Todas las despedidas del mundo son un acto de libertad y, al mismo tiempo, un ejercicio de estéril melancolía. Nada es más difícil en esta vida que decir adiós a todo lo que conocemos, o hacemos, cuando sabemos por anticipado que no se trata de ningún efímero hasta luego, sino de un verdadero punto y final. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), el último superviviente de los autores del boom latinoamericano, ha decidido escribir el epílogo de su larga carrera literaria –seis décadas de creación compulsiva– y apagar así el fuego interior que ha alimentado las maderas nobles de sus 87 años.

Que lo haga después de ser nombrado inmortal por la Academia Francesa no deja de ser un acto (irónico) de realismo: muchas de sus obras entraron hace decenios en la posteridad literaria; el hombre terrestre, en cambio, camino ya de convertirse en un ilustrísimo nonagenario, se sabe sabiamente perecedero. 

Patricia y Mario Vargas Llosa en un bar de Lima

“Ahora me gustaría escribir un ensayo sobre Sartre, que fue mi maestro de joven. Será lo último que escribiré”. Hace unas horas los periódicos reproducían estas palabras junto a la noticia del (casi) retiro del escritor peruano. Son parte del colofón de su última novelaLe dedico mi silencio (Alfaguara)–, que dentro de nueve días estará en las librerías. La revelación fija la melodía con la que debe leerse su despedida de la narrativa, una obra de postrimerías que recurre a las fieles herramientas de la ficción para entonar un largo adiós sentimental.

La historia elegida por el último Premio Nobel en español condensa muchas de sus obstinaciones: el fracaso de las utopías, Lima, los conflictos entre la pasión amorosa y el desengaño carnal, el Perú y su sincretismo cultural. Es una suerte de telenovela que pone un cierre humilde y nostálgico a su extraordinario ciclo novelístico, lleno de obras maestras. 

'Los músicos' FERNANDO BOTERO

Le dedico mi silencio relata las peripecias de Toño Azpilcueta, un devoto difusor de la música tradicional criolla que sueña –siguiendo la tradición de don Quijote– con un Perú hermanado y mestizo gracias al poderoso sortilegio de las canciones y los valses tradicionales surgidos en los lejanos tiempos de la colonia, en los que este último personaje de Vargas Llosa cree haber descubierto un puente entre la fragmentación de las culturas peruanas, capaz de vincular en un mismo anhelo vital a las clases populares y a las familias patricias y aristocráticas. 

La acción está situada en los años noventa del pasado siglo, poco antes y justo después de la captura del terrorista Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso. La trama se nutre del vacío que crea a su alrededor un personaje cargado de misterio: la enigmática figura de Lalo Molfino, un prodigioso guitarrista desconocido, niño huérfano y abandonado en un basurero de Puerto Etén, rescatado por un caritativo sacerdote italiano, al que Azpilcueta oye una única vez en su vida y cuya prematura desaparición provoca un rosario de preguntas que despiertan su curiosidad. Azpilcueta decide componer un tratado musical –Lalo Molfino y la revolución silenciosa– como pretexto para enunciar una teoría cultural sobre el Perú. 

Grabado de un concierto callejero en los callejones de Lima CLAUDIO REBAGLIATI (ÁLBUM SUDAMERICANO )

El libro acabará desquiciando al personaje –ignorado primero, exitoso en el interludio de su vida, caído en desgracia al cabo de su existencia–, en el que Vargas Llosa camufla algunos de los sucesos de su propia trayectoria, desde la vocación política a los conflictos matrimoniales, incluyendo la fragilidad del éxito. El protagonista de Le dedico mi silencio camina sonámbulo por la Lima en la que el escritor vivió sus años de juventud. Pisa la Universidad de San Marcos, se abisma en sus lúgubres cafés y bares –el Bransa de Plaza de Armas, el Palermo, punto de reunión de los poetas de los años cincuenta– y elucubra con una nación hecha no a partir de los dogmas políticos, sino gracias a la música telúrica del pueblo. 

Vargas Llosa combina en la estructura de esta novela el discurso de un narrador externo (él mismo, a tenor del colofón en el que enuncia su despedida, firmado con su verdadero nombre) y capítulos del imaginario tratado de Azpilcueta, donde reflexiona sobre la historia y la cultura peruana, defendiendo el papel de cohesión que supuso el español y evidenciando una desconocida erudición sobre la música tradicional y la huachafería, el concepto que –según Azpilcueta– representa la gran aportación del Perú a la civilización. La novela está surcada por un encantador aire sentimental y exhala melancolía. Es elegante y sentida, propia de un autor que revive sus experiencias vitales porque sabe que el tiempo va a alcanzarle.

Estudio sobre la 'Guardia Vieja'

Sin duda, los pensamientos de Azpilcueta sobre el matrimonio y la familia serán interpretados por muchos lectores en clave autobiográfica. Vargas Llosa, que siempre ha disfrazado su vida en sus novelas, no impide esta mirada, aunque tampoco la fomenta. Dedica la novela a Patricia, su exmujer, a la que abandonó en 2015 para iniciar una relación efímera con la socialité Isabel Preysler. Le dedico mi silencio contiene, sin referencias explícitas, una justificación personal, seguida de un acto de contrición, hecho a través de un personaje interpuesto:

“No se podía exigir a nadie que se enamorara para siempre (…) Lo más común era que los amores fueran transitorios, que uno conociera a gente diversa, y que fuera cambiando de pareja. Eso es lo natural (…) Pero mi familia ha prosperado gracias a Matilde, gracias a que ella nunca se dejó embelesar por mis ideas ni por mi fantasías”. 

Mario Vargas Llosa el día de su ingreso en la Academia Francesa

Al margen de estos ambiguos pasajes, susceptibles de una exégesis biográfica, el libro entero es una recapitulación íntima. Desde la noticia de su ensayo sobre Sartre, a través del cual el escritor escribirá sobre los años de su juventud, marcados por su militancia en los grupos políticos de izquierda, a la trama de esta fábula, enmarcada en la áspera Lima de hace treinta años, con fugas costumbristas a los desconsolados callejones de sus barriadas más pobres –Monserrate, Malambó–, todo conduce a entender este libro como un ejercicio de evocación de un tiempo consumido que, sin embargo, sigue palpitando en la conciencia. 

La novela incluye un prodigioso final, antítesis de los ardores de la juventud, las guerras de la madurez y las míseras de la decadencia. La escena se ubica en el distrito de Miraflores, donde el intelectual proletario que es Azpilcueta y su amor platónico, Cecilia Barraza, una cantante retirada, entre los que ya sólo hay amistad, viven la pacífica extinción de sus respectivas pasiones.

'Le dedico mi silencio'

Les basta con vivir juntos el tiempo que el destino disponga en la paz de un presente que cada vez es más estrecho. En el crepúsculo de la vida compartida entre ambos suenan –de fondo– los versos de Ódiame, el vals criollo de despecho y amor eterno compuesto en 1920 por el poeta Federico Barreto: 

Ódiame por piedad, yo te lo pido / ¡Ódiame sin medida ni clemencia! / Odio quiero, más que indiferencia. / El rencor hiere menos que el olvido./ Qué vale más yo humilde y tú orgullosa / O vale más tu débil hermosura / Piensa que en el fondo de la fosa / Llevaremos la misma vestidura / Si tú me odias quedaré yo convencido / De que me amaste, mujer, con insistencia / Pero ten presente de acuerdo a la experiencia / Que tan sólo se odia lo querido”.