“De cuando en cuando, para espantar los pensamientos de muerte y desolación, me levanto temprano y me acerco al mercado de pescado de Fulton. Suelo llegar hacia las cinco y media y me doy una vuelta por el mercado viejo y el mercado nuevo (…) A esa hora, poco antes de que comience el trajín, en los puestos rebosantes se amontonan entre cuarenta y sesenta especies de pescado y marisco procedentes de la Costa Este, la Costa Oeste, el Golfo de México y media docena de países extranjeros. El amanecer brumoso de los muelles, el jaleo que arman los pescaderos, el olor a algas y el espectáculo de esa abundancia me producen siempre un bienestar que a veces raya en la euforia”.
Josep Mitchell (1908-1996) era un extraño tipo sencillo. Le bastaba mezclarse con la realidad, en este caso en uno de los vientres de la Nueva York que existió entre los años treinta y los sesenta, emparedada entre el crack de la bolsa de Wall Street y la cultura pop, para reconciliarse con la trascendencia de la existencia. De inmediato olvidaba, aunque fuera de forma pasajera, los sinsabores de su profesión –el periodismo de batalla–, que le obligaba a caminar sin descanso, hablar con desconocidos y resumir sus impresiones en unas cuartillas, no siempre pagadas como debieran. Con una trayectoria tan ordinaria, nadie hubiera dicho que en su estrecho esqueleto –cobijado de los fríos y el relente del Hudson por un terno de tres piezas, al que coronaba un sombrero Stetson– habitaba el Homero que escribiría la epopeya (sin épica) de la gran metrópolis norteamericana de principios del siglo XX.
Basta leer sus crónicas para que suceda el milagro: escritura neta, testimonios asombrosos, historias de seres de carne y hueso, oralidad pura. Un retrato del natural hecho con una precisión similar a la de los cuadros de la escuela de pintores flamencos, sólo que, en su caso, el paisaje –trasfondo de un paisanaje– es una ciudad convertida en un monumento de acero y cristal, apuntando hacia el cielo, que deja atrás sin melancolía su pretérito de barro y escarcha para mutar en la metáfora (urbanística) de la nueva y definitiva modernidad.
Mitchell, que llegó a la Gran Manzana desde Carolina del Norte, en una de esas migraciones desde el Sur de las plantaciones y los grandes señores agrarios –su padre pertenecía a la cuarta generación de una familia baptista de cosecheros de algodón y tabaco–, sentía fascinación por la naturaleza, pero desarrolló su carrera como escritor de periódicos en la capital más artificial de su tiempo, donde Lorca descubriría, tras venir de Cuba, esa otra Andalucía en el Caribe, el espanto gris que el capitalismo inoculaba en el alma secreta de los hombres. Da la impresión de que jamás superó por completo este contraste. Cuando murió a mediados de los noventa –cáncer de laringe–, su hijas hicieron escribir como epitafio sobre su tumba un verso de un soneto de Shakespeare: “Bare ruined choirs, where late the sweet birds sang”.
Los pájaros de Nueva York, sobre todo las gaviotas, fueron objeto de su devoción silenciosa. Disfrutaba también con la arquitectura de ladrillo de fábricas y almacenes, abandonados o destruidos, escenarios de un caudal de mil vidas (y muertes) a los que agitaba la emigración, el miedo, el hambre y la esperanza. La metrópolis de la Costa Este de Estados Unidos en la que habitase, igual que el Buenos Aires de Roberto Arlt, era en aquel momento un espacio en pleno cambio de piel: obreros en los muelles, industriales del acero en los hoteles, una Babel de lenguas e infinitos destinos entrecruzados. A veces, con desenlaces trágicos. Ésta era toda la naturaleza que podía investigar. A ella consagraría su tarea como cronista, que comenzó en las páginas de sucesos de los diarios The World, The New York Herald Tribune y The New York World-Telegram, y terminaría en The New Yorker, cuna del periodismo de largo aliento.
En esta revista publicaría perfiles con algunos personajes capitales de su tiempo, igual que Velázquez hizo con los Habsburgo y Goya con los Borbones. A diferencia de los maestros españoles, Mitchell inmortalizaría, sobre todo, a individuos anónimos, a los que otorgó un nombre público que ha perdurado –tras su desaparición– gracias a sus escritos. A su manera, fue un artesano. Su periodismo condensa el sabor y el objeto esencial del oficio: retratar las cosas y a las personas tal y como son en un instante exacto del tiempo. Si sus crónicas, excelentes, conservan tan merecido prestigio se debe a la pátina milagrosa del tiempo fugitivo, material con el que estamos hechos –Shakespeare, de nuevo– los seres humanos.
Del tiempo venimos y es el tiempo quien nos asesina. Entre ambos instantes sucede la magia: lo que nos parece vulgar, cotidiano, gastado, acaso por tenerlo demasiado a mano y usarlo en exceso, un día se torna extraordinario. Personas, lugares, objetos. Edificios, esquinas, almacenes, tabernas, albergues. Mitchell escribía de estas cosas con una meticulosidad desconcertante, pero, al contrario que los vanguardistas, fascinados apenas unos pocos años antes por el futurismo, la máquina y las industrias mecánicas, el periodista norteamericano no inserta visiblemente sus propios anhelos sobre sus personajes e itinerarios.
