Víctor J. Vázquez (Valladolid, 1979) se acomoda en el rincón de un bar que conserva el ramalazo de un galeón de Historia. Este profesor de Derecho Constitucional mira a la calle cuando habla, al frente, a cualquier lado. No titubea. Ni sube ni baja la voz. Está siempre en ese punto exacto que podría ser sosiego, pero también efervescencia. Arma respuestas entre la sensatez y la exigencia, dejando que las palabras le maduren en el paladar antes de salir con cierta urgencia para expresar una idea que lleva a otra, que sugiere una más y que remata en una reflexión con filo. Ahora ha plasmado su interés más reciente en el libro La libertad del artista. Censuras, límites y cancelaciones (Athenaica). Un asunto en llamas.
-Asistimos a un carrusel de noticias sobre cancelaciones de obras teatrales, películas… Hoy más que nunca parece necesario reflexionar sobre la libertad artística.
-Hablamos de un problema social más que jurídico. Que se cancelen determinas funciones teatrales no se comprende como censura en el ámbito legal, donde ésta tiene una definición realmente pobre: se limita a que tú necesitas la venia del Estado antes de publicar, y ese requisito ya se apartó con la aprobación de la Constitución, prohibiéndolo de forma expresa.
Sin embargo, hoy observamos cómo están tomando fuerza nuevos contextos censores, cómo se han reactivado fórmulas que creíamos olvidadas. También han surgido nuevas formas de expresión –la autoficción literaria, por ejemplo– que nos plantean cuestiones en torno al honor y la intimidad, es decir, problemas clásicos de la libertad de información que ahora proceden de la libertad del artista.
-Para calibrar la dimensión del fenómeno podríamos decir que hasta Picasso está en la diana de la cancelación a cuenta de su presunta misoginia.
-Es un claro ejemplo de que se ha creado en la sociedad una noción totalmente falsa de que existe un derecho a no sentirse ofendido. La cultura de la libertad de expresión nos condujo hace nada a la conclusión de que teníamos que vivir con ideas molestas. Sin embargo, las redes sociales y, en consecuencia, la sensación de que vives en un mundo que piensa como tú y donde la indignación parece ser una causa común y universal, ha generado ese sentimiento de que puedo oponerme jurídicamente a cualquier cosa que me ofenda.
Parece que tengo derecho a prohibir aquello que me ofende. Luego, está la capacidad de la Red para condenar al ostracismo o hacer pagar determinadas irreverencias a los artistas. No hace falta ir a los tribunales; cualquiera puede poner en práctica estrategias censoras muy eficaces desde las plataformas digitales hasta el punto de enclaustrar al artista que se haya atrevido a pisar el terreno de la irreverencia.
-¿Está en juego, por tanto, la libertad del artista?
-Al menos, en los últimos años ha habido litigios que nos indican que hay una cierta regresión. Ahí está, por ejemplo, el caso del Tour de la Manada, en el que se ha sometido a un proceso penal y condenado a lo que era claramente una figuración que no tenía ninguna intención humilladora. Se trataba de una performance para hacer caer en la trampa a los medios de comunicación sobre el tratamiento que daban a casos tan sensibles como la violación de una joven durante la fiesta de San Fermín.
Pero también lo hemos visto en la condena a la procesión del Coño Insumiso, una reivindicación feminista procesada por ofender los sentimientos religiosos, y en el proceso a César Strawberry por enaltecimiento del terrorismo… Todos estos casos tienen en común una interpretación restrictiva de la libertad artística.
-Expone en su libro que la libertad del artista tiene como principal argumento “la excepción de la ficción”, es decir, la representación es incapaz de hacer daño.
-El artista cuenta cosas y recrea escenas que no ocurren en la realidad. Juega con la ilusión, la ficción, la representación. Incluso la sátira tiene su código ficcional. Mientras se mueva en ese ámbito, no puede considerarse lesivo. Ves El Padrino y está claro que nadie te incita a cometer un crimen, aunque la película esté plagada de ellos.
El problema está en el arte sin representación, que existe. Ahí están los toros, el cine experimental que graba sucesos provocados, el grafitero que realiza su obra en una propiedad ajena… Si abandonas el mundo de la figuración te vas a encontrar con límites más tangibles que el daño moral o la afrenta a determinados sentimientos.
-¿La libertad artística es un derecho autónomo o una forma más de la libertad de expresión?
