La escritora mexicana Cristina Rivera Garza se instaló hace meses en Barcelona, procedente de Estados Unidos, el país en el que estudió y en el que ha ejercido la docencia universitaria. Su llegada coincide con la publicación Autobiografía del algodón (Random House), una obra en la que repasa no la historia familiar y también la de un territorio –Tamaulipas– a través del algodón, cuya plantación significó a comienzos de siglo progreso económico a la vez que provocó un terricidio. La violencia recorre toda su narrativa con diferentes matices: sobre los cuerpos, la promovida por el lenguaje, incluso la que implican los afectos. Está en su primer libro de relatos y en El último verano de Liliana, donde reconstruye el último verano de su hermana, asesinada por su pareja, y reflexiona sobre los feminicidios.
–Me gustaría comenzar por su primera novela, Nadie me verá llorar, en la que encontramos muchas de las ideas que irá desarrollando a continuación.
–Nadie me verá llorar es la primera novela que publiqué, pero no la primera que escribí. Antes hubo dos o tres novelas que nunca verán la luz. Nadie me verá llorar fue resultado de un trabajo muy meticuloso –que duró años– sobre el archivo del manicomio estatal de La Castañeda. Allí encontré historias de lo que yo llamo el lado B de la modernidad, todo aquello que la modernidad mexicana del siglo XX quiso dejar atrás o borrar.
–¿El archivo, además de una escritura colectiva, podía leerse como un relato contraoficial?
–Las preguntas acerca de la escritura colectiva o del lugar –importantísimo– de la lectura fueron surgiendo a partir de mi familiarización con el archivo. Tenemos una idea bastante maligna del archivo: solemos verlo como una institución en la que se afinca el poder. En parte es así, porque todo poder necesita de un archivo. Sin embargo, es importante resaltar el hecho de que todo archivo puede ser leído a contrapelo y de que guarda una historia del poder, pero también del contrapoder. A lo largo de los años he consultado archivos de hospitales, de orfanatos, de emigraciones…., archivos estatales pero que necesitaban la cita y la evocación de todos los hombres y mujeres que tuvieron relación con una institución en cuestión y cuyo testimonio escapa del relato oficial. Y esto es lo que me ha interesado, no lo que el Estado o el poder quiere mostrar y construir. Siempre ha despertado mi interés el proceso a través del cual esas citas se vuelven indispensables, así como lo que dicen.
–Usted pone el acento en el cuerpo sobre el cual una institución ejerce la violencia. Digo cuerpo y no víctima. Creo que no se encuentra cómoda con este último concepto.
–Me gusta decir que el relato viene de abajo hacia arriba. Y, por lo que se refiere a la idea de víctima, soy bastante cuidadosa con el uso de este término, porque a veces sugiere demasiada falta de agencia. Yo lo utilizo en distintas ocasiones, porque me parece necesario señalar que hay daño y violencia en una relación desigual. Al mismo tiempo intento dejar claro que la víctima no es una posesión necesariamente sin agencia. Lo que tenemos es una relación desigual que atraviesa y daña a la víctima, pero esto no implica que ella no tenga voluntad, agencia o voz.
–¿Porqué muchas veces se utiliza el término víctima para hablar de un ser sin voz necesitado de tutela?
–Efectivamente. Es importante tener siempre una mirara crítica hacia los modos en los que se utiliza este término.
–Sus obras destacan por el uso del lenguaje y el análisis que sobre la sobresignificación o los cambios de significados de las palabras.
–Una de las cosas más interesante de visitar archivos es que encuentras lenguajes a través de los cuales, o con los cuales, ese mundo narrado en los documentos puede ser reactivado. Ir a los archivos es una forma de reactivar una materia que ha quedado conservada. La invocación que hacemos con la lectura y desde el presente dota a esta materia de potencial para ser reavivado. No voy al archivo únicamente por datos, voy también para ver cómo se enuncia, cómo ejecuta o cómo se presenta una vida. Esas características tan materiales del lenguaje, desde los localismos a los giros específicos, pasando por los tonos y formas de despegarse sobre el papel, son lo que llaman mi atención. Es a partir de esa materialidad del lenguaje que es posible reconstruir esos mundos custodiados en archivos cerrados.
