Si practicamos el arte del anacronismo, ese juego de ingenio que consiste en explicar el presente con los hechos y las herramientas del pasado, no cabe duda de que Charles Dickens (1812-1870) describió mejor que nadie los vicios morales de la amnistía que acaba de aprobar el gobierno de Pedro Sánchez con 165 años de anticipación. El 24 de septiembre de 1859, en la revista literaria All The Year Around, de la que era editor y principal propietario, el novelista británico imprimió –obviamente a su costa– un artículo titulado ‘Cinco nuevas cláusulas en la ley de criminales’. La pieza, una auténtica obra de arte, tiene su génesis en una iniciativa parlamentaria del gobierno de turno para “rectificar” los delitos de sangre en el Código Penal.
Escrita con una ironía colosal, usando las dosis pertinentes de paradoja y exageración, Dickens describe el sinsentido de un poder político arbitrario y fenicio que, en lugar de penalizar a los delincuentes, decide absolverlos por el procedimiento de culpar a sus víctimas. “La ley actual es temeraria, injusta y represiva y, en síntesis, perjudica de modo irreparable a los afables individuos acusados de cometer estos crímenes en algún que otro momento de ofuscación (…) Todas las enmiendas previstas se fundamentan” –prosigue el escritor– “en un principio de hondura sin igual, y es el siguiente: aquí el verdadero delincuente es el muerto. La víctima pedía a gritos ser asesinada, y el hecho de que un congénere suyo, persona de sumo interés en todos los aspectos, se encuentre hoy sentada en el banquillo y pasando por tan grave apuro se debe enteramente a su obstinación, a la tozudez con la que exigió que lo asesinaran”.
Es el mundo al revés: criminales beatíficos y asesinados malignos. Dickens, cuyas dotes proféticas son magistrales, propone acto seguido prescindir de los jueces que encargados de dirimir estos delitos –¿una forma temprana de lawfare?– para que no puedan intervenir en las causas (en perjuicio de los delincuentes) y sustituirlos “por un caballero, político de profesión, que se ocupará de deliberar en una habitación cerrada y recóndita con vistas al parque de Saint James”. Y concluye así: “Estas medidas, prudentes y mesuradas, no pretenden en ningún momento minimizar la responsabilidad de las víctimas en el crimen cometido. Mucho menos obviar el daño que infringen a la sociedad cuando cometen la inconveniencia de hacerse envenenar en exceso”.
Si este pasaje de un artículo del siglo XIX todavía tiene tanta vigencia se debe a que los seres humanos, y en especial los gobernantes demagógicos, no cambian nunca, y a que el mejor periodismo, en contra de su leyenda de ser el primer borrador de la Historia, puede ser más exacto que cualquier tratado historiográfico. Sólo es necesario un periodista inteligente y, como fue el caso de Dickens, no hipotecado a las exigencias de los anunciantes y patrocinadores. El novelista británico, que hizo una considerable fortuna con sus libros, de igual manera que ahora son las series y el cine las industrias que enriquecen a algunos de sus creadores, invirtió parte de sus ganancias en editar sus propios periódicos y semanarios. Fue la culminación de una fecundísima carrera como cronista que comenzó en su primera juventud y no abandonó nunca.
Dickens comenzó a los 17 años como taquígrafo en Doctors Commons, los tribunales civiles. Tres años más tarde era escritor parlamentario en el diario True Sun y en el Mirror of Parliament, una gaceta de su tío materno, John Henry Barrow, que publicaba transcripciones de las deliberaciones de los diputados. Después saltó al Morning Chronicle, del que se iría para convertirse en director editorial de Bentley’s Miscellany, donde publicaría por entregas Oliver Twist. Antes ya se había hecho famoso –por persona interpuesta– con unas estampas (sketches) llenas de humor y finezza, firmadas con el pseudónimo de Boz.
Su siguiente obra –la famosa colección de The Pickwick Papers– fue una vuelta de tuerca a un encargo periodístico: escribir unos esbozos para acompañar una colección de ilustraciones, que terminaron siendo el complemento gráfico de sus artículos. Con 24 años se había convertido en el periodista más popular de su tiempo. Poca broma. Sus novelas, adoradas por el público, le facilitaron el capital necesario para convertirse en editor de semanarios: primero, con Master Humphrey’s Clock y, después, en Household Words y All Year Round. Hasta el último día de su vida ejerció como periodista, al margen de su febril carrera como escritor, que bebe de sus experiencias como cronista asilvestrado.
