Como jefe de cultura del diario ABC, Sergi Doria (Barcelona, 1960) no tiene más remedio que dedicar su jornada laboral a la más rabiosa actualidad. Pero en sus facetas de escritor y antólogo, en cuanto puede emigra a un pasado más o menos cercano de su ciudad y de su país. Lo demostró en 2013 al abordar la biografía del hombre que escribió Mariona Rebull y El viudo Rius (Ignacio Agustí. El árbol y la ceniza. Destino, 2013) y también en las tres novelas que ha publicado hasta el momento y sobre las que planea la benéfica influencia de Eduardo Mendoza: No digas que me conoces (2015), La verdad no termina nunca (2018) y Antes de que nos olviden (2021), las tres también editadas por Destino.
Dejando aparte su propia dedicación a la literatura y al periodismo, el señor Doria disfruta especialmente metiendo la nariz en los convulsos años treinta españoles a través de una serie de antologías que le publica Edhasa, y tras Un país en crisis (2018) y Mujeres en primera plana (2020), publica ahora Los años amarillos, (Edhasa), un compendio de textos periodísticos de la década de los treinta consagrado a la prensa amarilla del momento, los temas que trataba y su condición de frikismo avant la lettre en la que destaca, curiosamente, un uso desmesurado de la primera persona por parte de los gacetilleros de la época, lo cual demuestra que el nuevo periodismo de Tom Wolfe y Hunther S. Thompson no descubrió precisamente la pólvora en los años 60, aunque a sus lectores nos lo pareciera –sobre todo a los que empezamos a escribir en la prensa underground de la Transición- por el asco que se le tenía a esa manera de escribir en la prensa que se consideraba seria y que comprobamos en nuestras propias carnes los que nos incorporamos a ella tras el hundimiento generalizado de las publicaciones alternativas a principios de los años 80.
Curaciones milagrosas
Buceando en vetustas y olvidadas cabeceras como Estampa, Crónica o Mundo Gráfico, el señor Doria ha exhumado un montón de artículos dedicados a lo más extravagante de la época, que no solía tener cabida en la prensa supuestamente seria (a su manera, esas revistas tenían ciertos puntos de contacto con aquellas en las que uno se estrenó en el oficio, como Star o Disco Exprés, aunque primando lo que siempre se ha agrupado bajo el título genérico de Sucesos). El estilo de casi todos los que aparecen en Los años amarillos será mejor o peor (ninguno se libra de cierto tono tirando a rancio, pero todos ellos son profesionales que se meten a fondo en el asunto que tratan y nos lo relatan en primera persona porque, como se dice en estos casos, estaban allí y lo vieron todo). Sus nombres no nos suenan mucho (salvo Irene Polo y alguno más), pero sus historias son francamente entretenidas y demuestran que la información alternativa no fue un invento de la contracultura. Por las páginas de Los años amarillos, divididos en cuatro partes (Ambientes inquietantes, la más larga y la mejor del volumen, Mediáticos olvidados, Calor humano y La última historia feliz del 36), desfilan personajes estrambóticos como Tomás Menés, “el famoso vidente baturro”; el Profesor Aris, que iba por ahí con una socia en permanente trance; el turco Zaro Agha, que aseguraba ser el hombre más viejo del mundo a los 156 años (cuando murió, se descubrió que “solo” tenía 97); el doctor Asuero y sus curaciones milagrosas de cualquier dolencia con un toque en el trigémino; el estafador Strauss, que dio unos palos tremendos en Barcelona codeándose con lo más granado; o un tal Wolly, que podía vivir sin comer ni beber ni dormir.
En Ambientes inquietantes, junto a textos sobre el uso de la cocaína, la venta de sangre o la vida en la cárcel de mujeres, destaca un largo texto de Ignacio Carral titulado Entre los apaches de Marsella, que traza un retrato siniestro de esa ciudad francesa en los años 30, un inmenso lodazal trufado de delincuentes, políticos corruptos, policías sobornados y ensaladas de tiros entre distintos sectores del hampa a todas horas del día y de la noche. Temas aparentemente actuales, como la cuestión trans, son abordados (más como entretenimiento que como acercamiento serio al asunto) en el tronchante artículo de Antonio G. Linares (personaje omnipresente en la antología del señor Doria) titulado Tercer sexo.
Entretenimiento de primera línea
Los años amarillos se revela, pues, como una sorprendente y entretenidísima antología de los albores de un periodismo entre alternativo, amarillento, fantasioso, cutre y concebido a menudo para la diversión de las clases medio iletradas cuya lectura demuestra, como sostiene el antólogo, que no hay nada nuevo bajo el sol ni en el periodismo. Sucesos, extravagancias, engañifas, frikismo galopante mucho antes de que ese concepto cuajara en España…Todo eso lo encontrará el lector curioso en Los años amarillos, libro con el que, aparentemente, el señor Doria cierra su trilogía periodística centrada en los años previos a la Guerra Civil.
Este nuevo periodismo español de tiempos casi remotos se diferencia del norteamericano de los años 60 en una cierta tendencia al melodrama y al cultivo de la superchería, pero hay algo muy refrescante en esos textos escritos en primera persona por gente de la que solo se acuerda actualmente su antólogo. Para el lector con curiosidad sobre los orígenes del frikismo periodístico español, Los años amarillos constituye un entretenimiento de primera línea, un acercamiento a los sectores sociales más marginales y/o extravagantes y, sobre todo, una colección de historias muy peculiares (y puede que despreciadas en su momento por la gente seria, esa maldición de la humanidad) que el señor Doria ha tenido el detalle de rescatar del olvido para nuestra diversión, mezclada con la evidencia de que en este oficio del periodismo siempre hubo gente dispuesta a optar por las rarezas de la sociedad y explicárselas a sus contemporáneos. En primera persona, además, ese estilo que, hasta hace cuatro días (lo comprobé en los inicios de mis colaboraciones en El País durante los años 90), provocaba la indignación de los colegas progresistas y biempensantes.