La ingenería no está reñida con las letras. Lo demostró con creces Juan Benet y, desde hace algunos años, lo evidencia en las letras catalanas Marta Carnicero que, desde que publicó su primera novela, El cielo según Google, recibió el aplauso unánime de la crítica. Con su segunda y espléndida novela Coníferas se asentó. Y con su último trabajo, Matrioskas (Acantilado) la ingeniera ya no titubea a la hora de definirse como escritora.

“Una novela europea”, así ha definido Enrique Vila-Matas Matrioskas, un libro –publicado en castellano en traducción de la propia autora– en el que Carnicero aborda la historia de una mujer que fue víctima de las atrocidades cometidas en el balneario de Vilina Vlas, donde cientos de mujeres fueron violadas y torturadas y perdieron a sus hijos, convertidos en arma de guerra. Retomando temas de sus anteriores novelas –la memoria, la identidad, la maternidad no biológica, la experiencia de la adopción y las relaciones padres-hijos–, Carnicero relata la historia de esa mujer, madre superviviente, y de esa hija para la cual hacerse mayor es descubrir su origen.

–Ingeniera de profesión. ¿Tras tres novelas se reconoce ya como escritora?

–Sí, ahora, puedo decir que me siento escritora. Antes me daba avergüenza decirlo, más que nada porque haber escrito un libro no te convierte en nada. Sin embargo, una vez que tienes una rutina que te impulsa a levantarte a determinadas horas para escribir o leer, algo indispensable para formarte como escritora, y que, como cuenta Juanma Gil en La flor del rayo, tu vida gira alrededor de la literatura hasta tal punto que todo lo miras como material literario, entonces puedes empezar a decir que eres escritora.

–En sus tres novelas se repiten ciertos temas: la violencia sobre el cuerpo de la mujer, la memoria, la adopción, la maternidad no biológica.Da la impresión de que, desde el inicio, tenía un proyecto bien definido.

–Es cierto que muchos de los temas se repiten, pero en ningún momento planeé que iba a escribir estas tres novelas. No hay premeditación. Lo que sucede es que escribimos condicionados por nuestro entorno, por lo que nos duele y lo que nos da miedo. Son muchas las cosas que me despiertan miedo; me da pánico la posibilidad de tener frente a mí alguien a quien quiero y no recordar su nombre. De ahí la recurrencia de temas como el de la identidad o el de memoria, que en Matrioskas es central, puesto que lo abordo en términos individuales y colectivos.

En todas las novelas aparecen las relaciones familiares, las relaciones de pareja, donde me gusta indagar en el concepto de lealtad, y las relaciones padre-hijos.A partir de ellas me pregunto por qué estamos tan condicionados por la sangre, cuando el vínculo de la piel es el que manda. Está también el tema de la violencia sobre los cuerpos y el maltrato. Haberlo experimentado de primera mano y de haber tenido la suerte de salir de ahí y verlo en perspectiva hizo que sintiera un compromiso y una obligación, al tener este altavoz que es la escritura.

–¿Concibe la literatura como una herramienta política?

–No es que crea que la escritura deba tener necesariamente una función de denuncia o un componente político. Lo puede tener, pero también otras muchas funciones. Lo que es cierto es que sentí que el maltrato era uno de los temas que necesitaba abordar.   

–Centrémonos en Matrioskas. A través de la guerra de Bosnia esta novela adquiere una enorme actualidad: más allá del conflicto está la violencia sobre los cuerpos, las torturas, el tráfico de niños…

–Si te fijas, hay solo una referencia a Bosnia –el balneario de Vilina Vas–, porque lo que  quería era dejar sin especificar el lugar y el tiempo en el que tiene lugar el conflicto que se narra para mostrar que las violencias han sucedido a lo largo y ancho de la historia y siguen sucediendo. Soy una persona que no sigue con demasiada atención la actualidad. Cuando sucede algo que no me gusta o que me provoca espanto aprovecho esa comodidad –que nos podemos permitir en el Primer Mundo– y miro hacia otro lado. Lo que sucede es que hay momento en el que mirar hacia el otro lado se vuelve imposible.

Es lo que me sucedió cuando visité la exposición Hay alguien en el bosque en la galería número 5 de la Prisión Modelo de Barcelona. Fue un puñetazo en la cara: habían colgadas unas sábanas que intentaban emular las calles de Sarajevo ocupadas por francotiradores y fotografías de gran formato de las mujeres que habían sido víctimas de violaciones. Me resultaron perturbadoras. En el cine se habla del efecto Kuleshov: en función del contexto, percibimos en las imágenes cosas distintas. Lo que yo percibí en aquellas fotografías fue un dolor infinito. Vi mujeres rotas. Pero también el sufrimiento y el rechazo sufrido por esos niños fruto de las violaciones.

–¿Ahí nació la novela?

