“Al leer ciertos pasajes de Las muertas, precisamente los más crueles y terribles, no podemos evitar la risa. El humorista es siempre un moralista. Serio como Buster Keaton, Ibargüengoitia nos hace reír. La risa es una defensa contra lo intolerable. También es una respuesta al absurdo. Una respuesta no menos absurda. Pues lo verdadermente cómico es que todo sea como es; la maldad es doblemente terrible porque no tiene pies ni cabeza”.
Octavio Paz encontraba en Las muertas, sin duda la mejor novela del periodista y escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), una rarísima hibridación entre la ironía y la tragedia. El mestizaje bastardo del horror y lo risible. Hablamos de una obra maestra extraña: sostenida únicamente en las virtudes metafísicas –y desesperadas– del humor negro. La historia de un feminicidio, cometido por cuatro mujeres en el México de mediados del pasado siglo que es, a su vez, un retrato de una sociedad genéticamente corrupta y violenta y una reflexión sobre los contradictorios y misteriosos vínculos entre la verdad y la ficción.
Estos inesperados ingredientes han hecho de la narración de Ibargüengoitia, que no supera las doscientas páginas, un libro capital que se sale de lo normal, desconcertante –sobre todo para los lectores predispuestos a la deplorable literatura de consignas buenistas– y que la editorial Cátedra acaba ahora de sumar a su catálogo de clásicos de la literatura hispánica, la colección de libros de bolsillo –con cubiertas negras– que desde hace décadas opera oficiosamente como el canon académico de las mejores obras escritas en español.
La edición, a cargo de Antonio Sánchez Jiménez, es estupenda; mejor aún es la introducción, donde el profesor de la Universidad de Neuchâtel (Suiza) nos presenta la historia del texto y repasa las interpretaciones críticas de la novela. Que haya disparidad de lecturas ya indica el interés de la obra, en la que unos ven un fábula moralizante, de estirpe ejemplarizante, y otros una obra amarga que utiliza la risa a modo de mueca ante la crueldad de la vida.
Ibargüengoitia, de natural antisolemne, antirretórico y mordaz, muerto de forma prematura en un accidente de aviación en los años ochenta en Barajas, tardó doce años en dar con la versión definitiva de esta historia de mujeres crueles, prostíbulos, explotación y asesinatos, basada en hechos reales que –advierte el escritor mexicano en el preámbulo del libro– se plantea a través de personajes inventados. Tal declaración establece, de partida, un acuerdo de lectura inquietante, porque existieron Las Poquianchis –nombre con el que la prensa amarilla bautizó a las hermanas González Valenzuela, proxenetas de San Francisco del Rincón, en Guanajuato– y existieron sus víctimas: casi cien, entre jóvenes, fetos y clientes
La primera versión de la pavorosa historia de las hermanas Baladro –el nombre ficticio que Ibargüengoitia usa en Las muertas– data de 1965. Se basa en la documentación aparecida en los medios –una sarta de mentiras escabrosas que crucificaba a las asesinas para evitar iluminar en exceso el resto del cuadro social que consintió sus negocios prostibularios, donde cohabitan los jueces infames y los políticos corruptos que cobran por mirar hacia otro lado o se benefician con los vicios bajos de sus vecinos–, tenía un claro tono redentorista. Ibargüengoitia tuvo acceso al expediente del juicio y a las declaraciones de los encausados. Con este material empezó a trazar una larga crónica de muertes escabrosas –las víctimas eran enterradas en una finca de la organización– pero el resultado no le dejó satisfecho.
Algo fallaba. Acaso un problema de enfoque: el modelo de A sangre fría, de Truman Capote, o el registro usado por Rodolfo Walsh en Operación Masacre, no transmitía la sensibilidad de Ibargüengoitia, que debajo sus frases certeras y la apariencia de una prosa simple esconde una forma de ver el mundo en la que lo grotesco no es un adorno, sino una configuración intrínseca de la realidad. Probó entonces con una versión dramática –el teatro fue su primerísima vocación literaria– y con una adaptación en clave de folletín, pero sin dar con el tono. Optó por experimentar con la estructura y el tiempo de la narración, que dividió en fragmentos que, por acumulación, componen un mosaico de hechos y personajes. Mediante esta organización el mexicano altera la cercanía y el alejamiento entre quienes cuentan y lo contado. Siendo esta atomización temporal un acierto, porque dota al relato de un vaivén constante, como las olas de un mar de espanto, faltaba el factor esencial: la voz narrativa.
