La civilización occidental lleva siglos intentando definir de forma objetiva la naturaleza fugitiva de la literatura. Por lo general, sin excesivo éxito, a pesar de las muchas y excelentes aproximaciones al asunto. El arte de la escritura, que a su vez contiene al genio de la lectura, pues en el fondo se trata de la misma actividad, sólo que contemplada desde un punto de vista diferente, es una disciplina de genética cambiante. Igual que el tiempo para San Agustín: existe cuando no te preguntas por su esencia; y desaparece en el momento mismo en el que intentas delimitarla o aspiras a dirigirla. La literatura es una convención histórica que varía con el tiempo en función de cuál sea el contexto cultural en el que se desenvuelve.
Algo similar podemos decir del noble arte de editar libros: comenzó siendo una artesanía monástica –ejercida por los copistas en los scriptorum medievales y, mucho antes, por los redactores de las tablas de arcilla o los maestros del papiro– y, tras la invención de la imprenta de tipos móviles, devino en una industria que, muchos siglos después, todavía domina el panorama cultural. Editar libros es una actividad que combina la lectura y el comercio. Un viejo oficio que se basa en la adivinación (de los gustos ajenos) y que puede ejercerse de forma creativa o absolutamente vulgar. O de ambas formas al mismo tiempo.
Los ejemplos de excelencia editorial son aquellos que han sabido trascender el prosaísmo empresarial del número de ejemplares, la red de distribución –siempre incompleta– y, al cabo, el sueño eterno de la rentabilidad, que no se limita a lo económico, sino que se extiende a lo social. En los últimos tiempos, marcados por el narcisismo cultural, hemos visto a muchos editores –algunos con una labor elogiable– competir con el mito romántico del escritor iluminado y presentarse a sí mismos como artistas de la edición. Si los escritores tienen una obra, estos impresores (con ínfulas) cuentan con su propio objeto sagrado: el catálogo.
Se trata de un fenómeno similar al que, con todas las variantes del caso, se ha producido en el mundo de la gastronomía y la restauración, entregado a la divinización de los cocineros, que exigen ser tratados como artistas contemporáneos, magos de la alquimia y los sabores. Es una muestra más del relativismo posmoderno, que sublima lo frívolo y desprecia lo esencial. Más importante que los alimentos o la satisfacción de los comensales es nutrir el orgullo del chef. Por eso es una bendición encontrarse con ensayos como el que Gabriel Zaid (1936), un intelectual mexicano sin rostro, escribió hace medio siglo sobre el universo editorial.
Los demasiados libros, que ahora retorna a las librerías en una versión en rústica de la editorial Debate, es un libro mítico. Singular. Maravilloso. Traducido a un sinfín de idiomas, Zaid (1934), de ascendencia palestina y formado como ingeniero mecánico en Monterrey, procedencia herética para las aristocracias coolturetas, reflexiona, sin someterse a demasiados condicionantes estructurales ni a lugares comunes, sobre la secreta artesanía de los libros.
Planteado al modo de una conversación, como un manual, este brillantísimo tratado forma parte de un proyecto de crítica cultural más ambicioso que se completa con dos obras más: Cómo leer en bicicleta (1996), donde Zaid examina al poder cultural, y De los libros al poder (1998), una crítica a la academia que versa sobre el ejercicio sacramental de la universidad como expresión máxima de una jerarquía cultural.
La escritura de Zaid combina una sencillez envidiable con una asombrosa profundidad. Se han escrito muchos y buenos libros sobre el arte de la edición, pero no abundan los que evitan la grandeur y se concentran en lo capital: qué es lo que hay que hacer para operar en el cambiante mercado editorial. Las lecciones de este ensayo, formuladas por vez primera a comienzos de los años setenta, refulgen igual que las enseñanzas de los grandes clásicos.
En realidad, se acogen al mismo método: decir y argumentar de forma rigurosa y amena, con una apariencia simple, aquello que, igual que la realidad misma, reviste una extraordinaria complejidad. Porque si escribir literatura es el ejercicio artístico más difícil que hay, dado que trabaja con un material –el lenguaje– de uso común, editar libros y hacer viable una editorial tampoco es poca cosa, aunque sea un lance de naturaleza divergente. Y mucho más en estos tiempos de feroz competencia, donde existen más escritores que lectores.
