Dije el pasado domingo que me impactó, que me impresionaba la dedicatoria de Cirlot a Cuixart, reproducida en la edición de Ferias y atracciones: “… como si fuésemos dos piedras en el fondo de la misma cisterna”.
La imagen es poderosa, y me recuerda un poco a un poema de tres versos de Cirlot que dice: “Encontré una gran piedra gris / y le dije: / tenemos que resucitar”. Ambas frases hablan de un poderío escondido, formidable, en el corazón de la materia inerte, y también de la ausencia total, anhelante de vida, que reside en la materia.
Llega el momento en que uno piensa en alguna piedra como el mejor, si no el único, interlocutor. Allí, en su dura médula, como en el centro nuclear de la Tierra, que debe de ser puro hierro con su poquito de níquel, y en fin en el corazón de todas las cosas inertes, se disimula un oído total y acaso también una voz perfecta y perfectamente afinada. Seamos sinceros: si no en la piedra, ¿dónde? Si no con la piedra, ¿con quién?
Me admira que para subrayar Cirlot su complicidad con Cuixart, que entonces acaso era el más artista, el mejor, de Dau al Set (lo que pasó luego con él ya es harina de otro costal), comparase a ambos con dos piedras; y dos piedras precisamente situadas, caídas, en el fondo de una rústica, eterna cisterna, que tendría para el poeta barcelonés unos significados y unas alusiones que por supuesto no puedo descifrar, pero no se me escapan las ideas de azar, la dureza inmóvil, resistente y sumergida, de aislamiento, de permanencia y de verduzca turbiedad del agua con sus algas, sus hojas e insectos muertos.
Uno puede interrogar a las piedras, cuando todo lo demás en este mundo ya ha sido probado y ha resultado decepcionante. Yo creo que es lo que le pasaba a Agustín Acosta, que tuvo que exiliarse cuando Fidel y sus barbudos lo mataron civilmente. El pobre Acosta pasó de ser el poeta nacional cubano a un muerto en Miami, y además sería un don Nadie en la Historia si no lo hubieran rescatado las cuartetas de La cleptómana, cantadas por Compay Segundo: “Era una cleptómana /de alegres fruslerías / y sin embargo quiso / robarme el corazón”, etc. Una maravilla.
El caso es que Acosta tiene un poema igual de delicioso que empieza: “Vengo a decirte adiós, piedra desnuda. / Te quedas sola en medio de la noche”. Ideas emocionantes, la de abandonar un lugar no sin antes despedirse de una piedra, y la de la soledad nocturna de la piedra. Estoy viendo la escena.
Ahí es donde buscan si no amparo por lo menos presencia los desesperados. Darío supone en su famoso poema Lo fatal que es “dichoso el árbol, que es apenas sensitivo / y más la piedra dura, porque esa ya no siente / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. Es un pensamiento poco edificante. También Cernuda tras un desengaño de amor quisiera ser piedra de un cementerio bequeriano, donde habite el olvido, “donde yo sólo sea / memoria de una piedra sepultada entre ortigas / sobre la cual el viento escapa a sus insomnios”.
León Felipe habla a las piedras y no sólo eso sino que se iguala a ellas, “Así es mi vida, / piedra, / como tú”. Este poema lo popularizó Paco Ibáñez, destrozándolo con su tono quejumbroso y protestón, pero por suerte podemos oír al mismo León Felipe recitándolo, él mismo, con su propia voz, en la Red.
Por cierto, es algo raro que nadie cite ni mencione a León Felipe en las últimas décadas. ¿Por qué será? No lo sé.
La piedra siempre me tienta pero luego llego a la conclusión de que es un callejón sin salida. Los musulmanes adoran a una, en La Meca, y así les va. Puestos a orar, mejor un altar. Cada vez que me encuentro ante alguna piedra interesante y siento la tentación de darle conversación, de hacerle algunas confidencias, para que las guarde en su meollo, recuerdo al “guardador de rebaños”, Alberto Caeiro, que con su materialismo a prueba de misterios sostenía que “hablar del alma de las piedras, de las flores, de los ríos, / es hablar de uno mismo y de sus falsos pensamientos. / Gracias a Dios que las piedras son sólo piedras…”