Su escritura funciona como una cámara de cine. Registra, describe, transcribe, escucha, pregunta y recoge todo lo que queda a la vista. Se ciñe a los materiales disponibles, en general sin excesiva nobleza. Con ellos cincela el dintel de un templo –la Nueva York prosaica, con sus barrios y callejones y pasajes– donde cohabitan el lujo y el horror. De ese mundo, ya desaparecido, trata El fondo del puerto, una colección de retratos sobre el húmedo litoral del Hudson, que Anagrama acaba de publicar, en traducción de Álex Gibert, con una breve pero sustanciosa introducción de Lucy Sante, antes conocida como Luc (ídem).
Sante, una de las mejores fisonomistas de sitios y lugares del Nueva York de los años setenta y ochenta, cuando en muchas avenidas aún se encendían fogatas para calentarse en las largas noches de invierno, entregada a la droga y tomada por los squatters, dejada de la mano del Dios (dólar), resalta la condición pasajera y, al tiempo, inmortal de los territorios retratados por Mitchell. Cuando el periodista los fatigaba con sus pies, entre 1944 y 1959, los muelles portuarios vivían su época (comercial) dorada. Dos decenios después ya no existían. Un augurio, casi abismal, de la fugacidad de lo que nos parece estable y permante. Y una analogía inquietante de nuestra propia existencia, que creemos garantizada hasta que perecemos.
Mitchell estaba (a sabiendas) haciendo arqueología, aunque en vez de una excavación eligiera el periodismo, que no deja de ser otro género pasajero, de pretensión efímera, aunque (lo demuestran estas crónicas) pueda ser duradero por su poder para captar el presente antes de que desaparezca. El autor de El secreto de Joe Gould, el libro que le otorgaría la respetabilidad literaria que el establishment acostumbra a negar a los escritores de periódicos, donde relata la historia –en dos tiempos– de un asombroso clochard ilustrado, criatura de las calles de Bowery y las plazas del Village, practicó una variante del naturalismo. Pretendía fijar, mediante el rigor de sus descripciones, un mundo que sabía en extinción.
El costumbrismo de Mitchell, al contrario que el hispánico o el francés, tendentes ambos a la elegía melancólica, para los que el decurso del tiempo es una tragedia y la realidad se resume en lo pintoresco, huye de la idealización. Le basta la descripción de la víspera del juicio final. Es como un retrato de Pompeya justo antes de la erupción de Vesubio. El fondo del puerto es el mapa de la Nueva York portuaria, un bestiario (moderno) de seres y estancias y un relato a la manera de Las mil y una noches, donde una historia lleva a otra, trenzando el tapiz de una vida (colectiva) vista desde una sucesión de primeras personas.
Por supuesto, Mitchell no comete la descortesía de incluirse dentro del cuadro. En sus retratos –¡aprendan, adanistas del periodismo digital!– apenas se perciben rastros del atosigante egotismo. Y, sin embargo, el autor de Street Life no deja de hablar de sí mismo, aunque lo haga, como es norma entre los caballeros que escriben en los diarios, mediante personas interpuestas, como Joe Gould, un hermano gemelo de su propia máscara, cargado de similitudes con su vida personal que son –¡ojo de halcón!– verificables y ciertas.
Mitchell no inventa la realidad. La usa como recurso para articular su mirada. Delega todos los atributos de su autoría en sus criaturas. Sus espacios, como el desaparecido mercado de Fulton o la plaza de abastos de Washington Square que existía desde el siglo XVIII, funcionan como una extensión íntima de su ánima. Su panorámica del puerto neoyorquino es integral: gente, niños, pescadores y vagabundos, oficios y desgracias. Un rosario de destinos azarosos y sensaciones sensoriales, menús del día y malos humores que corren sueltos, grandes como búfalos, en busca de los restos de todos los naufragios.
Sante describe a Mitchell como un escritor “discreto, flaco, melancólico e introvertido” que sabía escuchar y preguntaba sin violentar a sus entrevistados, de los que extraía datos biográficos y sabrosos giros expresivos. A veces, toda su alma. La suya, según sus biógrafos, estaba rota. El periodista norteamericano, según sus biógrafos, padeció durante años una depresión de cuya evidencia no tuvo conocimiento clínico hasta su ocaso, cuando entendió que era incapaz de enfrentarse más a una página en blanco. Desde mediados de los sesenta hasta su muerte, durante treinta largos años, acudió a su despacho de The New Yorker, pero ya no publicaría nuevos artículos. Escribió borradores inconclusos y una versión de sus memorias.
Se comprende así el sacrificio que debía significar para el autor de Old Mr. Flood salir a cazar personajes corrientes a la calle. Nada de este esfuerzo se percibe en su estilo, que es ejemplar. Preciso, efectivo, exacto. Sin alardes. Sin excesos verbales. Desnudo y expresivo. Todo un logro. El artificio retórico queda oculto a ojos del lector, que al leer sus historias encuentra la vida tal y como sucede. Sante compara su lenguaje –funcional pero sugerente, lleno de ironía camuflada– con las fotografías de Walker Evans y los cuadros de Charles Sheeler.
Sus estampas están llenas de sabor –véase la historia de Louis Morino, emigrante genovés, dueño del Sloopy Louie’s, el restaurante de Fulton donde solía parar Mitchell, que tenía el jardín de su casa lleno de higueras para oler en la Nueva York industrial el perfume de su infancia en el diminuto pueblo italiano de Recco–, frases soberanamente atonales y ese milagro que es el grado cero de escritura. Una vista soberbia de un Nueva York perdido, hecha con un travelling tan asombroso como el que Orson Welles usa en Touch of Evil.