Las muertas es, sobre todo, un ejercicio de enunciación distanciada. Ibargüengoitia demora el descubrimiento de los hechos y, en este movimiento, magistral, convierte el tremendismo en otra cosa: un espectáculo de risa en mitad de un entierro. Una visión más acorde a su noción de la vida real, esa “historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa” (Shakespeare). Aunque sólo a medias, porque el sentido de la existencia para el escritor mexicano no es tanto un enigma cuanto un sinsentido. Una errata. Una tormenta que perfectamente podía ser de otra forma.
Fiel a esta concepción de las cosas, el escritor mexicano introduce en su relato materiales sine nobilitate: mezcla códigos lingüísticos y lo mismo formula la narración a partir de un código muy cercano a los informes policiales que recurre a la cursilería de las telenovelas y a la demagogia de los corridos, lo que aleja su cuento sobre las asesinas de prostíbulos de otras novelas latinoamericanas donde el proxenetismo sirve para financiar una revolución –véanse Los siete locos y Los lanzallamas, las dos excepcionales narraciones de Roberto Arlt– o para encarnar la sordidez de una vida absurda, como sucede en Juntacadáveres, de Onetti.
Hay quien considera que Las muertas es una novela negra. De serlo, lo cual es discutible, cabría adscribirla al género paródico: una burla con trasfondo. Porque lo asombroso de este libro, sobre todo en estos tiempos donde los falsos arquetipos impiden ver la complejidad de la realidad, es que la contemplación de los asesinatos, la crueldad de los personajes, sea enunciada desde una atalaya burlesca. Desde una altura que impide que el narrador condene la atrocidad para, en cambio, hacernos pensar –o a dudar– de si todo el mal de este mundo no será, en lugar de una elección teológica, una circunstancia azarosa y gratuita.
El mérito de Las muertas está, pues, en su creación de disonancias: las dos líderes de Las Poquianchis se llaman Arcángela y Serafina, nombres angelicales; los prostíbulos tienen encendidas denominaciones patrióticas –México Lindo, La Barca de Oro, Casino del Danzón–, la ley no es respetada por quienes tienen la obligación de cumplirla y hacerla cumplir y ninguno de los personajes, autores de barbaridades, se sienten culpables de sus actos. El lector los ve como monstruos. Ellos se creen seres inocentes. Al contrario de lo que pasa en muchas novelas testimoniales, donde el escritor aspira –a través de sus personajes o mediante la epidemia de la autoficción– a pontificar sobre la bondad universal y a denunciar las injusticias de la historia, el narrador de Ibargüengoitia no se acomoda en la conmiseración ni se refugia en la anatemización de la crueldad. Relata, muestra y mira desde un punto de vista análogo al que identifica a las películas de Tarantino. Y así desconcierta al lector.
Lejos de la frivolidad, el escritor mexicano defiende su óptica: ver el mundo, más que desde una posición inmoral, no comprometida, como un absoluto desajuste. Donde en lugar de regir el decoro o la coherencia entre asunto y estilo el lector se topa con impertinencias que, sin embargo, iluminan un costado lateral de la realidad: el mal supremo, tan habitual en la naturaleza, no debería provocar ningún espanto, porque es demasiado recuente. Más bien existe para hacernos entender que las cosas no tiene un porqué. A muchos lectores puede que la lectura de este libro les escandalice: ¿Cómo se atreve alguien a hacer humor con hechos tan abominables?
No es que Ibargüengoitia se ría de la crueldad ni quiera hacerse el gracioso. Es que –como él mismo explicó– siente simpatía por sus personajes, en lugar de pena o piedad. Su humor negro permite enfrentarnos a lo irremediable y aceptar el mundo en su versión más cruda, pero también más auténtica. No es poca hazaña en un momento en el que la literatura está colonizada por justicieros de salón y catequistas de la corrección política que –alguien tiene que decirlo– nunca podrán convertirse en clásicos porque en el fondo, y también en la superficie, no hacen literatura, sino apologías. Ninguno podrá escribir una “novela gótica de destripados” –así calificaba el propio autor a esta novela– porque la realidad, al contrario que sus cerebros, no es maniquea, sino infinitamente compleja. El mundo no se divide en víctimas y verdugos. Todos somos guiñoles del destino y la casualidad, las marionetas de los hados.