Hombres fatales (Acantilado) es el primer ensayo de la traductora y editora Elisenda Julibert, una indagación sobre la metamorfosis del deseo masculino a partir del mito de la femme fatale. A través de la pintura –el ensayo empieza con la Susana de Artemisia Gentileschi–, la literatura y el cine, Julibert observa de qué manera se ha construido este arquetipo cultural y cómo se ha ido perpetuado a lo largo del tiempo.
–“Quizá el mito de la mujer se apague algún día (…) De momento, sigue existiendo en el corazón de todos los hombres”. Cierra su ensayo con esta cita de Simone de Beauvoir. ¿Hasta qué punto la mujer está todavía atrapada en este mito?
–Me parece muy exacta la palabra atrapada porque el mito reduce la complejidad a una esencia inmutable, y no es extraño que se convierta en una cárcel. Es difícil saber cuán vigente sigue el mito de la mujer: si bien hay claros signos de incomodidad, siguen circulando y teniendo relativo predicamento estereotipos como el de la mujer fatal en la ficción o tópicos como el que establece que la belleza femenina, el atractivo de las mujeres, es una fuerza sobrenatural, divina, que condena a perder la razón (la Helena de Troya en la Antigüedad o la nínfula de Nabokov ya en el siglo xx). Son mitos en apariencia halagüeños y devotos, pero la idolatría es un arma de doble filo: la otra cara del culto al ídolo es el temor y, en última instancia, la misoginia, que condena a la mujer en razón de sueste carácter deseable al convertirla en una criatura con poderes temibles, demoníaca.
Creo que a eso se refería Beauvoir: “Cuanto más se afirmen las mujeres como seres humanos, más morirá en ellas la maravillosa condición de alteridad”. Pero es posible que el mito no sólo seduzca a los hombres, de modo que estemos doblemente atrapadas. Por una parte, en esas representaciones estereotipadas que reducen a la mitad del género humano a fantoche (bellísimo o monstruoso, tanto da); por otra, en nuestra propia fascinación por esa maravillosa condición de la alteridad, que es la del objeto de deseo. Lo que me habría gustado mostrar en el libro es que esa condición es bastante desafortunada pese al prestigio que tiene en nuestra tradición.
–¿La femme fatale es solo uno de los mitos que siguen existiendo “en el corazón de todos los hombres”?
–La mujer fatal es en buena medida el resultado del mito que comentaba antes, el del deseo como impulso incontenible que empuja a poseer, por las buenas o por las malas, a un objeto. Las explicaciones científicas de esa forma de deseo (que en realidad es una expresión del abuso) en razón de nuestros ancestros simiescos son sofisticadas justificaciones de un patrón cultural que se ha naturalizado para dar rienda suelta a comportamientos abusivos. Hay muchos mitos en torno a las mujeres. Por ejemplo el de que la mujer desea por naturaleza retener al hombre a su lado para que le procure seguridad. Todos están destinados a simplificar la realidad para hacerla más manejable y “dar eternidad a la contingencia”, como decía Roland Barthes. Hacer pasar por la naturaleza lo que es el resultado de la cultura y de la historia.
–Bolviendo al mito de la femme fatale….
–No niego que existan mujeres despiadadas o crueles. Solamente señalo que, pese a que existen hombres crueles y despiadados (esa realidad está mucho mejor documentada), no circula en nuestra cultura el mito del hombre fatal, de modo que la existencia de mujeres crueles de carne y hueso no parece explicar la emergencia del mito en nuestra tradición: la razón de la existencia de esos personajes sólo puede ser la fantasía de sus creadores, como ocurre con otros personajes como el Don Juan. El mito de la mujer fatal no prueba la existencia de mujeres fatales de carne y hueso, como el mito del unicornio no demuestra la existencia en el mundo de caballos con un cuerno en la frente. Tanto la mujer fatal como el unicornio incorporan elementos de la realidad, pero elaborados de un modo imaginativo para producir una criatura fantástica. Hay mujeres crueles o despiadadas en el mundo real, hay mujeres muy atractivas, pero esas criaturas atractivas y crueles cuyo único propósito es destrozarles la vida a quienes se enamoran de ellas son tan reales como las sirenas de la Antigüedad.