–Esto es algo que se ve en Autobiografía del algodón, donde rastrea las trasformaciones del lenguaje a lo largo de la historia, haciendo énfasis en el nombre de los lugares, de los pueblos…
–Siempre me ha interesado mucho esto. Precisamente por esto, me has encontrado ojeando la traducción al castellano de Los años de Annie Ernaux, que es una exploración crítica de vocablos que han ido desapareciendo por las transformaciones sociales y la movilidad entre las clases sociales. En Autobiografía del algodón y en otros de mis trabajos no solo me interesa centrarme en los archivos menos estudiados y en las secciones a las que menos atención se ha prestado. Intento es seguir el consejo de Robert Danton. Decía que la mejor manera de leer un archivo es quedándose con los elementos que aparentemente no tienen sentido, con los que ofrecen resistencia a la hora de ser interpretados. Ahí es donde queda plasmada la fuerza del presente del archivo que intenta conectarse con un presente distinto, el de quien lee. Este choque entre dos presentes solo puede observarse prestando atención al lenguaje.
–Esa resistencia no solo la plantean los archivos institucionales. También los personales, a los que recurre en El último verano de Liliana.
–Incluso un archivo oficial puede leerse a contrapelo. Esto es tan importante como el hecho de recalcar nuestro derecho al archivo, porque sin él habría historias, presencias y dinámicas que se desvanecerían. Por otra parte, por más enorme que sea un archivo no lo recoge todo. Necesita presupuesto, empleados y especialistas, toda una serie de cosas que los impulsos neoliberales recortan. A veces, y este fue el caso del libro sobre mi hermana, es difícil recurrir a determinados archivos estatales y se vuelve imprescindible recurrir a los personales. Son los que yo llamo archivos de los afectos, que todos tenemos, porque todos guardamos cosas, dejamos evidencia de ciertos momentos, desechamos otros… En este material no solo hay información sobre una determinada vida. Está custodiada una manera de pensar y afrontar la vida. Están más allá del alcance del Estado. Nos permiten adentrarnos en una experiencia colectiva de forma íntima.
–Si no me equivoco, usted no confía demasiado en lo testimonial entendido como algo estrictamente individual.
–Tengo mucha suspicacia hacia la literatura del yo. En sus expresiones menos felices lo que encontramos en ella son relatos ensimismados, que parten de una autoría y confirman un devenir vital. Me interesa más una escritura en la que lo personal es fundamental, pero no es sinónimo de individual, sino que su sentido está ligado a experiencias de otros. De lo que se trata es de rastrear estas conexiones con los otros para contrarrestar el ensimismamiento, el narcisismo y el aislamiento.
–Esta clase literatura responde al liberalismo, según el cual todo depende del individualismo.
–Esta ilusión del yo aislado y completo, como unidad única que se enfrenta con éxito a su entorno, es falsa y poco interesante. Me parece fundamental escribir con el cuerpo y rastreando nuestra relación con los otros. Me parece difícil hoy en día, teniendo en cuenta los retos mediombientales, escribir si formular preguntas acerca del territorio. Las preguntas sobre el individuo que antes considerábamos fundamentales hoy se entretejen cada vez más con preguntas no humanas y, por tanto, entran en juego en la reflexión animales, plantas, materia inerte, piedras… Todas estas cuestiones no tienen que ver con el hecho de tratar un tema u otro, sino con una manera de interrogarnos. Hoy la escritura no puede ser ajena a las preguntas sobre la tierra, sobre el territorio.
–Es una pregunta con muchas contradicciones: pienso en esas plantaciones de algodón que, mientras en el Sur de Estados Unidos eran sinónimo de esclavitud, al Norte de México, significaron mejoras económicas para muchos.
–Lo que más me interesaba de esta historia son efectivamente sus contradicciones. Era muy difícil hacer una glorificación. Es cierto que hubo un proceso de movilidad social a través del algodón, porque había mucha producción. Sin embargo, no hubo distribución de riqueza, sino una lucha con el umbral del desierto para crear las condiciones necesarias para una agricultura de monoproducción, bastante dañina con el entorno natural. Gran parte de los problemas que terminaron con las plantaciones de algodón en Norteamérica fueron resultado de una plaga que salió de México.
