Severina, una joven introvertida, de espíritu independiente y atormentado, investida de respeto de sí misma y aguda sensibilidad, y que se siente incómoda cuando alguien la mira, ha pasado la infancia, a finales de los años 50, en una casa aislada en un descampado, junto a una carretera, cerca de la frontera con Francia, en compañía de su madre y de su padre, éste enigmática y reiteradamente ausente en supuestos viajes de negocios.
Tras estudiar en Lérida y licenciarse como docente, Severina ocupa la plaza de maestra en un pueblo del Pirineo ribagorzano hundido entre altas montañas. No le gusta que la miren, pero va con la voluntad de aprender a convivir y encontrar salida a su soledad nuclear. Allí conocerá a varios personajes, y entre ellos al alcalde, un beau ténébreux alcoholizado, llamado Simeón, que le despertará un interés erótico particular.
El lector acompaña a Severina, huérfana de padre y madre a los 18 años, en su oblicuo acercamiento al mundo y a la sociedad humana, y en capítulos alternos, mediante analepsis, a sus experiencias infantiles, cuando se forjó su personalidad mientras trataba de descifrar los códigos de habla de sus padres, que, como entiende en seguida el lector, eran combatientes clandestinos contra el régimen y hablaban en clave para que la niña no les entendiese y no pudiera comprometerles ante terceros.
Así construye Imma Monsó en su última novela, La maestra y la Bestia, un personaje por una parte sólidamente vinculado a una historia familiar, a una sociedad y un tiempo histórico que conforman y en parte explican su inusual psicología, y al mismo tiempo autónomo y en orgullosa posesión de su albedrío y de sus propios criterios e ideas. Severina es un logro --conseguido, como es evidente, a base de trabajo literario inspirado, tenaz y meticuloso-- que se manifiesta, resplandeciente, en la última parte de la novela, donde después del tiempo lento de las primeras, decisivas décadas, su vida cambia y acelera vertiginosamente.
El sofá en el que leemos
Cuando uno echa una mirada a las novelas de la biblioteca le asalta la impresión de que cualquier novela, una vez leída, al cabo de unos años ha quedado reducida a un personaje o dos, y a unos cuantos harapos de la memoria. Se recuerda vagamente la trama y el asunto, envueltos en niebla. Antaño pasé un fin de semana obsesivo leyendo Bella del señor de Albert Cohen como si asistiera a los misterios de Eleusis, y de aquello lo que mejor recuerdo, tanto como la declaración de Solal a Ariane o la cómica suegra de ésta a la que las cosas le parecían “bonicas”, y la impresión general de éxtasis y cataclismo… es el sofá en que estuve tumbado leyendo y el silencio y la luz de aquel fin de semana fuera de la vida real.
Proust sostiene que tal es la naturaleza de la lectura: recordamos lo que pasaba cuando leíamos tal o tal obra, y en el mejor de los casos una escena decisiva y una impresión general. De La cartuja de Parma recuerdo la velocidad de los acontecimientos, la escena de la batalla, a Fabrizio haciendo el tonto, una escena de la Sanseverina conspirando con el cínico conde Mosca, la felicidad mística del héroe en la prisión, y poca cosa más. Ya me parece mucho.
Si sigo aquí dentro de unos años, ya sé lo que recordaré de La maestra y la Bestia, además de la atmósfera general sombría, crepuscular: recordaré la primera escena, un día de 1950, en que una niña de siete años, al volver de un paseo por el descampado, ve, tras el vidrio de la ventana de su casa, a su madre trasteando en la cocina, y con esa visión recibe la revelación de la fugacidad de la vida: sus seres queridos están ahí, pero igual que ahora están, vendrá un día en el que ya no estarán.
Real como la vida misma
Recordaré la cómica charla sobre los hombres en la que las jóvenes maestras de los pueblos de la comarca, que han estudiado para buscar marido, sopesan los atractivos de tal y cual hombre o “partido” de la comarca que esté “en edad de merecer” –el farmacéutico de un pueblo, el monitor de esquí de otro pueblo, el veterinario y el notario de un tercero-- y manifiestan sus perspectivas y exigencias, sanas, sensatas y materialistas, tan distintas a las de la protagonista.
Recordaré los discretos intentos de ésta de atraer a La bestia (el alcalde del pueblo) invitándole a cenar, y la conversación desinteresadamente procaz y a tumba abierta que sostienen en una fecha decisiva, sentando la superioridad, para ella, del pensamiento y de la imaginación sobre los hechos.
En fin, recordaré el giro del capítulo final, cuando, asimiladas las experiencias y no-experiencias de la infancia de Severina y de su vida como maestra en el pueblo de montaña, se exponen apresuradamente, y como vistos desde lejos, los acontecimientos que suelen considerarse los más importantes de cualquier vida. Severina es un personaje logrado, real como la vida misma, encantador, que honra a su creadora. La recordaremos como holograma capaz en cualquier momento de cobrar vida, aún después de olvidar el relato donde floreció.