–El ensayo comienza con la Susana de Gentisleschi y concluye con Con faldas y a lo loco, donde Wilder pone al personaje de Jerry en la piel de una mujer. Al contrario de lo que dijo la crítica de aquel tiempo, este cambio de roles para usted es la confirmación del inevitable destino de la mujer como objeto de deseo.
–Con faldas y a lo loco no se leyó como una defensa de la liberación femenina, sino de la liberación masculina. Lo que hacía tan liberadora la película a finales de los años cincuenta en Estados Unidos es que la última escena parecía invitar a los hombres a sacudirse la ansiedad a propósito de las preferencias sexuales. Sin duda, desde el punto de vista del enamorado de Dafne la última escena, además de hilarante, es liberadora: “Me gusta esta persona y no voy a renunciar por temor al juicio que emita la sociedad “. Pero en esa escena hay dos personajes, y el otro es Jerry/Dafne, que tal vez no tenga ya demasiado clara su identidad, pero sí parece saber lo que no quiere. Sin embargo, su enamorado no la oye cuando ella le indica –primero delicadamente y luego con más contundencia– que no quiere acostarse con él. Tampoco los espectadores la oyen.
Creo que eso es lo que hace tan elocuente esa película y la convierte en una auténtica mina. Wilder muestra que el ya de por sí precario mundo de sus dos protagonistas puede ser aún más penoso cuando las circunstancias los obligan a convertirse en mujeres: de pronto ya no sólo los acosa el sanguinario mafioso Spats Colombo, sino cualquier varón con el que se cruzan. Y el hecho de que al final ni el millonario ni los espectadores perciban la angustiosa situación en la que ha quedado atrapado Jerry/Dafne ilustra, desde mi punto de vista, la situación en la que se encontraban las mujeres (y se siguen encontrando).
Jerry ha querido ponerse el nombre de Dafne como mujer, y su destino es exactamente el de Dafne en la mitología: incapaz de escapar del perentorio deseo de Apolo, pide auxilio a su padre, una divinidad de los bosques, que sólo puede ofrecerle la salida de convertirla en árbol… Mutatis mutandis, todo parece indicar que el destino de la Dafne de Wilder no es más auspicioso que el del personaje mitológico. Invito a los espectadores a imaginar la siguiente escena de la aventura de Dafne…
–En cuanto a Gentileschi: ¿la subversión que ella hace en la representación se entiende por el hecho de que ella es una mujer?
–Me resisto a pensar que ésa sea la única explicación, porque equivaldría a suponer el inmovilismo social y cultural. Creo que todos somos prisioneros de los prejuicios, y al mismo tiempo existen revisiones, cambios de perspectiva cuando ciertos prejuicios incomodan a una parte de la sociedad. Esos cambios los proponen a veces individuos o colectivos que padecen las consecuencias de esos prejuicios, y en esa medida no es extraño que la Susana de Gentisleschi, donde se representa el tradicional motivo del baño como un intento de violación—que es lo que fue según el propio relato bíblico—, lo pintara una mujer.
La biografía de la pintora, la violación por parte de su maestro Agostino Tassi, es un dato relevante en la medida en que indica hasta qué punto el motivo representado en ese cuadro formaba parte de la realidad de las mujeres de la época. Pero creo que lo que permitió a Gentisleschi representar ese tema de un modo tan singular no sólo fue la experiencia, sino también su capacidad de elaborarla pictóricamente. Gentisleschi pintó el cuadro en 1610, con 17 años. Ya era alumna de Tassi, pero la violación se produjo en 1611, pocos meses después de concluir el cuadro.
Lo insólito es que en una sociedad como la del siglo xvii en Italia una mujer llegara a ser pintora. A menudo el cambio de perspectiva sobre ciertos prejuicios no puede plantearlo nadie que los padezca porque se encuentra en una situación de clara desventaja y no tiene voz. ¿Podía haber pintado ese cuadro un pintor? Yo quiero pensar que sí, porque a lo largo de la historia ha habido hombres conscientes de la desigualdad y, pese a que los favoreciera, la han denunciado. Pienso en La esclavitud de las mujeres, de Stuart Mill, quien no ocultó cuánto habían contribuido a la obra su esposa y su hija. Pero naturalmente la mayoría de personas que gozan de privilegios no suelen renunciar gustosamente a ellos. A eso creo que alude Atwood en El cuento de la criada.