–Suena a némesis histórica.
–Sí, cuando me enteré pensé en cuantas cosas había hecho el algodón en relación con los procesos de extracción inhumanos.
–La zona terminó convirtiéndose en escenario del narco.
–Tamaulipas es un estado del noreste de México y tiene como una especie de brazo que se coloca sobre la frontera: La Ribereña. Yo conocía el lugar, pero cuando me puse a investigar me di cuenta de la importancia de los nombres de los lugares. Hablamos de una zona de gran violencia con pueblos fantasmas. Nos la presentan como hostil y seca, pero es un área con recursos que han sido explotados lo largo de generaciones. Lo que me interesaba mostrar era de qué manera chocan dos presentes: el de los años treinta y los cuarenta y las dos primeras décadas del XXI. Confrontando estos dos momentos se observa que existe una genealogía de la violencia: lo que ocurrió a finales del siglo XX y principios del XXI en esta región no se puede comprender sin la destrucción del medioambiente y sin el terricidio de los años treinta.
–La violencia contra la tierra provoca procesos migratorios.
–Cuando estaba escribiendo este libro estaban teniendo lugar en Estados Unidos discusiones sobre los inmigrantes con ese lenguaje trumpista, tan violento, y se estaban erigiendo las jaulas en las que encierran a muchos niños migrantes. Las noticias que salían eran dramáticas. Sin embargo, el libro nace de la voluntad de rastrear e indagar en las historias de inmigración para ver de qué manera se reproducen y se reviven estos tipos de violencia que, en aquellos días, nos parecían nuevas. Por la vecindad que hay entre México y Estados Unidos, cuando tuvo lugar el crack 1929 y se expulsaron a muchos emigrantes, muchos lograron salir adelante gracias a la reforma agraria de México. Sin embargo, no siempre fue así. Y aquí está el reto: en observar lo que pasó en cada momento sin glorificar nada. Sería erróneo vanagloriarse y decir que lo que ocurrió benefició a todos. No es así. Además no podemos pasar por alto el daño ecológico que la reforma agraria provocó, que todavía hoy tiene consecuencias. Aquellas presas que fueron fundamentales hoy son fosas acuáticas donde se pudren miles de cadáveres de la guerra continua en que vive México.
–Ha reeditado La guerra no importa, un libro de relatos en los que la violencia y los cuerpos, junto al amor, vuelven a estar presentes.
–Decidí reeditar ese libro con pocas correcciones. Es el único libro que escribí cuando mi hermana aun estaba viva. Esos relatos son una manera de hacer palpable una serie de violencias cotidianas que podrían haber ocurrido como hechos normales. Yo no recordaba haber escrito de forma tan directa en contra de un lenguaje y de una práctica –el amor– que ha demostrado ser letal en muchos casos. Lo vemos, por ejemplo, en el lenguaje del amor romántico, donde se vuelve difícil diferenciar el daño de otros afectos más sanos. La guerra no importa es un libro gemelo de El último verano de Liliana.
–A estos dos libros podemos sumar Lo anterior.
–El otro día hablaba de este libro que no ha sido reeditado y que es una exploración del amor y de sus complejidades a partir de una indagación sobre el lenguaje. Incluyo una cita muy larga de Pura pasión de Annie Ernaux. El amor es un tema que nos ha obsesionado siempre y lo seguirá haciendo, pero es interesante el libro de Ernaux porque sitúa el amor en un local fronterizo para observar qué pasa después.
–En su literatura las fronteras se entrecruzan: las geográficas, las que separan y unen, afectos y violencias, y las identidades, de género, nacionales, de roles….