–En ese momento le dije a mi pareja que quería escribir sobre ello. Él me habló de la obra de teatro que formaba parte de este gran proyecto en el que estaba la exposición, así como del documental con el mismo título. Fui a ver la obra de teatro yel documental, pero lo que me sacudió fue la exposición, el hecho de ver esas imágenes y las cifras de esas mujeres violadas. Aun siendo ingeniera, soy muy mala con las cifras y, quizás por esto, soy consciente de que esas 50.000 mujeres, puestas una detrás de otra, no se pueden reducir a una cifra. Lo que yo quería hacer era traducir esa cifra en otra cosa. Quería que esas 50.000 personas se vieran reflejadas de una manera más tangible.

¿Y que se entendiera la violación como una estrategia de guerra?

–Claro. Porque esto es lo más terrible de todo. Alguien, en frío, sentado en un despacho, ha pensado que la violación masiva de mujeres puede ser el arma para humillar y acabar con la población enemiga. Y, efectivamente, la violación es un arma muy poderosa y, de hecho, es parte del delito de genocidio. Por un lado, se mata a los hombres y a muchos niños, a todos aquellos que tienen capacidad de engendrar. Por otro lado, a las mujeres se las viola y se las insemina a la fuerza con la semilla del vencedor.

De esta manera se consigue que el niño que nazca no pertenezca a la etnia/religión/comunidad a la que se quiere exterminar. Que las mujeres queden marcadas para siempre: si rechazan al niño, se sentirán culpables. Si lo crían, tendrán delante el fruto de su humillación. Y que, como cuenta Oleksandra Matviichuk, se rompan todos los lazos, los sociales y los familiares, empezando por el de madre-hijos, puesto que las madres son obligadas a confrontarse con el rechazo hacia sus hijos. Las violaciones se convierten en rituales de guerra y violencia extrema. No se limitan al acto sexual, sino que sobre las mujeres se ejerce todo tipo de violencia. No vamos a entrar ahora en detalles…

–Tampoco lo hace en la novela

–No quería caer en la truculencia. Quería ahondar en el trauma, en la herida y en la dificultad de que ésta cicatrice. Tampoco quise ponerme en contacto con ninguna víctima. No soy periodista, no tengo la sensibilidad necesaria para preguntar sin herir. Y era consciente de que lo que tendría que haber preguntado para llegar ahí donde quería llegar exigía arrancar las costras de la herida. Me parecía ilícito, en nombre de un texto que tampoco sabía si se iba a publicar, escarbar en la herida de alguien que ha hecho tanto por cicatrizarla.

–La escritora Edurne Portela afirmaba en un artículo que “cuando la narración del horror del otro causa placer en la lectura se cae en la pornografía”.

–Efectivamente. No se puede denunciar algo desde la exageración.

–Lo que sí refleja es el silencio, a veces causado por el sentimiento de vergüenza, de las víctimas. Y este silencio es el que me hizo pensar en La vida secreta de las palabras de Isabel Coixet, cuya protagonista es una mujer superviviente de la guerra de Bosnia.

–Es una película que tengo que volver a ver. Cuando escribí Matrioskas no tenía presente la película de Coixet, y eso que la había visto. Quizás fue algo inconsciente, la quise olvidar. No tanto por el hecho de escribir la novela cuanto porque a mí me cuesta soportar la violencia. Las escenas violentas las rehúyo y mientras escribía esta novela era consciente de que estaba llegando al límite. No iba a escribir más de lo que pudiera permitirme. Como escritora había otras cuestiones que me preocupaban: la musicalidad, el ritmo, los matices…. Esto hacía que consiguiera separarme del texto, alejarme de él y observarlo sin tener tan presente lo que estaba diciendo. Porque lo que hacía era poner el foco en el cómo más que en el qué.

–Hablando de miedo, en sus novelas se plantea el miedo a enfrentarse a un pasado que uno no desea conocer. Este es el caso de Naïma, protagonista de El cielo según Google, que se enfrenta al hecho de ser adoptada.

–Somos más perceptivos de lo que creemos. Y cuando nos enfrentamos con algo que podría ser doloroso de conocer, la pregunta que se nos planeta es siempre la misma: ¿Qué tiene más peso: la necesidad de conocer o el miedo a descubrir determinadas cosas? Esto es a lo que se enfrenta Naïma, pero también a lo que se enfrenta Sara cuando comienza a sospechar que sus padres no son sus padres biológicos. No voy a decir más, pero no me importa hacer este spoiler, porque ni en las novelas que he escrito ni en las que suelo leer busco suspense o una resolución final. Lo que me interesa es el trayecto. A mí los textos me ganan o por un estilo que me parece inalcanzable o por una reflexión que me lleve a replantearme desde perspectivas nuevas cuestiones de relevancia.

–Pensando en Naïma y en Sara, reflexiona sobre el peso de la filiación biológica.

–En la primera novela, Naïma, a la que escuchamos cuando ya es mayor, fue adoptada y decide también ser madre a través de la adopción. Naïma adopta a su hija porque le parece una obligación moral. Sus padres la sacaron del internado y ella quiere hacer lo mismo. Otra de las razones es que teme que, al ser madre biológica, el vínculo que pueda establecer con su hija ponga en cuestión los que ella mantiene con sus padres, revelando que los biológicos son más fuertes. Lo que no se da cuenta es que esos vínculos que se crean durante el embarazo tienen mucho de cultural.