–¿La subversión de Gentileschi es una subversión de la mirada?
–Una de las contribuciones de Gentisleschi en la primera versión de Susana y los viejos de 1610 es que elabora el desnudo femenino no ya como motivo de recreación de la mirada del espectador, sino como una invitación a la compasión. Gracias al cuadro de Gentileschi advertimos lo raro que es encontrar un desnudo femenino que tenga un significado distinto. El desnudo masculino es polisémico en la pintura: puede aludir a la fragilidad, a la vergüenza, al carácter ancestral del personaje representado, a la fuerza o la valentía… El hecho de que la Susana de Gentileschi no invite a la contemplación extasiada de un objeto, sino que exprese la incomodidad, la vergüenza y la fragilidad del personaje es una auténtica novedad.
También la literatura o el cine suelen delatar la mirada de un personaje, cuando no del autor de la ficción. Me parece muy valiosa la contribución de Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo y de Nabokov en Lolita: los dos señalan con mucha agudeza que lo que vemos no es a un personaje femenino, sino la mirada del personaje masculino. Lo mismo ocurre en Carmen o en Vértigo, pero diría que ambos creadores son ingenuos: ninguno es consciente de que lo que ofrece al espectador es una representación del deseo de sus personajes, no una representación del mundo que los rodea.
–Pensando en el famoso ensayo de La loca del desván, ¿la mujer siempre ha sido escrita/representada por el hombre?
Ha sido tradicionalmente descrita y representada por varones, pero desde hace siglo y medio hay autoras destacadas, las primeras ya consagradas por la tradición (pienso en las Brontë, Madame de Stäel, George Eliot, Colette, Woolf…). En La loca del desván se aborda el tema de las escritoras del siglo xix –cuando “la autoría femenina dejó de ser hasta cierto punto una anomalía”– y se analiza cómo tuvieron que liberarse de prejuicios de la época para poder escribir adoptando un punto de vista propio y ofrecer su perspectiva del mundo.
Creo que ese ejercicio está indisociablemente unido a la escritura y en esa medida no es extraño que tantas escritoras la asociaran con la emancipación, ni que, por otra parte, la emancipación diera tantas escritoras. Si escribir exige tratar de elaborar una mirada o una voz propias, y sustraerse a las ideas recibidas, los prejuicios, los clichés, los tópicos, las soluciones manidas, no es extraño que para muchas mujeres del siglo xix fuera un espacio idóneo para buscar una auténtica emancipación de la mentalidad de su época: a la necesidad de ese espacio simbólico, no sólo material, creo que se refiere Woolf con la habitación propia.
Diría que todos, con independencia de nuestro sexo, somos prisioneros de nuestra época y sus mitos, de modo que ese ejercicio de distanciamiento es necesario para ver. Lo relevante es que desde hace un tiempo puede practicarse con independencia del sexo, de modo que en el futuro –espero– los mitos los construiremos y derrocaremos los hombres y las mujeres, y seremos corresponsables. En la actualidad, puesto que las mujeres han empezado a contribuir a la cultura significativamente, existen más representaciones que no están destinadas a satisfacer la mirada ni el deseo masculinos, sino la curiosidad humana. Creo que la proliferación de esas representaciones ha contribuido a enriquecer o complicar la imagen de la realidad y a socavar el mito de la mujer como esencia inmutable.
–¿El concepto defemme fatale” ha servido para exculpar al hombre y atribuir a ella la culpa de la tentación y la lascivia? ¿El origen de todos los males?
–Sí, el mito de la mujer fatal confirma la idea de que el mundo está lleno de tentaciones destinadas a poner a prueba la entereza del individuo.Y en ese relato las mujeres han desempeñado desde antiguo un papel decisivo en la medida en que encarnan, por lo visto, una de las tentaciones más irresistibles a la que quepa enfrentarse. Sin duda, ese hecho ya delata hasta qué punto la perspectiva tradicional es masculina.
–Sostienes que la femme fatale es la fantasía de un infeliz.
