Existen dos formas de pasar por este mundo: dejando un rastro o refugiándose en esa invisibilidad que, de forma sin duda piadosa, nos regalará el olvido. La primera exige ser merecedor de algún mérito, aunque sea discreto; protagonizar alguna hazaña que pueda quedar en la memoria colectiva (que no es democrática), o cometer un delito, preferentemente un crimen. Todas garantizan que, al menos durante un instante, seremos recordados por alguien, ya sea por envidia (el primer caso), admiración (si se trata de la segunda opción) o con odio y un justificado rencor (la última de las tres posibilidades). La segunda, en cambio, no requiere hacer ningún esfuerzo: el tiempo, que siempre hace muy bien su trabajo, diluirá todo lo que somos una vez dejemos de existir. A veces, mucho antes.
No abundan, sin embargo, los casos en los que alguien haya quedado en la posteridad, que no deja de ser una sucesiva convención pasajera, sin desearlo o, cuanto menos, sin hacer todo el esfuerzo necesario por conseguirlo. Thomas Bernhard (1931-1989) pudiera ser considerado uno de esos personajes. Se nos dirá de inmediato –¡deteneos, devotos bernhardianos!– que el escritor austriaco fue autor de más de cincuenta títulos, entre narraciones y obras teatrales, lo que en teoría desmentiría –con bibliografía– esta voluntad de no llamar en exceso la atención.
Al leer las cinco novelas en las que Bernhard exploró el territorio biográfico –que se expande a otros de sus títulos– ese hipotético mentís nos resulta inaceptable. ¿Escribía Bernhard para ser admirado, primero, y después recordado? ¿O lo hacía únicamente para confesarse consigo mismo al margen de lo que pensaran los demás? “Estoy ansioso por darme a conocer, y en qué medida me resulta indiferente, siempre que ocurra”, escribió (con voz interpuesta).
La voluntad que impulsa al narrador en la pentalogía que componen El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño, según su hagiógrafos sus obras más accesibles, no parece ser tanto la obsesión por dejar huella como la de confesarse ante sí mismo. Un vicio propio de quienes, como él, critican a los católicos. Nadie que acude a un confesionario, aunque en este caso sea literario, acostumbra a ir por ahí dándole publicidad a sus pecados.
La cosa no es tan simple. Es notorio que estos cinco libros, que Anagrama acaba de reunir en su colección Compendium, han sido la fuente –en muchos casos única– donde sus biógrafos y buena parte de sus lectores han querido ver el acta diáfana de una existencia sufriente, atormentada y absolutamente real. Esto, en términos artísticos, es un rotundo triunfo para Bernhard.
¿Era también su intención? A poco que se cotejen sus novelas de iniciación con la estupenda biografía que Miguel Sáenz, su traductor, escribió hace algunos años para Siruela –Thomas Bernhard. Una biografía–, donde recoge los datos objetivos de su deambular por el mundo, entre ellos la investigación de Louis Huguet, se cae en la cuenta de que el novelista, fiel a su afición a la exageración, no describe hechos, sino experiencias. Las apariencias ocultan su esencia: el escritor austriaco no narra la vida exterior. Lo que hace es trabajar literariamente con la reverberación que ésta provocó, según los años y las épocas de su vida, en su alma. Sus libros están cargados de subjetividad, aunque se presenten como testimoniales.
Bernhard tiene fama de ser difícil, complejo y nihilista. Un autor para escritores. Algo así como un post-existencialista sin piedad con nada ni con nadie. Su sinceridad, esa decisión de escribir a tumba abierta, desde la repugnancia que le provoca la vida –su propia vida– es, indudablemente, una de las razones de su celebridad literaria. Aunque, a nuestro juicio, el mayor hallazgo (y lo evidencia su influencia en otros autores, sobre todo hispanoamericanos) reside en su extraordinario estilo. En la capacidad que tiene su escritura para adquirir un tono, crear una atmósfera, dibujar una mirada personal y propia sobre el mundo exterior.
Sus novelas biográficas recorren su infancia y juventud. Nos hablan del trauma de haber nacido fuera del matrimonio –acaso como consecuencia de la hipotética violación de su madre a manos de su padre–, las estancias con sus abuelos, su tránsito por sucesivos internados y sanatorios, los años del nacional-socialismo en Salzburgo o sus padecimientos crónicos con las enfermedades. Viena y su decadencia moral. Toda esta galería de instantes casa con la vida oficial de Bernhard, pero sus libros –y estas cinco novelas en particular– sobresalen no tanto por las peripecias del niño que va descubriendo la rudeza de la existencia como por el colosal ejercicio de introspección que, a partir de estas vivencias, documenta la forja de una identidad enfrentada con el universo. Insobornable y, por tanto, exigente para sus lectores, al estar formulada desde la altura de quien sólo escribe para sí mismo.
Bernhard se adorna, modifica y mezcla lo biográfico con la ficción, configurando otra cosa que ya no es real ni mentira, sino una aleación adictiva hecha con ambos ingredientes. Sus libros contienen imágenes poderosísimas de alguien que quizás no fuera exactamente como se cuenta, pero sí que es tal y como se escribe, del mismo modo que todos somos lo que sentimos, al margen de cómo nos vean los demás. Una de estas miniaturas está en El origen, el primer libro de la colección. El narrador, después de describir a un Salzburgo atroz, en contraste con su fachada de bella ciudad histórica, dominada por los príncipes de la Iglesia, se retrata a sí mismo con un violín en la habitación de los zapatos de un correccional:
“La habitación está llena de centenares de zapatos empapados de sudor de los alumnos, en estantes de madera carcomida, y sólo tiene como ventana una obertura hecha en el muro, muy cerca del techo, por la que, sin embargo, sólo penetra el aire viciado de la cocina. En la habitación de los zapatos está solo consigo mismo y sólo con sus pensamientos de suicidio, que comienzan al mismo tiempo que sus ejercicios de violín. Así, entrar en la habitación de los zapatos, que es sin duda alguna el cuarto más horrible de todo el internado, es para él un refugiarse en sí mismo, con la excusa de tocar el violín”.
Desde este espacio, que se nos describe como material, pero es sobre todo simbólico, es desde donde está enunciada la literatura de Bernhard, que parece un canto a la desgracia, pero se trata –como ha explicado muy bien Miguel Sáenz– de un himno a la supervivencia. Ser uno a pesar de todos. Aquí es donde cabe apreciar la universalidad de su literatura, porque todos los seres humanos, seamos como seamos, tenemos en común este reducto último de intimidad desde el cual miramos la vida y nos juzgamos con severidad a nosotros mismos.
El mundo exterior en sus libros no es más que un reflejo de esta interioridad combativa, obstinada, insistente, que domina toda la escena, y que se expresa con un discurso hipnótico, meticuloso, que satura por completo el aire de la narración a través de abundantes repeticiones –claramente musicales– donde se dan vueltas siempre a los mismos asuntos: la enfermedad, la soledad, el frío, la hipocresía del mundo, la imposibilidad de redención, las taras familiares, el sinsentido de los días y el insomnio –en su caso, crónico– de las noches.
Quien cuenta estas novelas es un personaje herido que siente una hostilidad cósmica. Que sea exactamente Bernhard o su reinvención es cuestión secundaria. “Todo es cierto y, al mismo tiempo, nada lo es”, ironizaría. Lo que convierte en admirables a sus libros no es su fidelidad biográfica, sino su indiscutible capacidad poética, camuflada bajo un cruel humor negro y un antilirismo que no es fruto del ingenio, sino de la desesperación de saber lo que escribió Lorca: “Que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada”. Esa amarga sinfonía de la verdad.