Cuando estás embarazada sientes una patada y le das muchos significados, pero esas sensaciones no son las que definen la relación que, posteriormente, vas a tener con tu hijo o tu hija. Sin embargo, Naïma teme que el hecho de poder llevar una criatura en su vientre le despierte sensaciones que ella –cree– no ha podido compartir con sus padres y, por tanto, tiene miedoa descubrir que si sus padres hubieran sido biológicos la hubieran querido más de cuanto la han querido los suyos, siendo adoptivos.

–Nunca habría pensado que en una entrevista de este tipo citaría a Ana Obregón, pero lo cierto es que con lo sucedido en estos días he pensado en Matrioskas y en personaje como Sara, que se pregunta sobre límites de la adopción y sobre lo que significa convertirse en padres de un niño nacido de la violencia y del abuso.

–En el caso de Ana Obregón la niña no es adoptada, sino que ha comprado una criatura en el sentido en que ha pagado para que alguien le engendre una hija y satisfacer una necesidad a una edad en la que ya no se puede ser madre, ni biológica ni adoptiva. Hecho este paréntesis, la novela es una reflexión sobre los límites, las consecuencias y las implicaciones. Tú adoptas porque tienes el deseo o la necesidad de ser madre o padre. No adoptas, al menos en términos generales, siempre hay excepciones, de forma altruista. Piensas en ti, en lo que tú deseas. Al mismo tiempo crees que adoptando puedes cambiarle la vida a ese niño que vas a adoptar.

Precisamente por esto optas por la adopción y no por otros métodos. Sin embargo, el hecho de adoptar no te hace ni más perfecto ni más modélico: aunque pases muchos filtros, nadie te dice cómo ser buen padre o una buena madre. Esto pasa también cuando eres un progenitor biológico: nadie te enseña cómo hacerlo. Esto es lo que les sucede a los padres de Naïma: no estaban preparados para afrontar el tema de la adopción cuando Naïma, en la medida que crecía, comienza a hacer preguntas sobre su origen y su historia.

La madre se siente atacada y rechazada por su hija, que en plena adolescencia está viviendo una especie de duelo, como el que vive cualquier adolescente, a la hora de dejar atrás su infancia y entrar en el mundo de los adultos, que no es cómo imaginaba. El problema es que Naïma descubre que ella también ha sido rechazada.

–Mientras habla, pienso en ese hotel de Ucrania lleno de mujeres embarazadas, contratadas por parejas, muchas de ellas españolas, que querían ser padres…

–Sí, lo contaba en un reportaje de Patricia Simón

–Efectivamente.

–El negocio es el negocio. Me acuerdo de que, cuando empezó la guerra en Ucrania, se contaba que en un sótano sobrevivían, gracias al cuidado de algunas mujeres, no sé cuántos bebés que habían nacido de mujeres a las que se les había pagado por engendrarlos. Con la guerra esos niños habían acabado en tierra de nadie, esperando que esos padres por gestación subrogada provenientes de otros países occidentales fueran a buscarlos. Era terrible.

–Usted nos cuenta todo esto sin contarlo. Crea una novela en la que los hechos se intuyen por las consecuencias que provocan, pero no porque sean narrados.

–Yo no busco explicar exactamente lo que sucedió en Bosnia. No soy periodista. Podría decir que lo que busco es concienciar, pero tampoco sería justo, porque no es mi objetivo. No he escrito sobre la violación como arma de guerra para concienciar a nadie. Quien tiene que estar concienciado ya lo está, y quien no lo está no lo estará nunca.

Con Matrioskas lo que quería era gritar. El otro día, leía a Alejandro Zambra citando a Romain Gary, que decía: “en lugar de gritar, escribo libros”. Por esto he escrito este libro. Muchas de esas 50.000 mujeres fueron asesinadas y a las que sobrevivieron les cuesta muchísimo hablar. Y esto es lo que intenté reflejar con Hana, un personaje de ficción que me permitía contar una historia sin tener que escarbar las heridas de alguien concreto. Como te decía, yo no soy periodista, no sé cómo preguntar…

–Incluso para el mejor periodista enfrentarse a las víctimas no es fácil y le obliga a respetar sus silencios.

–Por supuesto. Y te diré que en mi casa fui incluso cuestionada. Mi hija mayor me dijo que yo no tenía derecho a escribir esta historia. Para ella era ilícito que yo hablara de la violación en un contexto bélico si yo no lo había sufrido.

–Quizás la legitimidad se haya en la ficción. Semprún decía, de hecho, que para narrar su experiencia en Buchenwald necesitó recurrir a veces a la ficción.

–Para mí la ficción es imprescindible y es legítima. La ficción te dota de legitimidad para hablar de ciertos temas porque te permite ir más allá de la experiencia personal y para profundizar en ciertas realidades, como la violación en las guerras, tan recurrente a lo largo de nuestra historia y que tantas víctimas ha provocado.