"La mujer que sobrevivió a Picasso". "La mujer que abandonó a Picasso". Figurémonos un personaje que está leyendo esto en el año 3123. Este personaje posee una pequeña fortuna y biblioteca en casa. Alguien con estilo y curiosidad, joven, brillantemente joven y con intereses en el arte antiguo. El resto de la población ya ha entendido que cosas como leer libros no sirve para nada, de hecho, que hablar tampoco sirve para nada por lo que imaginémoslos un poco como el capataz blanco de Django desencadenado, ese que goza viendo perros despedazando a personas y que va escupiendo a diestro y siniestro. Con un volumen entre las manos, nuestro personaje está tratando de dilucidar si Picasso era una enfermedad o un lugar, o puede que una isla, o todo junto. Tal vez un sanatorio para tuberculosos, tendría sentido, porque el lapso de diez o veinte años en la antigüedad se adapta fácil a la lógica de un segundo visto desde la actualidad. El tiempo es de una elasticidad pasmosa.
Françoise Gilot. Francesa. Nacida en 1921. Murió en 2023. Pintora. Su trazo es más distinguido que elegante. Hay algo humano en su geometría, con anatomías secretas que se revelan en sus curvas que asoman, tímidas, entre la lógica de un color aplastante. Nuestro personaje sonríe cuando anota lo de sombras en triángulos y objeciones a la esfera para dar razón de conjunto. La línea crea el movimiento y no al revés. Los perfiles son luminosos y los colores resbalan como la luz sobre la piel de un delfín. Una realidad habitada como un cuadro, la obra como vida, la pintura cotidiana.
Nuestra escrupulosa marchante de arte saca también fotografías que descubre revueltas en el mismo baúl, la etiqueta es ilegible. Son de Dora Maar, aunque ya sabe que no era su nombre de verdad. Henriette Theodora Markovitch, nacida en 1907, murió en 1997. Hasta los veintitrés años vivió en Argentina, luego pasó a París. Artista anterior a Françoise Gilot, otra generación. Se pregunta qué harán obras tan dispares metidas juntas de cualquier forma en un mismo paquete. Dora Maar era básicamente fotógrafa de moda y publicidad, hacía fotomontajes. La ve algo cruel, disloca conceptos. Casi se diría que el tiempo le pesa como un saco de sal, se estanca pero no muere, alma de presa. La línea curva es su principio, describe formas abultadas como si fueran vientres sin cabeza, un poco desagradable, matriz que da forma a una ilusión. Eran los oscuros tiempos del génoi, cuando se creía en penes invisibles fecundantes. En aquellos tiempos no se retrataban, no figuraban. Cuando se hacía era un escándalo, algo prohibido, sagrado, una herejía. Los penes, a los que se llamaban falos por su cualidad simbólica, eran percibidos como causa primera, razón y motivo de todo. Nada podía existir más allá de su campo semántico, el resto se consideraba caos, vacío, desconocido, algo aterrador. Se buscaban como por intuición para explicarse el origen de las cosas. Los saberes, la actividad creadora, se juzgaba a razón de penes. Incluso la importancia de un asunto se sopesaba en función de la cantidad que había presentes en una sala, decorosamente cubiertos claro está.
Nuestra curiosa marchante no tarda en entender que ese tal Picasso no es una enfermedad, ni un lugar, ni un sanatorio para la tuberculosis, sino que efectivamente se refiere a aquel pintor del siglo XX. Un artista altamente productivo de obra hermosa, desde luego, y que además retrató la cultura de la violación, vigente por aquel entonces como cualquiera puede fácilmente inferir.
Desconcertada. Obras conservadas juntas sin ton ni son, olvidadas en un viejo baúl. Cualquiera pensaría que debía por fuerza haber alguna relación entre las dos artistas, tal vez vivieran juntas, amigas o amantes, pero lo único que saca en claro de su documentación son cosas del tal Picasso. Egocéntrico, trastorno narcisista, violento, peligroso. Nada sobre el estilo de la pintora, ni alusión a sus reflexiones estéticas. Ningún comentario crítico sobre su obra y su legado. Nada de otros artistas que la admirasen o la tomaran como modelo, con recuerdos de sus encuentros o desencuentros. Qué frases repetía, cuáles eran sus obsesiones, sus hábitos de trabajo, un misterio. En sus ciento dos años, parece que lo único que hizo fue mantener una relación de diez con el pintor español y que, a un cierto punto, cortó.
