Los finales suelen coincidir con los principios porque la vida, que es de lo que a la postre tratan todas las novelas, como escribió Montaigne y repetía Josep Pla siempre que tenía ocasión– es ondulante. La suma de todos los vaivenes de la diosa fortuna comprendidos entre un comienzo involuntario y el inesperado punto y final. La primera novela que publicó Gabriel García Márquez (1927-2014) –La hojarasca (1955)– relata la historia de un viejo coronel agropecuario que se empeña en dar sepultura al odiado médico de su pueblo, hombre de costumbres lujuriosas, a pesar de la oposición de sus vecinos.
En esa narración tan temprana –el escritor colombiano aún no había cumplido la treintena– es donde por vez primera aparece Macondo, el espacio ficticio de la costa colombiana donde lo asombroso cohabita sin contradicción alguna, al menos en la memoria y en el lenguaje de sus habitantes, con el infinito prosaísmo de lo real. Un difunto, un viejo caballero empecinado en cumplir con una promesa –hasta el punto de comprometer a sus propios descendientes en la tarea– y el trasfondo mitológico de las guerras civiles del Caribe continental. Todo esto insertado dentro del marco (trágico) de la Antígona griega.
En agosto nos vemos (Random House), la novela póstuma que sus dos hijos y herederos han decidido publicar en contra la voluntad de su padre, escrita durante los años previos a su ocaso, cuando el Nobel colombiano ya había comenzado a perder la memoria, regresa, como en una suerte de ritornello, a estos mismos elementos. Hay una madre difunta, una hija –Ana Magdalena Bach– que acude cada verano a la isla donde está sepultada su progenitora para dejar un ramo de gladiolos sobre su tumba, y un proceso de metamorfosis, como si de una crisálida se tratase, que cambia a la protagonista. García Márquez pensaba que esta novela no funcionaba: “Hay que destruirla”, le ordenó a sus vástagos que, igual que Max Brod con Kafka, no cumplieron la orden. Los manuscritos se quedaron en el limbo de sus archivos, vendidos tras su muerte por su familia a la Universidad de Austin (Texas). El escritor llegó a revisar cinco versiones distintas de las pruebas para su posible publicación.
Que la novela seguía inédita porque no estaba terminada a ojos de su autor es un hecho documentado: la versión que ahora sale a la luz, diez años después de la muerte de García Márquez, es una construcción al cuidado de su último editor, Cristóbal Pera, que ya trabajó con el Nobel en sus inacabadas memorias –de los tres tomos previstos únicamente se publicó el primero: Vivir para contarla, – y en su última novela autorizada, Memoria de mis putas tristes, una historia menor de amor extraño entre un nonagenario y una adolescente virgen situada en un prostíbulo de Barranquilla. Una obra de postrimerías que, sin duda, si se hubiera publicado en estos tiempos, en los que la inquisición moral se ha convertido en el único criterio para valorar el arte, habría sido cancelada.
El editor, como explica en una nota final, a la que acompañan cuatro facsímiles del último borrador (¿excusatio non petita, acusatio manifiesta?) donde pueden apreciarse las correcciones de puño y letra de García Márquez, ha armado este libro a partir de la última versión revisada –la copia quinta– y las modificaciones (posteriores) contenidas en un archivo digital en posesión de su secretaria personal, Mónica Alonso. Pera sostiene que En agosto nos vemos es una novela. En la vida (consciente) del Nobel colombiano nunca fue considerada así. La primera noticia de la existencia de esta obra –una noticia de Rosa Mora en el diario El País– habla de “un libro de cuentos” con cinco relatos. La novela , tal y como ha salido a la luz, tiene seis capítulos. Nadie explica la razón.
La primera incógnita que surge es si estamos ante una novela o frente a un libro de relatos encadenados. No es una cuestión baladí. Ni en términos editoriales ni literarios. La protagonista de las historias es la misma –Ana Magdalena Bach, una mujer madura instalada en un matrimonio convencional, cuyo nombre coincide con el de la segunda mujer del compositor alemán– pero se percibe una notable diferencia entre la cerrada y redonda composición del primer cuento (presentado en esta edición como un capítulo) y el resto de partes del libro, donde los detalles de la narración están mucho menos logrados, son más difusos –algo importante en un autor con la obstinación por la precisión y el amor al detalle de García Márquez– o dejan bastantes flecos sueltos, gratuitos o inverosímiles, como la historia (esbozada) de Micaela, la hija de la protagonista que quiere ser monja mientras tiene un romance con un músico de jazz.
