Entre 1982 y 1985, Bélgica vivió una brutal campaña de asesinatos que arrojó el siniestro saldo de 28 muertos y más de 40 heridos. ¿Sus responsables? Nunca se supo. Se les conoció como los asesinos de Brabante o la banda de Nivelles, pero los crímenes se interrumpieron un buen día sin que, a día de hoy, se haya logrado averiguar quién había detrás de ellos y cuáles eran exactamente sus motivos. Sobre ese telón de fondo se desarrolla la serie, hablada en francés y en flamenco (sin que los cambios de idioma obedezcan a nada más que a la realidad social, lo cual agradecerá cualquier espectador que no se sienta una víctima lingüística), 1985, en la que prima la peripecia vital de tres jóvenes de provincias (los hermanos Vicky y Franky, más el mejor amigo de éste, Marc) que se trasladan a Bruselas para seguir su vocación: Vicky (Mona Mina Leon) se matricula en la facultad de Derecho, desde donde dirige una emisora de radio alternativa, ilegal y muy de izquierdas, mientras Franky (Aimé Claeys) y Marc (Tijmen Govaerts) ingresan en la Gendarmería Belga (el padre de Marc, ya difunto, fue una leyenda del cuerpo que no tardará mucho en tambalearse).
Bruselas no es Miami, y la corrupción que figura en el título de este artículo no tiene nada que ver con la violencia estilizada (y con cierto glamour hortera) de la célebre serie de Michael Mann Miami vice (que aquí se estrenó como Corrupción en Miami). Imperan en 1985 la sordidez de un cuerpo policial corrupto hasta la médula que, al mismo tiempo, se considera la última barrera que protege al pueblo de la vida salvaje de los criminales (que a menudo se encuentran en sus propias filas). Franky y Marc llegan a la gendarmería con el lirio en la mano, decididos, como dice el eslogan norteamericano, a proteger y servir, pero se encuentran inmersos en una estructura amoral cuyos mandamases siguen un código ético propio que nada tiene que ver con lo que los demás entendemos habitualmente por ética. Y, encima, la hermana de Franky, que se oculta bajo el alias de Vicky Vice, no les deja que la visiten en la universidad porque no le conviene que sus amigos progres la vean en compañía de un par de maderos, aunque uno de ellos sea su propio hermano y el otro, su amigo del alma en el pueblo.
Esta es una historia de horror por partida doble para los aspirantes a gendarme: al espanto de fondo, el de unos asesinatos inexplicables, se une el espanto doméstico, el de unos mandos policiales machistas, violentos, expeditivos y sobrados que se creen con derecho a hacer lo que les salga de las narices: si a uno de ellos se le va la mano aporreando a un emigrante árabe, quien lo denuncie acabará siendo brutalizado en las duchas; y si alguno de esos mandos intenta hacer limpieza, puede sufrir un ataque con metralletas en su propia casa (dos de los ejemplos que aparecen en la serie). El guionista, Wim Vanswijgenhoven, y el director, Wouter Bouvjin, se han puesto de acuerdo a la hora de plantear un relato sin concesiones –algo morboso a veces, todo hay que decirlo: puede que ocho episodios sean excesivos para narrar esta historia- comerciales de ningún tipo. Estamos ante un thriller seco, contundente, sin el más leve remanso humorístico, en el que coinciden la desesperación de una nación ante unos crímenes que no entiende con la decepción de un par de buenos chicos de provincias que quisieron ser policías con la mejor de las intenciones y descubrieron que en la gendarmería belga había tanta gentuza como en el mundo de la delincuencia, una gentuza, además, perfectamente organizada y acostumbrada a salirse con la suya (dudo que 1985 haya hecho especialmente feliz al cuerpo).
¿Un siniestro plan?
Un horror particular dentro de un horror general. Eso es lo que retrata eficazmente 1985, que fue muy alabada a su paso por el festival de Cannes. Y con razón. Quien busque en su televisor simple entretenimiento del género policial, hará bien en apuntarse a cualquier otra propuesta, pues estamos ante una obra de una seriedad casi fúnebre que no proyecta una luz especialmente favorecedora sobre la sociedad belga en general y sus fuerzas del orden en particular. Mitad thriller, mitad relato de iniciación, 1985 reúne a un guionista, a un director y a unos actores que no le sonarán de nada al espectador español, pero que valen mucho la pena: el guion es de hierro (aunque le sobre algo de metraje), la dirección es de una eficaz seriedad rayana en la frialdad y los tres protagonistas constituyen el brillante componente emotivo de una serie que, sin ellos, habría sido demasiado severa, tanto a nivel de contenido como de puesta en escena.
Los asesinos de Brabante nunca fueron descubiertos, pero cualquiera que vea 1985 se quedará con la sospecha de que lo peor de la gendarmería belga o no hizo nada para desenmascararlos o, aún peor, tuvo una participación en sus crímenes siguiendo algún siniestro plan de extrema derecha (hay una secuencia muy ilustrativa de polis borrachos entre los que se detecta a más de un descamisado con el tatuaje de una esvástica). Esa es, al menos, la conclusión a la que ha llegado un servidor de ustedes tras tragarse esta nueva serie de Filmin.