-La libertad artística y la libertad de expresión son, a mi juicio, diferentes. La libertad del artista tiene una conexión con la individualidad, con la expresión del yo, diferente a la libertad de expresión. “El arte es el lugar donde cada hombre es único”, dirá un juez estadounidense.
Históricamente no había distinción entre el artista y el artesano, pero desde el Romanticismo triunfa la idea de que el arte permite expresarte desde lo más íntimo. Esa conquista tiene derivaciones jurídicas porque, al ponerle límites a la libertad artística no sólo prohíbes a la persona contar algo, sino que le impides expresarse tal como es, en su esencia.
-Uno de los problemas a los que se enfrenta el jurista al abordar esta cuestión es definir qué es el arte. Usted se suma a una definición sencilla y contundente: “El arte es lo que hacen los artistas”.
-Se lo explicaré con un caso conocidísimo: el urinario de Marcel Duchamp. Esa pieza de uso común es arte porque su autor es reconocido como artista y se expuso en un museo o en una galería. Sucedió algo parecido cuando se importaron por primera vez las esculturas de Brancusi para exponerlas en Estados Unidos. El servicio aduanero confundió las piezas con material quirúrgico y, por tanto, tenían que abonar las tasas comerciales de esos productos.
Al final, el tribunal determinó que aquello era arte porque estaba hecho por un artista y su destino era la exhibición en una galería. Creo que, en este asunto, el jurista no tiene más remedio que remitirse a lo que en el mundo del arte se reconoce como tal.
-¿Tendría, por tanto, un tratamiento jurídico distinto la quema de fotografías de Felipe VI en un acto político y el incendio del ninot que representaba al rey presentado por los artistas Santiago Sierra y Eugenio Merino en Arco 2019?
-Ambos casos están amparados por la libertad de expresión, tal como se ha encargado de recordarnos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). En el primer caso, el acento hay que ponerlo en que se trata de una protesta política y, por tanto, hay que dejar a esa gente que se exprese. En el caso del ninot de Sierra y Merino concurren dos circunstancias: por un lado, es una protesta política y, por otro, es una obra artística.
-Supongo que, en el caso español, la Corona es una institución sensible. Resulta inevitable hablar del secuestro de la revista El Jueves por llevar en la portada una caricatura de los entonces príncipes de Asturias desnudos y practicando sexo…
-Aquella sentencia fue una barbaridad porque desconoce el código satírico y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Además, en mi opinión, hace mucho daño a la monarquía. De hecho, el TEDH nos ha señalado en varias ocasiones que la aplicación del tipo de injurias a la Corona es totalmente desproporcionada.
En el caso de aquella portada de El Jueves se trataba claramente de un código satírico; no había ningún tipo de injurias. Se estaba sometiendo a los entonces príncipes a una sátira al igual que en ese tipo de revistas se realiza a políticos, deportistas y cualquier persona con relevancia social. Fue un error de la Fiscalía.
-¿Hay movimientos como el feminismo, el animalismo o las luchas raciales que están poniendo a prueba los límites de la libertad del artística?
-Muchos de ellos tienen vertientes profundamente censoras. En Barcelona se prohibió una campaña de publicidad de la feria taurina de Zaragoza en la que aparecía Morante de la Puebla travestido de Dalí. Eso es una acción censora llevada a cabo por el Ayuntamiento dentro del ámbito de sus competencias, pero que le quita mucha legitimidad luego para quejarse de otras prohibiciones, como las que han ocurrido en estas últimas semanas.
-En julio de 2010, el Parlamento de Cataluña aprobó una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para prohibir las corridas de toros. Pese a que el Tribunal Constitucional anuló esa ley en 2016, no se han vuelto a celebrar festejos taurinos. ¿Ha triunfado la censura?
-Creo que es uno de los pocos supuestos de verdadera erradicación en un territorio de una manifestación artística. No tiene aval jurídico, pero se consiguió de facto. No ha aparecido ningún empresario que se atreva a organizar una corrida de toros.
-En su libro ‘La libertad del artista’ le dedica un capítulo completo a la tauromaquia.
-Porque los toros son uno de los supuestos más interesantes para un jurista. Es un arte que no tiene representación, todo lo que sucede en él es real, tanto que se pone en riesgo la integridad del artista, su vida. Es un espectáculo radical y minoritario (aunque la gente llene las plazas) y, por tanto, susceptible de ser prohibido.
-Hace mención expresa en su libro de la canción Sí, sí de Los Ronaldos, cuyo estribillo dice “Tendría que besarte, desnudarte, pegarte y luego violarte”. ¿Cómo cree que se acogería hoy ese éxito de final de los ochenta?