–El interés por las identidades está desde el inicio y tiene mucho que ver con el contexto en el que empecé a escribir, a finales de la década de los ochenta, en un momento de transformaciones en México, cuando se incrementó la participación de las mujeres y los arreglos familiares comenzaron a modificarse, así como los roles de género…. Ese contexto explica mis intereses. En términos personales diría que descubrí que era mujer en una sociedad en la que serlo implica desventajas estructurales. Yo vengo de una familia donde éramos tres mujeres y un hombre; no era una unidad feminista, pero sí había reflexión y discusión acerca de todo aquello a lo que podíamos aspirar y llegar a ser. Enfrentarme a esas limitaciones que yo no veía en casa, pero veía fuera, me permitió ver no solo cómo se forman las identidades y a rechazarlas.
–Esto me hace pesar en su novela La cresta de Ilión, en la que aborda el tema de la identidad femenina a la vez que es una especie de homenaje a Amparo Dávila.
–No me gusta la palabra homenaje por la verticalidad y jerarquía que conlleva. Me encanta su obra, así como la de los otros autores o literaturas con los que tengo espacios de diálogos. Pienso en la Pizarnik de La muerte me da, en los cuentos de hadas en El mal de la taiga o en las escrituras de los expedientes de los internos de un manicomio en Nadie me verá llorar. Nunca he sufrido de la angustia de las influencias. Están ahí, son parte estructural y temática de mis libros. La cresta de Ilión es un libro que escribí cuando la obra de Dávila era poco leída, una autora de culto. Por fortuna, ahora ha sido reeditada y, si bien sigue siendo de culto, su audiencia es más amplia.
–En el libro aborda el tema de la desaparición: la mujer que desaparece físicamente, pero también la mujer que es borrada del canon.
–No todas las desapariciones son iguales: no podemos decir que el hecho de no ser publicada sea equiparable a ser asesinada. Una sociedad que está acostumbrada a borrar a sus mujeres y a despreciar su trabajo puede acostumbrarse a diez feminicidios al día sin hacer nada al respecto. Por lo que se refiere al ámbito estrictamente literario, hay que tener en cuenta que el relato canónico, más allá de los subrayados y de los nombres destacados, está estructurado sobre una serie de desapariciones forzadas.
–Entre los autores con los que usted dialoga está Juan Rulfo.
–Trabajar sobre Rulfo era importante. Suponía enfrentarse con lo más canónico de lo canónico, pero desde la puerta trasera. No quería adentrarme en él a través de Comala, sino a través de Oaxaca. No es muy conocida su experiencia en esta región, si bien es fundamental. Ahí se relacionó con comunidades indígenas como empleado del Estado implicado en los procesos de desposesión. Este hecho cuestiona los dilemas intelectuales y morales de Rulfo. No creo que lo desacredite, pero lo vuelve un personaje de su tiempo. Creo que es mucho mejor querer a los autores con los ojos abiertos, tal y como dice Marguerite Yourcenar, y no con los ojos cerrados. La escritura exige entrar en los temas difíciles. Debe ser sometida a una interrogación crítica que obliga a tomar decisiones.
Hablar del fin de las grandes narrativas, de los giros materialistas o del fin de la ficción puede resultar seductor, pero a nivel de práctica las cuestiones son otras: qué pronombre utilizar, fundir o no narrador y personaje, recurrir al estilo indirecto o no… Alejandra Pizarnik definía la poesía como una intemperie y la narrativa como una manera de hacer una casa. Se trata de esto. Muchas de estas cuestiones implícitas en Nadie me verá llorar por la relación entre el documento, el archivo y la historia. Como profesora de escritura creativa en Estados Unidos he tenido que hacer más legibles estas reflexiones. Escribir es tomar decisiones. No por inspiración metafísica sino porque interactuamos de manera crítica con el lenguaje.
–Siempre ha dicho que toda decisión estética es política.
–Algunos piensan que no es cierto. En pleno siglo XXI, después de una epidemia, mucho creen que existe una literatura con L mayúscula y que es un campo autónomo. Si algo está muy claro, y aquí estoy de acuerdo con Josefina Ludmer, es que vivimos una etapa postficcional. Y esto debe reflejarse en la escritura. Judit Butler decía una cosa muy interesant: mientras que la literatura del yo no sea literatura del tú y, yo añadiría, del nosotros, será una literatura sin gran interés. Lo estético y lo político están orgánicamente entrelazados. No es optativo, no te puedes decantar por una cosa o por la otra.