Existe una secreta fascinación, diríamos que hasta cierto punto atávica, en la costumbre secular de derribar estatuas, esa práctica de moda entre los últimos revisionistas de la Historia. Ocurre con una intensidad recurrente en el ámbito (siempre minoritario) de la literatura. La cosa no debería extrañar a nadie: donde existen más fanáticos y habitan más heterodoxos es en las cofradías que exigen numerus clausus. A menos neuronas, mucho más sectarismo. Por otro lado, es cuento viejo, como diría Günter Grass, que cada generación –cada escritor, en realidad– va construyendo su propia tradición artística a partir de la admiración o la inquisición (estética o literal) de sus precursores predilectos.
El ritual acontece como un acto sinfónico de dos movimientos antagónicos, igual que el flujo de la respiración. Comienza con la mímesis voluntaria y, en no pocas ocasiones, termina con el arrepentimiento vehemente. Quizás se deba a que se critica con mayor ahínco aquello que sabemos que nunca podremos llegar a ser. No tanto por envidia, sino porque saberse distintos –como dejó dicho Marco Aurelio– es la única manera de triunfar en un mundo donde los pedestales son atrios consagrados al ejercicio de la vanidad.
Esta actitud rebelde es una moneda corriente en la adolescencia y la juventud, esa época hirsuta de la vida en la que besar a nuestros padres nos parece un imperdonable síntoma de debilidad, antes de descubrir (tarde) que se trata de un lujo que el tiempo terminará extinguiendo sin remedio. Más singular resulta en la madurez, salvo que se hayan jurado los votos vanguardistas en cualquiera de sus órdenes de caballería. Parece ser el caso de César Aira (Coronel Pringles, 1949). El escritor argentino, reconocido con los Premios Caillois y Formentor, entre otros galardones de fuste, ha conseguido despertar un cierto consenso de opinión –entre la crítica y las instituciones literarias– como autor de culto, prestigioso, aunque no sea tan leído fuera de Argentina y al margen de los círculos literarios y editoriales.
No es tarea sencilla adquirir esta ilustre marginalidad respetable, que permite publicar en sellos editoriales locales, casi cartoneros, y en las grandes multinacionales del libro. Abrir congresos, presidir cenas honoríficas y, en paralelo, mantener una inteligente distancia frente a los boatos y a las alfombras del Parnaso, tan terrestre, es un talento al alcance de elegidos. Los aplausos siempre exigen modular la sinceridad. Aira, sin duda, ha conseguido manejar, no sabemos si por azar o por oficio, esta aparente contradicción que, en el fondo, es una muestra de versatilidad. Nada seduce más a los integrados y enamora con mas pasión a los diletantes inversores en la cultura de boutique que codearse con un outsider profesional.
Un escritor, sin embargo, aunque existen excepciones, es algo mucho más que un animal de compañía o un invitado (extravagante) para aderezar los cócteles de media tarde. Suele ser un individuo raro que escribe (solo) y que dedica muchas horas (sin ver a nadie) a leer. No crean que enunciamos una obviedad: vivimos en un universo donde existen más poetas y novelistas que lectores. Al margen de las representaciones y los arquetipos, a un verdadero autor se le identifica por lo que escribe y –cosa que tiende a olvidarse– por la manera en la que lee. Aira escribe libros cortos –un centenar de títulos alumbran una bibliografía hecha a base de movimientos breves y premeditadamente autónomos– y siente predilección por los asuntos en apariencia banales, como evidencia su ciclo narrativo dedicado a los gimnasios.
Sobre su íntima condición de lector, sin embargo, no existe mucha información que no sea deductiva. Esta laguna viene a cubrirla La ola que lee, una colección de artículos y ensayos literarios y culturales que, al cuidado de María Belén Riveiro, publica Random House, que tiene en marcha una biblioteca Aira con sus títulos más representativos. Estas piezas del Aira lector, dispersas entre distintas publicaciones minoritarias, revistas académicas y altas tribunas periodísticas, nos interesan más que la propia gestación de su obra. Tienen, por así decirlo, el imbatible encanto de la reflexión de circunstancia, que son las únicas capaces de perdurar en el tiempo. De una forma indirecta presagian además un arte poética.
El personaje de este libro –un escritor que lee a lo largo de treinta años– responde al perfil del lector vampiro: un tipo que bebe literatura como si fuera sangre para poder sobrevivir cada jornada. Y que, al ejercer como reseñista y como crítico literario, muerde y practica un sentido de la ironía cercano a la procacidad. Sobre todo frente a muchos autores canónicos. “Los antilectores, como todos sabemos, abundan”, escribe Aira, que expresa, sobre todo en los textos publicados en los años ochenta, un sano atrevimiento ante los popes del momento.