–De un infeliz en el específico sentido de que es la fantasía de un maldito, que es ese personaje que aparece a finales del siglo xix y se define a sí mismo como un atormentado al que nada del mundo en que le ha tocado vivir le satisface, todo lo hastía, lo asquea, lo deprime, le repugna… La mujer fatal delata cierta ansiedad ante algunos cambios sociales amenazadores, como la reivindicación de la igualdad y también temores inveterados, como el miedo a no ser apto, que es el que atormenta al personaje de Hitchcock en Vértigo, razón por la cual la película sigue resultando cautivadora para los espectadores de hoy. En la medida en que las mujeres, es decir, la mitad de la población, cuestionan y se desentienden del papel que tradicionalmente desempeñaban, la sociedad entera se ve afectada, pero los cambios siempre son dolorosos y arriesgados, sobre todo para quienes disfrutan de privilegios en el statu quo.
–El ensayo comienza con un cuadro para luego establecer un diálogo entre literatura y cine en la idea de que las figuras del cine reinterpretan mitos literarios. ¿Es en la literatura donde nace el mito de la femme fatal?
-Sí, el mito de la mujer fatal es una invención literaria, que históricamente emerge en el siglo xix, aunque incorpora rasgos de otros personajes de la tradición como Venus, las sirenas o la Medusa de la Antigüedad, Cleopatra… De hecho, en la literatura del siglo xix los escritores empiezan a señalar hasta qué punto todas esas figuras femeninas míticas tienen en común ser fatales para los hombres. Yo diría que hermanan a todas las mujeres bajo el signo de la fatalidad, y con ello ofrecen una concepción muy trágica de su propio deseo, lo cual tal vez también se explica por esa mezcla de moral cristiana (la idea del castigo a los placeres de la carne) y la realidad de una enfermedad venérea como la sífilis, que condenó a la muerte o a una vida miserable a muchos de los escritores de esa época.
–¿Hasta qué punto las artistas han perpetuado dicho mito?
–Para hombres y mujeres es difícil sustraerse a los mitos y los prejuicios, así que sin duda todos contribuimos a perpetuarlos (la misoginia es una forma de estupidez, pero la misantropía no, porque los seres humanos, sin distinción de sexo, hacemos cosas odiosas). En el caso concreto del mito de la mujer fatal, es posible que se produzca algo así como el síndrome de Estocolmo, por el cual las propias mujeres nos apegamos a las pocas representaciones que se han ofrecido de la condición femenina, por pobres que sean. Para poder practicar el libre pensamiento o decir lo que una piensa sin pelos en la lengua hace falta una posición bastante privilegiada (o muchísima valentía) de la que no siempre disfrutan los y las artistas.
La propia Gentislechi, que pintó tres versiones más de Susana y los viejos, ofreció representaciones cada vez más convencionales a medida que se profesionalizaba como pintora: entiendo que tenía que satisfacer el gusto de quienes encargaban esos cuadros, y no por casualidad el más interesante es el que pintó con 17 años, cuando aún era aprendiz. Sin embargo, me parecen contribuciones muy notables por su carácter crítico Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel o Lolita de Nabokov: en un sentido, importa menos si son obra de hombres o de mujeres que si ofrecen una perspectiva crítica o una representación distinta sobre un asunto y con ello contribuyen a pensarlo de nuevo.
–A partir de Madame Bovary hay una reflexión sobre los amores tormentosos que terminan mal. ¿Es una manera de decir que no está bien ser ese tipo de mujer?
–Por una parte, como advertía Beauvoir, podemos sentirnos seducidas por esa “maravillosa condición de alteridad” que se nos atribuye y nos hace tan deseables, y quizá ésa es la razón por la que la figura de la femme fatale resulta cautivadora incluso a algunas mujeres. En cuanto a Bovary, no creo que sea una novela destinada advertir a las mujeres. Tal vez a invitar a todo el mundo a preguntarse si la educación sentimental que exalta el amor y el deseo como un tormento no es una estupidez y una crueldad. La elección de un personaje femenino, desde mi punto de vista, simplemente sugiere que las principales damnificadas de esa educación sentimental son las mujeres.
–Ha traducido a George Sand y a Silvia Plath, además de ser una editora de mesa de larga trayectoria. Desde esta experiencia, ¿de qué manera cree que las autoras han ido reaccionando a la llamada male gaze?