-No le quepa duda de que tendría hoy contestación feminista tremenda. Ya le pasó a C. Tangana, a quien el Ayuntamiento de Bilbao le canceló un concierto en el verano de 2019 por las letras machistas de sus canciones. Vivimos en una sociedad muy literalista, que ha perdido la capacidad de interpretación. Desde la literalidad ese tema sería un ataque directo a la integridad de la mujer, sin asumir que se trata de una representación…
Concluyamos que no es igual oír esa frase incrustada en una melodía pegadiza que leerla en la carta escrita a una mujer que ha rechazado reiteradamente el cortejo de un hombre. Es realmente desolador suponer que hemos perdido la capacidad de interpretar las claves y los códigos. A lo mejor estamos subestimando la inteligencia humana.
-La cancelación es el arma de moda en la batalla cultural.
-La batalla cultural existe y se está librando en la sociedad, pero el Estado no puede ser parte. Es más, debe garantizar que en esa lucha no se emplean coacciones, amenazas… La cultura de la cancelación es algo que, en principio, no tiene relevancia jurídica. Yo puedo hacer una campaña contra un director de cine para que no se vaya a ver su última película, pero no puedo mandar a unos señores a la puerta de la sala para intimidar a aquellos espectadores que han decidido ir a la proyección. Y, a veces, se pasa esa frontera.
-¿Somos menos tolerantes a la irreverencia?
-Sí, sin duda. En ámbitos muy subvencionados de la cultura, hay una tentación evidente de conseguir que el artista no exprese su propio discurso, sino el discurso del Estado. En concreto, hay una izquierda muy puritana que no la concibe si no está adscrita a determinados principios y valores morales y, luego, la derecha punk vuelve, en cuanto tiene oportunidad, a la censura clásica basada en la moralidad sexual, religiosa… Pero, paradójicamente, es bueno para el arte.
-Explíquese, por favor.
-Es un buen momento para que el artista reivindique su lugar. Ahora puede zafarse de los puritanismos.
-El reparto de subvenciones públicas es un elemento de control de la libertad artística.
-Es el Estado patrón, el ogro filantrópico, que decía Octavio Paz. Cuando hay sectores del arte muy subvencionados, el Estado puede censurar sin ejecutar la prohibición: basta con no dar la ayuda económica. Hay que entender que el Estado tiene un discurso y, dependiendo del color del gobierno, apostará por tal o cual disciplina, por determinados géneros… Otra cosa son las becas de creación: sería inconstitucional imponer limitaciones ideológicas a lo que un artista pinta o un novelista escribe con ese tipo de apoyo financiero público.
-Este ámbito está lleno de héroes o mártires inesperados.
-Ha ocurrido con el rapero Valtònyc, un claro ejemplo de la confusión entre mérito e irreverencia. Es un creador con poquísimas dotes, pero que ha ganado celebridad por los procesos contra él, algunos de ellos complejos.
En uno de ellos, por ejemplo, creo que incurre en el tipo de amenazas: hace un rap, con la foto de un señor al que han agredido y con una letra bastante agresiva: “Te voy a cortar la yugular…”. Su condena por injurias a la Corona, por el contrario, me parece una auténtica barbaridad.
-Da la sensación de que la libertad del artista está jurídicamente consolidada, pero al mismo tiempo está sometida hoy a más tensiones que nunca.
-Cuando la sociedad se hace más puritana y censora se acaba reflejando en el Derecho. Ahora somos más reacios a exponernos a determinados discursos, tal como demuestra el resurgir de la blasfemia. Y no me refiero a la blasfemia que sanciona y ejecuta el fundamentalismo islámico, que nada tiene que ver con la libertad del artista, sino con la integridad de las personas, la vida y la incapacidad del Estado para monopolizar el uso de la fuerza. Le hablo, por ejemplo, de la aplicación por un juez del delito por sentimientos religiosos a una performance que paseaba por las calles una vagina de plástico, con los costes de todo tipo que acarrea un juicio penal.
-A todas luces, la libertad artística no es ajena a la polarización política.
-El contexto de crispación política que vivimos afecta a la libertad del artista, pero también la tecnología. Las posibilidades que antes se tenían para articular un movimiento contrario a la libertad artística de alguien y que esta persona se viera coaccionada eran muy limitadas. Hoy basta una etiqueta en twitter. Insisto: vivimos en un momento de regresión en las libertades de discurso.