Letra Global con el poeta Seamus Heaney. Tras un acuerdo con la prestigiosa revista Granta en español, publicada por Vegueta, nuestra publicación presenta una selección de los mejores textos, una muestra de la literatura contemporánea, con los mejores creadores. Granta en español, que dirige la editora Valerie Miles, ha logrado una gran repercusión gracias a la atención y al mimo de escritores de todos los continentes, con números de una enorme calidad, que han tenido eco en Letra Global, como el que se centró en la literatura de Perú.
Granta en Español, es émula de la revista británica Granta, y se publicó por primera vez en mayo de 2003 por iniciativa de los editores Valerie Miles y Aurelio Major, motivados por la necesidad de interpelar y trasvasar las literaturas que han ido surgiendo en países hispanoparlantes y angloparlantes en los lustros recientes.
El murmullo del amor
En la pintura de Apolo y Dafne de Pollaiuolo en la Galería Nacional de Londres, el dios se presenta como un velocista de piernas desnudas que justo acaba de atrapar a la huidiza ninfa. El mito exige que ella arraigue en ese sitio y comience a retoñar ramas y hojas de laurel, de modo que su pierna apenas cubierta parece ya enterrada mientras dos grandes arbustos agobiantes han brotado de los muñones de sus hombros. Pero su rostro entre las ramas de laurel se dirige sin pánico hacia su perseguidor, justo cuando el interior de su muslo izquierdo toca la pantorrilla desnuda de ella. Permanecerá intacta, pero ha quedado para siempre palpada y vulnerable.
El laurel como símbolo de una casta fuga parece sensato, sobre todo en la actualidad cuando el arbusto estilizado y alegre se halla en los setos domésticos. Los dos escobones celestiales de Dafne en efecto significan el regocijo de hallarse a salvo, pero una parte de ella todavía es renuente a ser libre, la parte insinuada que las piernas desnudas arremeten, la parte donde lo erótico rivaliza con lo eterno, la parte que es más un abedul que un laurel.
El abedul es el árbol del deseo, resplandeciente de disponibilidad sexual incluso cuando llega envuelto en latín botánico. Betula pendula y betula pubescens, los nombres del abedul común y del pubescente, ostentan una lánguida sensualidad indolente; y las descripciones técnicas de sus diversas características son igualmente insinuantes, la variedad común con "las ramitas del año y los retoños glabros, con glándulas resinosas", y la pubescente con "retoños lisos, es más lisa y posee menos indumento". No es extraño que el árbol le recordara al poeta Louis Simpson "aquella habitación llena de alientos, / el vaivén y el murmullo del amor", donde los brazos que se alzan para soltar un pendiente son como un tronco cetrino que se divide en pálidas ramas tersas y esbeltas.
El abedul de Simpson es una adulta que consiente afectuosa, como si se tratase de la integrante madura de un conjunto que Robert Frost vio una vez tras una tormenta de hielo en un bosque de Nueva Inglaterra, como doncellas doblegadas, con manos y rodillas en el suelo, "con los sueltos cabellos hacia el frente y secándose al sol". Y la primera vez que me adentré en un bosque de Nueva Inglaterra también me llenó de agitación la poesía, entre otras muchas cosas. Había leído en La diosa blanca de Robert Graves que beth/birch –en inglés– era sinónimo de la B en el alfabeto de Ogam, y había traducido los elogios del loco Sweeney a los árboles irlandeses, donde el bendito beithe blaith bennachtach de piel suave oscila encantadoramente en la brisa, bajo la corona de sus ramitas trenzadas. Pero allí y entonces toda esa etérea energía erótica y sus asociaciones quedaron presas y confinadas (tal como Sycorax hizo con Ariel en un pino hendido) en una sección de corteza de abedul que encontré en el lecho del bosque.
Se trataba del trozo de un brinzal de tronco grueso de unos veinticinco centímetros de largo, ancho como la pierna de una ninfa a la altura del tobillo, y en forma de una Y podada. Justo donde se dividía el joven tronco las dos ramas se partieron, y luego aquello había quedado allí marinándose en la composta de hojas secas y musgo hasta que el duramen se hubo reblandecido del todo. Cuando lo descubrí, las entrañas estaban deterioradas hasta el punto en que fui capaz de retirar la papilla y quedarme sosteniendo una vaina abierta de corteza moteada, con vetas, verrugosa, húmeda, un poco aterciopelada y plumosa en la hendidura.
Ocurrió en mayo de 1979, junto al Estanque del Águila en Nueva Hampshire, adonde me había dirigido con la familia a visitar al poeta Donald Hall, amigo de Louis Simpson, discípulo de Frost, y heredero de la granja de su abuelo, a la cual sólo había vuelto hacía poco tiempo. Al cabo, por ende, mi descubrimiento se convirtió en el recordatorio de nuestra visita a su estación poética, el recordatorio se convirtió en un recuerdo, y cuando leí que el abedul es "un árbol que precisa de luz y no crece a la sombra de otros", el recuerdo comenzó a resplandecer en mi cabeza como una idea platónica.
Al concluir el fin de semana llevé la corteza de vuelta a Harvard y ha estado siempre conmigo desde entonces. Primero la puse a secar (cuando se endureció, fue como si la palabra birch actual se volviera la más antigua birk); luego dispuse la roma forma de la Y al revés para que se volviera un pequeño torso resplandeciente en su propia blancura, una puella siempre pubescens, una venus de Nueva Hampshire sin brazos ni piernas, tan poco inclinada a moverse como Dafne a huir. Una forma que parece cavilar sobre la respuesta de Rilke al torso arcaico de Apolo –"Has de cambiar tu vida"– antes de responder con nostalgia, "sí, tal vez, pero primero has de vivirla".
Traducción de Albada Dusk