los personajes de esta historia autobiográfica se mueven por parejas sentimentales y ponen a prueba los límites de su infidelidad impulsada por los rasgos de su pasión por la libertad. Es un fresco que se mueve al compás de La rançon, en versión de Fauré, un himno canalla, producto de la absenta, con fondo de Debussy o Stereolab.
Cualquier noche, la umbrela protege la salida del teatro Romea en dirección al Tequila, en el fondo de la Calle Escudellers, donde se baila la salsa de Oscar Laboe, antes de la penúltima, en el Merbeyé del Cadillac solitario, junto al Tibidabo. Jòdar describe los amaneceres en las barras: grandeza y decadencia de la palabra; plenitud del gesto, posmodernidad africana. Revela un mundo hecho de fragmentos en los que intervienen un pseudo príncipe renacentista, un novelista proletario con camiseta imperio y el cuerpo inerte del poeta que fue poeta nacional sin querer ser el Poeta Nacional, refutando así el romanticismo naif de las letras catalanas. Las vestales se lanzan en pos de cadáver del bardo; lo besan, vacían su vejiga sobre su cuerpo y le retraen su crucifixión rosa. La escena es digna del célebre tríptico de Henry Miller, Sexus, Plexus y Nexus, aunque marcada aquí por el resentimiento del mirón y el grito de una tieta: no et deixis anar.
En La casa tapiada, el cervantino Lotari -inspirado en Lotario, amigo que traiciona a Anselmo, en El curioso impertinente- repite su papel, ejercido en obras anteriores de Jòdar. Narra como persona interpuesta la vida de Gabriel Caballero, un escritor mediocamino de las letras, entre la víctima y el héroe, cansado de que le hablen de Sartre, Musil o Montale y disgustado cuando le señalan por llevar una edición -que él no lleva- de El capital, como un libre de chevet (cabecera). Reconoce la heroicidad del gran Terenci Moix de los sesenta, en su doble batalla contra la homofobia y la autarquía militar, pero se interesa más por otro rebelde, sutilmente vengativo, como Fígaro, sacado de su afición a la ópera y protagonista de un ensayo enviado sin éxito a un concurso de la Revista de Occidente. La voz de Lotari pertenece al pasado; el narrador falleció cuando estaba punto de publicar la biografía de Caballero, un libro escoliasta, pero sin concesiones hagiográficas.
Instrospección radical
Estamos ante un novelón intrincado, que mezcla el riguroso reloj de la realidad con un incontable monólogo interior sobre el sesgado amanecer de la gauche caviar catalana o las asambleas menores del anarquismo barcelonés, con el trágico garrote vil de Salvador Puig Antich sobre las espaldas. Este largo paréntesis de disentimiento y desacato clandestinos frente al antiguo régimen configura el último remojón en el pasado presentado ya por Jòdar en su anterior trilogía, L’atzar i les ombres. Ahora, con algunos cabos sueltos todavía sin atar y aproximando su trabajo a los relatos del exilio, como el de Arturo Barea en La forja de un rebelde, las referencias valleinclanianas y otros papeles de Chaves Nogales o Carmen Laforet. La casa tapiada une prehistorias puntuales e incontables que Jòdar resume en una historia para ser contada oralmente, tal como él la escribe. Todo eso, teniendo en cuenta que Barcelona carece del retruécano y del chascarrillo callejero, destruidos por una guerra que entronizó el llamado, humor catalán -más británico que cervantino- en los comedores de Sarrià. El resurgir democrático de sus letras está perfilado en los esfuerzos editoriales de Carlos Barral (en castellano) o de firmas como Edicions 62 (en catalán), cuando esta segunda devuelve a la sociedad traducciones de autores clásicos, que habían sido difundidos por la Selecta de Cambó y Joan Estelrich.
La narrativa de Jòdar es blanca por dentro y de color camel por fuera, como el cordon blue de la cocina solvente. Coloca a Gabriel Caballero en el fin de la autarquía (mostrado anteriormente en El metal impur) para entrar en la materia humana: la educación sentimental de su generación en las entretelas de la ruptura del consenso franquista, en la nube divina de la ciudad alta, en los cenáculos rojos o en las rutas canallas de Barcelona, que mostró un día Georges Bataille. Jòdar salta de la vida real del bachiller del primer Baroja hasta la perfección iconográfica que luce Balzac en la figura de Vautrin, juventud perdida, poesía, amor y prodigio. Entre el gran estilo y el medio pelo, Jòdar describe, por ejemplo, a un tal señor Tallada, con cara de Omar Sharif, atendiendo a Úrsula como lo haría un jeque delante de su odalisca, dispuesta entre el Salón Rosa del Paseo de Gracia y el café Milán.