–He leído poco a George Sand, y sólo he traducido un breve ensayo antropológico suyo que evidenciaba una sensibilidad insólita (Los salvajes de París, publicado en Elba). Sin duda trató de vivir de un modo distinto: escribió, se separó, tuvo una vida amorosa libre, se relacionó con otros escritores como una igual (la correspondencia con Flaubert no tiene desperdicio, se publicó una selección en Marbot, con traducción de Albert Julibert, en 2010).
En cuanto a Plath, cuyos Diarios completos traduje para Alba, sí dejaba constancia del conflicto que le producía ser tan dependiente de la mirada autorizada (que en su época seguía siendo eminentemente masculina), o de la aprobación de Hughes. Y de la sensación de que difícilmente obtendría el mismo reconocimiento literario que otros escritores por el hecho de ser mujer. Creo que Orlando de Woolf es muy interesante en ese sentido, porque se zafa de la ansiedad de complacer creando un artefacto para burlar la mirada: tanto Orlando como el narrador supuestamente autorizado de ese relato son inestables, movedizos, así que es difícil fijarlos, saber qué o quiénes son, verlos claramente. Esa inestabilidad de los personajes encierra un comentario sobre la diferencia entre la imagen impuesta por la mirada ajena, de la que es tan difícil sustraerse, y la experiencia íntima.
–¿Se podría hacer un ensayo sobre obras que han subvertido dicha mirada?
–Seguro que se podría, la propia Beauvoir dedicó en El segundo sexo la tercera parte titulada ‘Mitos’ a analizar obras y autores que alimentaron o desactivaron el mito de la mujer. Y el interés en la obra de escritoras consagradas como Eliot o Woolf se debe en buena medida a que ofrecieron una perspectiva distinta. Más recientemente lo hacen ensayos como Los hombres me explican cosas, de Solnit, por no hablar de literatura más académica y autoras como Butler… Pero para poder escribir ese ensayo debería haber leído más de lo que he leído.
–Quiero hablar sobre su labor como editora de mesa. Se habla mucho de la desaparición de dicha figura, ¿Es así? ¿Los textos no se trabajan como se debiera?
–Tengo la suerte de trabajar en una editorial como Acantilado, donde se sigue realizando este trabajo. Pero, por lo que sé, no en todas las editoriales existe esta figura. Me parece una lástima, porque un libro es un dispositivo muy complejo y el resultado de la intervención de muchas personas. Todas contribuyen a que lo que llega a las manos del lector sea más legible.
–Este es su primer ensayo. Trabajar en profundidad los textos de otros, traducirlos, anotarlos, corregirlos… ¿le despierta temor a la hora de enfrentarse a la página en blanco?
–Trabajar en editoriales desde hace años me ha inhibido. Pero no es sólo eso, sino que tengo una relación extraña con la escritura. Es una actividad que me parece irrenunciable, como la lectura. Si no leo y escribo tengo la sensación de que me voy quedando aletargada, atontando .Y si no escribo siento que no estoy elaborando lo que me ocurre, o lo que veo o leo. Para mí escribir es una especie de ejercicio para evitar convertirme en una ameba, que es mi temor. Por otra parte, nunca tengo la sensación de que lo que escribo tenga interés para nadie más que para mí. Me resulta extrañísimo plantearme publicar, así que no suelo escribir con un plan, simplemente anoto cosas.
–¿La edición de textos es la mejor escuela de lectura?
–No estoy segura. La edición de textos es una forma de lectura muy específica, es un oficio. El editor de textos carece de una de las prerrogativas de cualquier otro lector, que es abandonar la lectura, y eso lo cambia todo, lo convierte en un lector artificial. No hay una sola escuela de lectura. Leer es una capacidad, y como todas se beneficia del ejercicio, pero no basta: hay lectores natos, muy talentosos, que desarrollan esa capacidad de diversos modos, y con toda seguridad leer mucho no basta para producir lecturas enjundiosas.
La edición de textos, en la medida en que consiste en leer, puede contribuir a mantenerte en forma como lector, pero también puede echar a perder el gusto por la lectura si uno está obligado a leer cosas apresuradamente o ajenas a sus intereses. En este sentido me parece significativo el comentario de Italo Calvino –que era editor– en Si una noche de invierno un viajero, donde el personaje del editor de mesa se siente miserable porque a fuerza de leer todo el día no tiene ni un minuto para leer, como tanto le gustaba hacer antes de profesionalizarse.