Julio Cortázar, por ejemplo, es enjuiciado de forma ambivalente como una “suma de cristalizaciones”. Ricardo Piglia es sacrificado en la hoguera: “En Respiración artificial logra una de las peores novelas de su generación gracias a esta sordidez profesional que en él deriva el temor infantil de que no lo comparen con Arlt”. Vargas Llosa es retratado como “autor de una novelita nimia –¿Quién mató a Palomino Molero?– que, en tanto objeto comercial, es un intento de acoplarse al éxito de El nombre de la rosa, de Umberto Eco”. Carlos Fuentes es descrito como “el último traverborrágico y pomposo astro de la novela mexicana”. García Márquez no se escapa del castigo: “Buen periodista, hombre ingenuo y sincero, laborioso, aunque modesto, artesano del relato (quizás el mejor discípulo de Fuentemayor), que se hizo importante por casualidad, y se aplicó a cumplir con el celo de un hombre de pueblo”. Jorge Edwards recibe un adjetivo memorable: “Un novelista chileno de importancia chilena”.
Pareciera que el (entonces) joven Aira ejercía felizmente como un activo crítico punk, capaz de no dejar ninguna estatua con la cabeza en su sitio, satisfecho de ajustar con plena libertad –desde la periferia– cuentas personales con los dinosaurios del boom. Algo de cierto hay, lo que supone un indudable atractivo para los freaks del club de los despechos literarios. Para esta parroquia, el Aira de estos artículos es un infante gamberro que dispara cohetes a un cielo cargado de estrellas. Un soberbio polemista que no necesita opositor para ser brillante. Un juez al que no le importa ni impresiona el triunfo social, sino su gusto como lector.
A medida que sus textos cambian de publicación –la selección de Random House se extiende a los noventa y a la primera década de este siglo– para trasladarse a cabeceras universitarias o tribunas con mayor predicamento, los artículos se transforman en ensayos sobre literatura y arte. El Aira incendiario se modera, aunque sin renunciar a la obstinación provocadora que es la ola que golpea la orilla de referencias que documenta esta antología. El libro, además de ser divertido y una obra llena de humor inteligente, sin un ápice de autocensura, fiel al espíritu rupturista de las vanguardias tempranas, que es la verdadera tradición en la que, a su manera, se reconoce el escritor argentino, descubre y divulga muchas preferencias interesantes.
Así, Aira va perfilando su propio canon in fieri– Manuel Puig, Severo Sarduy, Copi, Onetti o su maestro, Osvaldo Lamborghini–, da a conocer a muchos autores secundarios –José Bianco Peyceré, Perlongher, Elvira Orphée, Di Paola–, glorias de las literaturas menores, y resalta la importancia (ausente en los círculos culturales del Cono Sur) de la desconocida literatura brasileña, “con una retórica, de raíz literaria, basada en las transformaciones, maleable, mestiza, con sutilezas imperiales, africanas, orientales, artesanas, indígenas y europeas”.
¿Dandismo literario? Cabe entenderlo así, pero también un modelo de libertad: cuando un lector lee a fondo una literatura tiene argumentos más que sólidos para sostener, como Aira, que “Machado Assis es superior a Henry James”, o derribar el mito (instaurado) del mecenazgo de Victoria Ocampo: “¡Cuánto podría haber aprendido de los promotores culturales brasileños! Mientras ella traía a la Argentina a Tagore y se hacía pintar su retrato por Faguet, Mario de Andrade, que era pobre, llevaba al Brasil a Levi-Strauss y organizaba uno de los mejores museos de arte moderno del mundo”. Toda una hábil ruptura del decoro sin incurrir en el pecado de la vulgaridad. Manca finezza (ma non troppo).
Aira, siendo extraordinario a la hora de zaherir los libros ajenos, derribar lugares comunes y diseminar bombas de racimo por todos lados, es aún mejor en la tarea de fijar conceptos literarios generales, invariantes, a partir de lecturas, autores y libros muy concretos, pasajeros o puntuales. La ola que lee condensa una sabiduría literaria profunda que explica la devoción que los fans del escritor argentino sienten por su estilo, poblado por frases que hacen pensar, reflexiones que quedan clavadas en la memoria e ideas que sacuden la sensibilidad individual y permiten al lector cuestionarse sus convenciones. Cosas magníficas, casi aforismos.
“Trabajar con mitos puede ser el camino más eficaz al realismo”.
“Lo que define a una producción novelística pobre es el mal uso, el uso oportunista, en bruto, del material social disponible”.
“El novelista es el ingeniero de la literatura”.
“La contratapas (de los libros) son santuarios del ditirambo”.
“La modestia es un atributo de la falta de originalidad”.
“La primera persona es un báculo”.
“La mathesis, que es la clave de la novela tal como la inventó Cervantes, debe ser un saber de nadie, no del autor”.
“La traducción es la madre del estilo y traducir poesía el más necio de los pasatiempos adolescentes”.
“Volver colectivo lo individual es hacer de la literatura una política”.
“No tengo noticias ciertas sobre la existencia de intelectuales en la Argentina”.
Toda una nutrida constelación de destellos ingeniosos y humor maligno. Hasta una forma (disonante) de autorretrato involuntario: “Constituirse en importante es la condición para que un escritor pase al dominio público en sentido amplio: ya se sabe que las masas no reconocen sino a lo ya reconocido. Lo malo es que entonces un escritor importante deja de ser un escritor para transformarse en un funcionario del sentido común”. Matemática pura.