Red emocional
Por qué aquel acto adquirió dimensiones de gesta homérica hasta el punto de eclipsar toda su obra artística, de borrarla a ella de la historia. Como si la vida de alguien no abarcase desde su nacimiento hasta el fin, sino que empezase a contar al juntarse con otra y, por alguna ley mística, debiera terminar al separarse. Solo para una de las personas implicadas, lo que depende de quién sea el protagonista o qué perspectiva se adopte. Pero lo que resulta más extraño es que siendo ella la protagonista de los textos que se publicaron, sea ella la que empieza y termina ahí. Que a pesar de que se narra su historia ella siga siendo el otro. Todo resulta extremadamente confuso, por lo que nuestra marchante no tarda mucho en vincular tales ideas hiperbólicas a otro concepto de la antigüedad: la cultura del sacrificio, porque una cultura que cree en lo esotérico precisa de seres sacrificiales.
Así que el hecho de que Françoise Gilot fuese pintora, artista, se reduce al detalle, a mero contexto, justificación. Debía convenir darle el papel de superviviente, de héroe. La que dijo no a algo que se le imponía y que implicaba su destrucción. Tiene su lógica, porque sin sacrificios no hay dioses que valgan. Si no se da cuenta heroica de un hecho que ocurre millones de veces al día, la víctima del abandono queda relegada a su destino mortal y tal vez al olvido, lo que la cultura patriarcal no podía consentir por la lógica del falo. Claro que alguien hubiera opuesto que Picasso no era solo eso, su historia con Gilot. Está el hombre y su obra. Como en el caso de Françoise Gilot, cabe suponer. La mujer y su obra, bueno, esa de la que nadie habla. Solo recordada porque un día tomó una decisión acertada en un asunto serio, grave y hasta trágico. Pero no épico.
Gilot había tenido la suerte de nacer en una familia todo lo sana que pueda ser, con una red emocional bien tensada. De hecho, fue su padre quien la puso en guardia cuando le ofreció su total apoyo para salir de una situación que ya todos sabían insostenible. Tras colgar el teléfono, se dio cuenta de que se había convertido en la protagonista de la clásica escena de la violencia de género, aunque eso no podía pensarlo así porque el término aún no existía, pero que debió entender rápidamente cuando, ya en su nueva vida, tuvo que lidiar con la maraña institucional que la sustenta y de la que, según parece, jamás logró librarse. Un sinfín de avatares por asuntos legales en cuanto había niños de por medio. De hecho, la publicación de su Vida con Picasso formó parte de esa estrategia legal. Ni héroe épico ni víctima trágica, solo una artista de obra silenciada. Claro que ahí es donde entra Dora Maar. Ella encajaría de lleno en el personaje mítico que apuntalaría la lógica macabra en este proceso de inmortalización.
Maar era catorce años mayor que Gilot, además de que nació antes de la Primera Guerra Mundial, en el siglo XIX podría decirse. Lo tuvo más crudo. Una relación complicada con su padre y con su madre. Su arquitectura emocional era francamente precaria y por más que le pareciera lo contrario, por aquello de crearse un exoesqueleto social que la sostuviera, resultó que entre promiscuidades disolventes, desdenes demoledores y el aguante de una relación con un hombre de la era preindustrial --que no era de las cavernas pero casi-- acabaron por derrumbarla. Víctima colateral de la hoguera de las vanidades, y me remito al adictivo libro de Brigitte Benkemoun, En busca de Dora Maar (Taurus, 2022). Tampoco fue una ingenua doncella carente de más talento que el del sacrificio. Como Gilot, siguió creando toda su vida, y como ella, su obra fue silenciada, en este caso bajo el epitafio de la mujer que llora. Otra vez, la cultura del patriarca y la lógica fálica. Él era el orden, ella el caos, ser – vacío, etc. Sufrió violencia, seguro. Pero lo peor es que se la usara para consolidar la divinización de un hombre bastante común en su época. Cabe la duda de que el destino de Dora hubiera sido diferente si aquel día no hubiera tenido a mano un cuchillo con el que jugar a cortarse en el Deux Magots.
Nuestra marchante del futuro las separa en dos bloques. No es muy difícil. Fotos a un lado, pintura al otro. Hay algo de pintura de Dora Maar pero habría que cerrar los ojos para confundirlas, son como la sombra y la luz. Por qué esa obsesión por el falo que ordena para rendir cuentas de la existencia, que distorsiona la realidad y que oculta las evidencias. Batiburrillo de Dora Maar y Françoise Gilot a razón de una etiqueta fantasmática. Pero qué tendrá que ver el tocino con la velocidad: pues eso.