No es fácil hincar el diente a La casa Tapiada. Es un desconcierto preso en la cárcel de la desmemoria, un ejercicio muy alto de introspección radical, cuyo mejor resultado, la hipérbole del instante, es el iluminado pasado que lo aguanta todo. A la hora establecer su rol interpretativo sobre las décadas combativas, la novela es el resultado de un acertijo situado entre el tiempo de silencio –Martín Santos, Güelbenzu o Rodoreda- y la aparición de la Latina, liderada por Juan Benet hasta ser cubierta de gloria por la prosa de Javier Marías; la novela de Jòdar está entre Ferlosio y Juan Marsé; entre la posguerra y el fin sociológico del uniforme y del funcionario. No es un regreso al medio siglo; es el abordaje íntimo de un cambio cocinado desde las instancias económicas y estéticas, que derrotaron el antiguo clamor del General, mucho antes de su muerte. Y una vez esclarecida la arquitectura social que gravita sobre aquellos años, aparece la pluma de Jòdar, un hombre sin complejos.
Gabriel Caballero pasa una noche en la Vía Laietana de los hermanos Creix; reconoce las piruetas de José Agustín Goytisolo después de la Caputxinada y reparte entradas para ver a Nuria Vidal en un pase de Las moscas de Sarte, “un plomo”, en versión de Manuel de Pedrolo, “otro plomo”. Los amigos de Caballero, envueltos por las máscaras de lo literario, son gente que lo han olvidado casi todo. El terreno se hace resbaladizo, paródico respecto a la crónicas del tiempo vivido, pero imposible de olvidar gracias a los únicos supervivientes creíbles, contados por Lotari como los niños de Dickens, sobreviviendo al aparato victoriano en Londres, o a los vecinos de la Yoknapatawpha faulkneriana. Todo son medias verdades sin llegar a mentiras, porque Jòdar, a través de Caballero, considera que recordar es un impulso secreto, como lo tuvieron los capitanes de Conrad para ennoblecer su futuro sobre su magro presente.
Comprensión de dos décadas
A base de contar decenas de anécdotas reconocibles, Caballero sobrevive en el escenario real de la Resistencia más allá de la Transición. A lo largo de la novela, desfilan testimonios falsarios y cada uno de ellos nos propone una interpretación distinta del resto. Es de suponer que los amigos del personaje de Jòdar perdieron la guerra que habían ganado los familiares de la editora y escritora Esther Tusquets. No hay duda de que las dos tribus se dedicaron de igual modo a unir infructuosamente los restos del naufragio. Pero no contento con este resumen de los hechos, Caballero, en su etapa de profesor niega el pan a la conllevancia de los tardofranquistas supervivientes en las aulas.
Por donde pasa Jòdar no crece la hierba. Su alter ego revisa el momento pálido de su padre, un viejo militante comunista, ante la ejecución del anarquista catalán, que no levanta polvaredas. Ni en el núcleo duro del PSUC -López Raimundo y el Guti- ni en sus recién incorporados, Solé Tura o Jordi Borja, y menos todavía en la cuenca intelectual del editor Xavier Folch, donde todos silencian la protesta cuando los abogados Marc Palmés y Magda Oranich les comunican que Puig Antich todavía tiene esperanzas. Del movimiento de la recién estrenada Autónoma de Sant Cugat, el llorado editor Jaume Vallcorba levanta un libro no catalogado sobre el surrealismo y Gabriel Caballero se lleva otro sobre la Comuna de París. A cualquiera se le eriza la piel al recordar que cada año se homenajeada a Txiki en el mismo bosque de Cerdanyola en el que fue fusilado y donde Caballero leyó en su honor un texto poético de Eduardo Galeano.
Lotari -creo que es él, en medio de la confusión- habla de la Revolución de los Claveles en Portugal, de aquel 25 de abril, y de la Unión Militar Democrática, cuyos miembros no fueron incluidos en la Amnistía del 77. La inmensa memoralistica de Jòdar demuestra que su caso es una compresión de dos décadas empotradas en un libro conmovedor. Su inmersión atmosférica es superior a la historia del detalle que nos legó Maurici Serrahima, con exactitud casi inhumana. En La casa tapiada, sobre el arca de un sótano del que había sido el domicilio de los abuelos de Caballero, el mítico escritor-personaje y el narrador de fondo, Lotari, conducen a un final de fiesta lírico. Aparece la Callas, en una coda final de Donizetti.
Y uno cae entonces en la cuenta de que la ópera, siempre la ópera, circunscribe el sacrificio del relato. El paréntesis abierto por Fígaro lo cierra una majestuosa Ana Bolena.