Este texto de arranque, cuya primera versión data de 1999, sin embargo, muestra a un García Márquez con plena conciencia de sí mismo –en esa época se le diagnosticó un linfoma, pero su memoria todavía no se había diluido– y en posesión de todos sus prodigios verbales. El comienzo de su relato es deslumbrante, está en perfecta sintonía con su estilo personal, caracterizado por una escritura poderosamente plástica, sensorial, vivida y sentida (por persona interpuesta). Ana Magdalena Bach, “madre otoñal”, viaja por primera vez a una isla –sin nombre– donde su progenitora decidió ser enterrada (sin que desvelara el motivo de tal elección) para celebrar el ritual de rendirle un homenaje ante su túmulo, situado en un “cementerio indigente”, castigado por “un sol de fuego”, elegido tres días antes de su muerte como última morada, sin razón aparente.
Son los mismos ingredientes, con variantes, que ya estaban en La hojarasca o incluso en El coronel no tiene quien le escriba. Un difunto con un secreto y una persona que, al rendirle el último servicio, acaba convirtiéndose en otra. El estrambote que pone final al libro podía haber salido perfectamente de Del amor y otros demonios. Estamos, sin ningún género de dudas, dentro el universo literario de García Márquez, pero en una posición lateral. Ana Magdalena Bach es, en realidad, una prolongación de su progenitora, que también viajó a ese lugar los seis años anteriores a su deceso. En cierto sentido, la vida secreta, carnal, trágicamente vitalista de la protagonista, termina dando sentido a la conducta de su madre. Cada año repite el mismo ceremonial, viajando sin falta a la isla sin nombre desde el continente. Una travesía que dura cuatro horas.
Al llegar allí, se transforma. En cada una de sus visitas tiene romances con hombres distintos. Esta sucesión de adulterios rituales la transforma por dentro. Mientras el tiempo y los años la cambian por fuera, marchitando su belleza, sus aventuras sexuales le hacen replantearse su matrimonio y cuestionar su vida familiar. El final de la historia, no desvelado hasta el último de los relatos (o capítulos), es efectista y poderoso, lo que evidencia que García Márquez sabía desde el principio donde quería conducir el libro. Las escenas de sexo, escritas con indiscutible maestría, y la exploración del deseo femenino, conducen al libro, concebido como un bolero sobre infidelidades crepusculares, al terreno de la crónica sentimental. Es una celebración ritual del amour fou.
El escritor colombiano incluye también un ingenioso juego de referencias literarias –en cada viaje, Ana Magdalena Bach lleva un libro distinto: Drácula (Bram Stoker), El lazarillo de Tormes, El viejo y el mar (Hemingway), El extranjero (Camus) la Antología de la literatura fantástica (Borges, Bioy Casares y Ocampo, El día de los trífidos (John Wyndham), Crónicas marcianas (Bradbury) y Diario del año de la peste (Defoe)– y musicales. En agosto nos vemos es, pues, una dignísima addenda a una carrera literaria caracterizada por la autoexigencia, el compromiso, el sacrificio –García Márquez no cobró ni solo un centavo por derechos de autor hasta cumplidos los 42 años, después de haber escrito ya cuatro novelas– y que obtuvo un milagroso éxito global.
Al mismo tiempo, igual que el reverso de su vida oficial, esta novela póstuma puede leerse como un acto homenaje a la vida secreta del escritor. García Márquez tuvo una hija (Indira Cato) fuera del matrimonio con Mercedes Barcha, tras mantener un romance con la periodista mexicana Susana Cato. El destino de su hija invisible –no llevar sus apellidos– coincide con el del padre y el abuelo del escritor, que no fueron reconocidos por sus progenitores naturales.
Es la misma ligazón que une a Ana Magdalena Bach y a su madre, Micaela. La hija vive el mismo destino de su madre, prolongando una suerte de condena de la estirpe. En agosto nos vemos muestra, por último, la condición efímera e irrepetible de la creación literaria, un don individual que en 1999, cuando el escritor colombiano lee en público por primera vez el relato que abre este libro de cuentos –ahora novela póstuma– todavía estaba intacto y, unos años después, se va esfumando sin remedio a medida que García Márquez, igual que un náufrago, intenta salvar su escritura del crepúsculo de su propia extinción.