“Es la sustitución de la celebridad por el heroísmo lo que ha alimentado este fenómeno. Y es el efecto nivelador de los estudios culturales, más interesados en el bombo y la popularidad que en el mérito literario, cuya existencia ponen en duda. Les parece lícito comparar a las Brontës con la novela rosa. Se ha vuelto respetable leer y discutir lo que Roland Barthes llamó "libros consumibles". No es que haya nada malo en eso, pero tiene muy poco que ver con el escalofrío que sentimos al ver a través de aquellas ‘mágicas ventanas que se abren a peligrosos mares / en prodigiosas tierras ya olvidadas’ de Keats”. En un artículo publicado en The New York Times en 2003, Dame A. S. Byatt, fallecida este mes de noviembre, terció así en el debate en torno al éxito de Harry Potter de J. K. Rowling. Para muchos, el fenómeno suponía un revitalización de la literatura que había que saludar con entusiasmo, pero Byatt detectó ahí nada más que una degradación de la imaginación fruto de un gusto educado en la televisión, un síntoma de desistimiento más que de esperanza.
Era legítimo que Byatt interviniera en la cuestión, pues ella misma llevaba muchos años estudiando y ensayando los desafíos de la imaginación literaria tal y como se había entendido en Europa desde el romanticismo. Erudita, además de novelista –había estudiado en Oxford y en Cambridge y dominaba las principales lenguas europeas, latín incluido–, Byatt quiso hacerse cargo de un modo ostensible de la gran tradición inglesa que va de George Eliot a Henry James y Iris Murdoch, que fue algo así como su maestra y a cuya obra dedicó dos espléndidos ensayos. Lejos de ser un mero epígono, sin embargo, Byatt supo encontrar su propio camino y superar la influencia magnética y algo abrasadora de Murdoch, frente a quien siempre dijo sentir “miedo”, a pesar de la verdadera amistad que las unía.
En 1972, Byatt perdió a su único hijo de once años, Charles, que murió atropellado. Según contó ella misma, se le abrieron entonces dos posibilidades, el suicidio o dedicarse a estudiar todo lo que le rodeaba. Y eso último se consagró con auténtica voracidad, como demuestran sus novelas apabullantemente documentadas, un exceso que algunos críticos censuraron pero que ella defendía diciendo que una novela “es una mezcla de hechos reales e inventados y para poder construir los segundos se debe conocer muy bien los primeros”. Así llego la tetralogía El cuarteto, que describe la historia de una familia inglesa, la de Frederica Potter, desde el año de la coronación de Isabel II hasta la década de 1970. Pero la novela que le dio fama internacional fue sobre todo Posesión (1990), merecedora del Booker Prize y luego adaptada al cine.
La novela cuenta la historia de dos oscuros eruditos que investigan el amor secreto de dos grandes poetas victorianos, personajes basados en Robert Browning –aunque también hay en él ecos de Tennyson– y Christina Rossetti. El éxito de la obra se benefició del clima literario de aquella década, generado por el fenómeno de El nombre de la rosa de Umberto Eco, primer best-seller hiperculto, aunque Byatt aprovechó el favor para demostrar su poderío a la vez crítico e imaginativo, siempre a contrapelo de la banalización o la condescendencia comercial.
Su afinidad con Browning es en ese sentido sintomática. Del mismo modo que el victoriano reaccionó contra la degradación de la imaginación poética causada por el malentendido del romanticismo –cuyos herederos confundieron la voz del autor con la que habla en el poema–, construyendo esos monólogos dramáticos en los que meditan pintores, poetas y personajes del Renacimiento italiano, Byatt, como había hecho Murdoch de otro modo, siempre privilegió el conocimiento de lo que está más allá de la propia subjetividad. De hecho, para ella Posesión era un estudio acerca de las posibilidades que aún ofrecía el uso de la tercera persona omnisciente, en contra de la generalización de la primera como vehículo de una literatura solipsista.
Siguiendo en la estela de la investigación en torno al mundo victoriano, Byatt publicó en 1992 Ángeles e insectos, que reúne dos nouvelles magníficas, Morpho Eugenia, sobre un naturalista y entomólogo que acaba metido en una historia de amor y sumisión parecida a las de las mariposas que estudia, y El ángel conyugal, una ghost story en la tradición de Henry James, el escritor que mejor ha sabido imponer al lector lo inverosímil. Ese el libro en que la imaginación de Byatt –posmoderna solo en un sentido muy particular– brilla con más austeridad y precisión. Del resto de su obra narrativa cabe destacar The Biographer’s Tale (2000), una novela que tuvo poco eco –no hay, parece, traducción española– pero que aborda un asunto apasionante e idiosincrásicamente británico: la imaginación de los biógrafos. Aunque su última gran novela y probablemente su obra maestra sea The Children’s Book (2003).
El libro de los niños, magistralmente traducida por Miguel Temprano García para Lumen, cuenta la historia de Olive Wellwood, una escritora de literatura infantil –personaje basado en E. Nesbit– y de toda su familia entre 1895 y la Gran Guerra. Como la propia Byatt contó, la idea de la novela surgió de la necesidad de investigar por qué tantos autores de libros para niños habían tenido hijos desgraciados. La familia Wellwood vive en un mundo hechizado por la estética prerrafaelita y por la ideología de la sociedad socialista Fabiana, pero acaba viendo cómo toda una generación de adolescentes educada en la magia y las églogas campestres de Thomas Gray es brutalmente ejecutada en las trincheras. Es lo que Wilfred Owen, uno de los poetas de la Primera Guerra Mundial, llamó the old lie en un poema tremendo: 'Dulce et decorum est', por el adagio horaciano dulce et decorum est pro patria mori. El poema termina con la imagen de un compañero sujetándose las tripas antes de ser arrojado a una zanja.
El libro de los niños fue, por así decirlo, la puesta en práctica de la crítica que Byatt había hecho poco antes al fenómeno de Harry Potter. Ahí donde había detectado una imaginación degradada e infectada de tópicos y claudicaciones morales, propia de una sociedad despreocupada e irresponsable, ella le opuso toda la maravilla y el horror que a partes iguales laten en la gran tradición literaria inglesa, inextricablemente vinculada a la historia política e ideológica del país. Como escribió Kipling, que también perdió un hijo en la guerra, “If any question why we died / tell them, because our fathers lied” (“Si alguien pregunta por qué morimos / decidle que nuestros padres mintieron”). Así fue cómo Antonia Byatt logró transmitirnos el escalofrío que se siente al asomarse todavía a esas “mágicas ventanas que se abren a peligrosos mares / en prodigiosas tierras ya olvidadas” de la oda de Keats.