El 13 de julio de 2019 pedí en la Biblioteca Nacional El pozo y el numa, lo llevé al pupitre, y en el interior de contraportada vi que el ejemplar es una donación de Philip W. Silver –que era un hispanista de la universidad de Columbia que vivía en Madrid--, y en la página de cortesía esta escueta dedicatoria manuscrita con regular caligrafía y a bolígrafo negro:

Para Philip Silver.

En prueba de agradecimiento por la temporada USA.

Benet

N.Y. mayo 82.

Aunque suene lacónica y displicente, poco afectuosa, casi como para salir del paso, y aunque no conocí a Benet ni al hispanista Philip W. Silver, encontrarme esta dedicatoria tocó en mí una nota de desasosiego. ¡Qué poca cosa es un solo hombre, cuántos somos, cada uno con su propia vida, y qué inabarcable es el universo, incluida la “temporada USA”!

El novelista madrileño murió en 1993, y en cuanto a Silver, resulta que vivía muy cerca de mi casa, en la calle Viriato, en un piso contiguo al que, antes de emprender el camino al exilio, ocupó Cernuda –en el mismo edificio en que vivía Altolaguirre--…, Cernuda, poeta en el que el americano Silver era especialista y a quien consagró, entre otros trabajos, el estudio Luis Cernuda: el poeta en su leyenda. Murió el hispanista Silver en octubre del 2020, a los 88 años, de un ataque al corazón. Aquí al lado, en Chamberí.

Yo entiendo bien el placer de abrir un libro nuevo, en su estado glacial, no tocado por mano humana antes que la tuya, que te llega incluso retractilado en una fina película de plástico transparente que le agrega brillo y una sugestión (sugestión pueril, vale) de objeto lujoso. Pero los libros desvirgados tienen un encanto particular, su calidez de vida vivida. A veces en el Rastro, en la cuesta de Moyano, en la calle De los Libreros, detrás de Callao, compro algún libro de segunda mano. A veces encuentro en ellos la firma del dueño anterior o alguna dedicatoria, o en el texto puede haber, aquí y allá, algunas líneas subrayadas a mano --por cierto que siempre subrayan precisamente las líneas que uno mismo no hubiera destacado--, y es como oír la palpitación, muy tenue, de un corazón lejano. Esa palpitación agrega al libro otra capa de sentido. Una misteriosa “temporada USA”.

Hace diez años, en la biblioteca Teresa Pàmies de Barcelona, en la calle de Urgell, estuve leyendo los poemas de Beckett. En la página 232, junto al poema que dice “De pied ferme/ tout en n’attendant plus/ il se passe devant/ allant sans but”, ( o sea: “Con determinación, / ya sin esperar más / tira adelante / yendo sin rumbo”), encontré, pegado al papel, bajo el breve poema, un pétalo de flor, un pequeño pétalo de color púrpura como una gota de sangre seca, y al lado, escrito a lápiz, en mayúsculas, este mensaje anónimo: “No era mi intención manchar el libro... pero es un pétalo de la tumba de Beckett”. ¡Ay! Estoy convencido que ese mensaje lo dejó una mujer. Es más propio de una mujer peregrinar al cementerio de Montparnasse, traerse de la tumba de Beckett una flor y tomarse la molestia de pegar un pétalo en un libro de uso común.

Luis Cernuda, en Sevilla

Y encima, para mayor vértigo, el libro venía con un marcapáginas de la biblioteca, en el que figuraban, tachadas con bolígrafo, las fechas en que precedentes lectores lo habían tomado en préstamo. Fechas tachadas, días pasados, vidas aludidas con números. El otro día compré en la librería Rincón de Lectura, de la plaza Dos de Mayo, las Historias desaforadas de Bioy. El anterior propietario de este ejemplar del libro era un sujeto que se llamaba José Muñoz. Lo sé sin la menor duda, porque dejó estampada su firma –con amplio bucle en la “J” e inclinada hacia arriba, lo que, según la grafología, es señal de un carácter optimista--, con rotulador azul, en la página de cortesía, y otra vez en la página del título, y una tercera vez José Muñoz en la de los créditos, y otra vez en la página 100, y además en la página blanca del final, y finalmente en el interior de la contraportada. Seis veces en total José Muñoz. ¿Esto quiere decir que era un ególatra, o que estaba tan contento de poseer este libro que no le bastaba con dejar su marca de propiedad una vez, como hace mucha gente, y no se conformaba con menos de seis? El caso es que ahora es mío. De momento.

Ese corazón palpitante, esa presencia lejana de que hablaba más arriba no siempre rebosa buenos sentimientos. Una vez, hace ya bastantes años, en una mesa de la librería de lance Pérez Galdós, de la calle de Hortaleza, encontré una novela mía, cuyo argumento hace burla sangrienta de la “izquierda caviar”. Para saber qué precio pedían por él, y pensando que se lo podía regalar a una amiga a la que vería al día siguiente, lo abrí por la primera página. Para mi sorpresa y disgusto la encontré mancillada con una recua de ultrajes venenosos a la novela y al autor, escritos con verdadero odio con rotuladores de diferentes colores. Aquel lector era un psicópata. Pensé que no podía seguir expuesto ese libro en la mesa, pregonando su odio a mí, así que lo compré, y en cuanto salí de la librería le arranqué la página manchada, la arrugué y la tiré a la papelera.

Seguí adelante, caminando de pied ferme, allant sans but. Pero al cabo de unos pasos por la Gran Vía sentí que el libro había quedado irremediablemente profanado e impregnado de veneno, no podía regalárselo a mi amiga, ni tampoco quedármelo yo, y lo tiré a la siguiente papelera.