Zaid comienza justamente a partir de esta evidencia: “Los libros se multiplican en proporción geométrica. Los lectores, en proporción aritmética. De no frenarse la pasión por publicar vamos hacia un mundo con más autores que lectores”. Ese instante parece haber llegado gracias al narcisismo (estúpido) que mueve la vanidad de la vida literaria oficial, eso que antes se escenificaba en los cafés y en las tertulias, y ahora tiene lugar en las escuelas de escritura (de pago) o en los clubes de lectura. Zaid adopta en su libro una elegantísima distancia irónica, alérgica al tremendismo habitual de muchos capitostes del sector cultural.
Es cierto. Existen más libros de los que podríamos leer en varias vidas. También hay más escritores (profesionales o diletantes) que público. Cohabitan distintas estirpes de editores y existen infinitos tipos de lectores. La maravilla del mundo editorial –según Zaid– es que toda esta sobreabundancia nos permite ejercer un acto supremo de libertad (escribir y leer) gracias a un contexto que se nutre de la diversidad, y que tiene en la tradición, tan desconocida por los que administran un sello editorial como si fuera una boutique, toda su energía. “Ayer, un estudiante leyó la Apología de Sócrates [el libro de Platón] y se sintió más libre”.
Zaid mira el mundo de los libros, y a sus correspondientes criaturas, con un sentido común que, siendo impío, no deja de ser útil, por exacto. Habla sin eufemismos. Llama a las cosas por su nombre. A su juicio, la grafomanía universal que nos acompaña desde hace décadas parece un gesto inútil pero tiene ventajas, como la existencia de una constelación intelectual al alcance de cualquiera, memorable y barata. La mayoría de los libros que se publican no vuelven a reeditarse ni tampoco se traducen. Pasan al olvido tras una existencia (breve) que muchas veces es inferior a un suspiro. ¿Para qué se escriben entonces?
La cultura todavía goza del prestigio del templo. Todos creemos en la condición sagrada del libro a pesar de que el comercio industrial a gran escala que facilitó la imprenta terminó hace siglos, mucho antes de que Walter Benjamin descubriera las consecuencias de la pérdida del aura, con tan extravagante fetichismo. No se trata, por supuesto, de algo nuevo. Montaigne ya advertía desde su torre que existen más libros sobre libros que sobre cualquier otra materia o asunto. James Boswell, en su Vida de Samuel Johnson (1783), exclamaba: “Es extraño que se escriba tanto y se lea tan poco”. La humanidad publica un libro cada medio minuto. Semejante velocidad nos convierte en criaturas más incultas. De ahí que Zaid opte por la desacralización para acercarse al universo de la edición y, en último extremo, a la cultura.
Leer no va a convertir en inteligente a alguien que no lo es, pero, sobre esto no hay duda, sí atenuará su estupidez y, a la larga, también la de todos. “La medida de la lectura” –escribe el ensayista mexicano– “no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en el que nos dejan. ¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si leer nos hace, físicamente, más reales”. De esta misma óptica –que es la de la realidad, no la que corresponde a la ensoñación y a la fábula– es como debe analizarse el apasionante negocio de la edición. Porque es real.
Hacer libros no exige hacer una inversión millonaria ni tener una audiencia infinita, al contrario que el cine o el teatro. Cualquier obra puede financiarse con un mínimo de 3.000 lectores dispuestos a pagar una mínima parte de su salario. La actividad editorial, frente a otras industrias de contenidos, es viable a baja escala. No existen barreras de entrada infranqueables y el margen de libertad (financiera) para emprender es infinitamente superior al de cualquier otra actividad cultural.
El ecosistema editorial permite además la convivencia entre los grandes consorcios y los editores independientes, del mismo modo que en cualquier librería pueden venderse indistintamente best-sellers o libros de arte y ensayo. Publicar mucho no es una tragedia porque existen lectores y públicos muy diversos que, gracias justamente a esta profusión editorial, pueden encontrar libros minoritarios que, de otra manera, nunca existirían. El progreso, en la edición, no destruye la diversidad, cosa que no sucede de igual manera en otras actividades económicas.
“Cuando pensamos que los libros deberían ser leídos por todos, no pensamos”. La cultura es una conversación y, por lo general, si está abierta a absolutamente todo el mundo, su riqueza se reduce. Esta afirmación, que sin duda escandalizará a los frailes y a las monjas de la igualdad (ajena), se sustenta en una evidencia: la calidad de cualquier intercambio intelectual depende del perfil cultural de sus participantes. Las ideas no se valoran al peso. Tampoco son lo mismo la riqueza cultural y la prosperidad económica.