Su obra periodística, sin embargo, no ha gozado siempre del reconocimiento que merece. En parte se debe a que su producción para los diarios es ingente. Y también a que el gremio académico, que escribe artículos supuestamente científicos que no leen ni sus más insignes miembros, siempre ha despreciado la literatura de periódico. Por eso es todo un acierto que Gatopardo Ediciones, la editorial fundada por Marta y Javier Villavecchia hace ocho años, haya editado, al cuidado de Dolores Payás, una antología con treinta piezas de la producción periodística de Dickens, que está íntegramente disponible en inglés –en una versión en varios tomos de James Slater y John Drew– pero no en castellano.
El volumen en cuestión –Pasiones públicas, emociones privadas. Escritos periodísticos– es sencillamente extraordinario, a pesar de abarcar sólo un 5% de los cuatrocientos artículos que se conservan del novelista inglés. Primero, porque la edición, como es norma del sello barcelonés, es magnífica. Y después porque, como explica Payás en los textos que presentan las dos partes del libro, los artículos de Dickens palpitan con una fuerza deslumbrante, en gran medida gracias a su sensibilidad y cercanía con los conflictos íntimos de la condición humana. Todas sus crónicas parecen haber sido escritas ahora. En ellas Dickens ensaya, prueba y muestra todos los registros de la escritura. Desde el más alto al más desinhibido.
El resultado es una fiesta literaria: hay piezas melodramáticas, retratos de un realismo crudo, una soberbia colección de textos humorísticos, farsas sociales, ensayos descriptivos, columnas de ocasión, grotescos políticos y una gavilla de retratos del Londres victoriano –una época histórica marcada por los contrastes sociales y la practica de la doble moral, la hipocresía y la corrección de costumbres– memorable. Dickens describe todo este universo –y a sus correspondientes personajes– con una habilidad que desconcierta. Su prosa está tocada por una rara magia: nos habla de un mundo de ayer que, sin embargo, no queda muy lejos del nuestro. De hecho, parece una suerte de réplica.
Pongamos un ejemplo: el reportaje dedicado a las workhouses –los terribles asilos para indigentes de la Inglaterra victoriana que funcionaban como campos de explotación de los pobres– podría leerse perfectamente como una estampa (inquietante) de los geriátricos durante la pandemia. Ambos sucesos encarnan dos formas de infiernos terrestres camuflados bajo la coartada de la piedad y el cuidado social.
Los “ancianos balbuceantes, de ojos legañosos, con o sin gafas, estúpidos, sordos, cojos” de los que nos habla Dickens también podrían ser nuestros padres y abuelos, abandonados en una residencia mal atendida, donde la calamidad de unos se torna el negocio (miserable) de otros: “De modo harto subrepticio y silencioso –escribe– nuestro Gobierno nos ha colocado en una situación absurda y peligrosa, en la que cualquier canalla de conducta criminal recibe mucho mejor trato –alojamiento más limpio e higiénico, mejores cuidados, comida de más calidad– que un pobre de vida honesta”.
El escritor inglés es durísimo y naturalista en sus retratos, pero también fiel a la demencial realidad de una sociedad que exigía una ejemplaridad que rara vez practicaba. No se muerde la lengua: su caricatura sobre el “honorable diputado de Verborrea” –titulada ‘Nuestro insigne amigo’– es una pieza soberbia sobre la doblez de los políticos populistas, capaces de decir una cosa hoy, otra mañana y perjurar –en público– que no han cambiado de criterio ni de opinión.
“Cuando dice SÍ, podría muy bien ser, o más bien es casi seguro que esté diciendo NO. Esta faceta es, precisamente, la que lo revela como un gran estadista y también la que lo diferencia de usted, lector, y de mí (…) porque puede que ni USTED ni YO comprendamos lo que quiso decirnos en el pasado ni lo que pretende decirnos en el presente. Pero él siempre lo ha sabido, conoce el significado preciso de lo que dijo en el pasado y de lo que dice ahora. Y cuando entonces dijo lo que dijo, en realidad quería decir lo que dice ahora”.
Este artículo está escrito en 1852, pero retrata también a los gobernantes contemporáneos. La fuerza de Dickens como periodista reside en su sinceridad casi temeraria y en su capacidad para captar el universal de una situación, con independencia de las circunstancias pasajeras de su tiempo, y proyectarlo hacia el futuro. Sus artículos son milagrosos. Plásticos, vivos e inolvidables, como si el inmenso guiñol social que iba dibujando en cada uno de sus cuadros de costumbres continuase moviéndose más de un siglo después de su extinción.
Ninguna película de época podría reproducir con tanto acierto y talento la atmósfera, los falsos valores y las contradicciones del Londres puritano que esta colección de crónicas del desconocido Dickens periodista, transeúnte de cementerios, insomne perpetuo, valiente y libérrimo, notre ami, notre frère. No deben ustedes perdérselo. Es uno de los grandes libros del año porque custodia una parte del cofre de las maravillas del viejo/nuevo periodismo victoriano.