Como recuerda, no sin ironía, el escritor mexicano, “una conversación inteligente, como la que Platón y Fedro, que se encuentran en la calle y se ponen a hablar de un escrito ingenioso de Lisias sobre el amor mientras se encaminan hacia las afueras de Atenas para discutirlo, sólo es posible en un mundo subdesarrollado, de baja productividad y tiempo ocioso”. En nuestro tiempo, Fedro y Platón nunca se encontrarían. No tendrían tiempo. Pronto –dice Zaid– tener una conversación inteligente con alguien será un lujo más caro que coleccionar obras de arte. El papel de un buen editor consiste en ordenar y conducir esta conversación social. “Se trata de echar leña al fuego”. Y esta es una habilidad no se compra en Frankfurt.
Los libros culturalmente influyentes, antes de convertirse en una mercancía comercialmente rentable, no cuentan más que con una decena de miles de lectores. Su poder no reside en su audiencia, sino en su capacidad para cambiar el curso de la conversación (cultural). El mundo del libro es una galaxia de sucesivos nichos. Dentro ellos es donde está el verdadero negocio. A medio y a largo plazo. La fortaleza de una marca cultural reside en su manera de ordenar el mundo. En la posesión de un criterio propio, no en la emulación (siempre tardía) de tendencias pasajeras.
El ensayo de Zaid deslumbra también por su clarividencia a la hora de tratar los aspectos prosaicos del mercado editorial. Aquí nos regala lecciones impagables. Por ejemplo: la cultura no es una mercancía, pero cualquier acuerdo comercial comienza con una conversación. Otra: “La gran barrera de difusión del libro no es el precio (menos aún si hay bibliotecas públicas), sino los intereses y limitaciones del autor y del lector (…) El problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir (…). La gran barrera a la difusión del libro está en estas masas de privilegiados que fueron a la universidad y no aprendieron a leer”.
Cabe decir lo mismo de muchos editores, sobre todo de los que se intitulan como los artistas del catálogo (escrito por otros). Zaid descree de las profecías del Apocalipsis del papel: “Los libros, sin anuncios y sin subsidios, se pagan con unos cuantos miles de compradores. No se ha inventado nada más barato para dirigirse a tan poca gente (…) Los libros pueden ser best-sellers, pero no tienen necesariamente que serlo”. Igual que las estrellas, forman una constelación donde unos astros brillan más que otros, pero todos contribuyen al conjunto. Algo análogo sucede entre los agentes del sector del libro: autores, editores, libreros y lectores, a los que Zaid dedica juicios que quiebran mitos y lamentos gremiales.
De todo esto trata también un encantador breviario –El arte de editar libros– escrito por Adolfo García Ortega para el sello Athenaica. Director de Seix Barral y El País-Aguilar, y ahora en el equipo de Planeta, García Ortega escribe sobre las transformaciones a las que se enfrenta la edición. Lo hace sin perder de vista la tradición –realiza un recorrido por la cultura editorial acumulada por la civilización– y sin encastillarse en los delirios supremacistas, tan frecuentes entre ciertos personajes del mundo cultural.
“Gutenberg se unió a Johann Fust, un rico comerciante, y a otro impresor ayudante llamado Petter Schoeffer, para crear en Maguncia una sociedad mercantil destinada a la impresión de libros. Desde sus inicios la edición fue concebida como una empresa que diera beneficios (…) El equilibrio básico de cualquier editorial es publicar libros nuevos y agotar las ediciones. En esta aparente simpleza reside todo”.
La tesis del breviario de García Ortega es que, aunque la tecnología acelere los cambios en el mundo editorial, el nuevo paradigma consiste en una nueva jerarquía que promueve la emancipación del lector en relación al resto de actores de la escena editorial. “Todo, a nivel mayoritario, en el mundo del libro de hoy está en manos del público, de lo que se conoce como mercado (…) Pero se ha producido una subversión, porque se ha invertido el contexto: ha desaparecido la línea donde se delimitaba lo intangible (la cultura) y lo material (el negocio). El único criterio masivo es la satisfacción de la necesidad de entretenimiento repetitivo del público lector”.
Y añade: “Ha cambiado el eje. Antes era una línea de correspondencia que iba del escritor al editor y de éste al lector. Lo importante era leer (…) En la actualidad, la correspondencia va del lector al editor (el lector dicta lo que quiere leer) y del editor al escritor (el editor dicta lo que se tiene que escribir). Lo importante ya no es leer, sino comprar y tal vez leer (…) Una involución. La palabra clave ya no es progresar, sino repetir”.